Cuento Erótico

Cuento erótico para hombres: entrá a esta nota y volá durante 7 minutos

Hombres que volcaron el erotismo en la amistad masculina. Mujeres que eligen la indiferencia como parte del contrato matrimonial. Una historia que muestra a muchos, con un final que puede darles esperanza.

Redacción MDZ Online jueves, 21 de mayo de 2020 · 14:01 hs
Cuento erótico para hombres: entrá a esta nota y volá durante 7 minutos

7 minutos. Ni 5 ni 10: 7. Un lapso que nadie usa como parámetro. Mucho tiempo para esperar en línea telefónica, nada para una sala de espera a un médico y una vida entera para él.

Hacía tiempo que había empezado a cronometrar todo. Los minutos de cada lado del bife de chorizo, las entregas de sus empleados, la sincronía exacta entre último chorro de pis y agua del tanque al tirar la cadena, el camino a casa por el corredor o por el acceso. Era uno de esos tipos, o mejor dicho, uno más de esos...

Volvió a casa, 1 minuto antes de las 3 de la mañana. Inés dormía desde temprano como todas las noches. Y él, como casi todas las noches, llegaba tarde. Con los años sus semanas se habían ido llenando de compromisos que ocupaban el tiempo suficiente en sus días para no sentir que su vida estaba algo detenida.

Los lunes de after office le llevaban 2 horas y media contando la vuelta por Paso de los Andes, los martes de fútbol, si la cancha era en la Panamericana: 2 horas 10, los miércoles con el grupo de mountain bike más de 4 si él era el asador, los viernes de poker 3 y monedas si es que tenía suerte con las cartas.

Medía el tiempo en función de resultados tal cual medía la vida en función de llenar vacíos. 

Se tiró en la cama. En 3 minutos estaría durmiendo como su mujer. Tenía la suerte de que ella no le hacía problema por tanta noche con amigos y la desdicha de que ni siquiera tomara el tiempo que él no estaba en casa. 

Había aprendido a vivir con esa indiferencia que a sus amigos les parecía un privilegio. Y pagaba un precio tolerable por esta libertad extrañamente conservadora: Sabía que no tenía que dejar rastros de afeitado en el baño. Que buscarla de noche entre las sábanas nunca era una buena idea y mucho menos demorar más de 3 minutos sobre ella. Y aunque todavía no había cedido a hacer pis sentado había entendido que la convivencia en paz exigía estos pequeños sacrificios del día a día.

Estaba gordo che. Lo sabía aún sin pasar por el espejo de cuerpo entero que tenían en su cuarto. Había colgado la toalla de la estética hacía tiempo casi paralelamente con el abandono de algún estilo para vestirse, casi coincidentemente con la pérdida absoluta de su libido.

Son cosas de la vida. El estrés repercute fuerte en la sexualidad. (Había leído en un artículo que agregaba 5 consejos para el placer femenino.) Consejos que él había intentado con malos resultados en los pocos minutos dispuestos por Inés. Sí, es la vida... O su vida. Una frecuencia sexual de una vez al mes en tres minutos y un grupo de amigos de ocho en los que descargaba todo su erotismo preparando algún animal a la llama.

Su semana transcurrió como la mayoría de sus semanas del mes. 27 horas de trabajo, 1 y media de deporte. 4 horas 20 de cafés.
Sí. Se permitía 2 cortados diarios (de 15 minutos cada uno) en el café de la vuelta de su oficina. Le gustaba ir ahí más que al moderno de la esquina. Sabía que cuando llegaba, la moza de siempre, le servía lo que él esperaba con sólo mirarlo entrar. Le daba cierto placer saber que alguien lo esperaba y además lo adivinaba un poco. En 2 minutos15, siempre estaba servido.

Le gustaba esa chica que parecía entusiasmarse con su presencia. Le intrigaba cómo podía reír tan espontáneamente ante sus chistes improvisados, cómo se veían sus dientes chiquitos y parejos.

Le gustaba la manera en que atendía a la gente. Decidida, eficiente. Y siempre que podía echaba una miradita a ese huequito de piel que dejaba ver su jean de tiro bajo en la espalda. 

No era especialmente linda pero tenía el encanto de no saberlo. Movía sus caderas excedidas sin ningún prejuicio y pasaba por detrás de él, entre las sillas, rozándole la espalda con su pelvis (siempre más de 1 vez en 6 minutos).

No dudó en ofrecer llevarla cuando la vio en esa parada de colectivo, en la esquina del café. Eran las 5 (todavía tenía 23 minutos para llegar a su reunión si enganchaba la onda verde).

Ella tampoco dudó en subirse. Arrancaron por Rivadavia y subieron hasta el Parque. En el trayecto, que ya llevaba 1 minuto 40, ella se sacó la campera de jean y buscó algo en su bolso que no encontró. Reía ante su propio desorden. El, reía con ella ante su caos y su poca incomodidad de encontrarse a solas con él en su auto.

El sol resplandecía sobre los árboles del parque. "Qué hermosa tarde. Dan ganas de pasear" dijo ella. Entendiendo el mensaje sutil, él respondió haciendo de despreocupado: "Paseemos". "Tengo tiempo", mintió. Y desde ese momento comenzó a transitar sobre esa atmósfera de dulzura y morbo que se despierta cada vez que nos corremos un poco más allá de la línea.

El parque estaba especialmente hermoso y seguía sosteniendo esa connotación de trampa que, esta vez, lo confundía un poco. No dejó por eso de encarar el camino que ella le había indicado para llegar hasta su casa. 

Ya frente al portón de una casa idéntica a las otras de la cuadra, él no supo bien si detener el motor del auto. “Gracias, le dijo ella. Sos muy lindo por traerme”. Y apoyó su mano derecha en su pierna, demasiado arriba. Sin esperar su respuesta, lo besó suavemente al costado de su boca.

De nada- dijo él, arriesgando en menos de un segundo un beso tímido y suave. Ella aceptó y se inclinó más acertando en el centro de su boca que él invadió con su lengua entumecida por el abandono, ya rehabilitada en un instante. Comenzó esa danza armónica entre dar y recibir. ¿Cuánto hacía que no lo besaban así?, pensó él entre pequeños lapsos de conciencia. No pudo calcularlo.

Ella se detuvo con suavidad y entonces sí, él visualizó el tiempo final. Pero en cambio, bajó su cabeza, sin siquiera mirarlo y abrió su pantalón, sin darle tiempo a predecir que habría algún minuto adicional).

Ella con su boca sacó a la luz de esa tarde radiante su parte más rechazada en los últimos años. La lamió suave, intermitente, escurridiza. Recorrió con su aliento la distancia total. Sopló con suavidad cada centímetro. Tomó distancia un instante, la miró ensimismada y luego bajó en un envión repentino llenando toda su boca.

Él se desarmó en el asiento perdiéndose en el tiempo y en el lugar y en la luz del pleno día. Sucumbió a sensaciones tan irreales como sucesivas. Tal vez el silencio de la tarde acompañó de forma perfecta el sonido de esa boca friccionando esa parte de su cuerpo, ahora enorme, ya irreconocible para él. 

7 minutos exactos. Él lo pudo comprobar cuando volvió en sí y ella ya se había ido.

Ese episodio quedó en su cabeza mezclándose entre la fantasía y la realidad por mucho tiempo. Tomó aquel encuentro como un regalo inexplicable, de ésos a los que se les rompe el envoltorio con apuro, duran sólo el día y se guardan en los recuerdos.
Todo volvió a la normalidad. Los días, los amigos, los cafés, los minutos cronometrados, su mujer indiferente.

Hasta que una tarde de sol, de ésas que parecen imposibles de repetirse, volvió a verla desde el semáforo; en la misma parada, con la misma campera y con el mismo bolso, tal vez igual de desordenado. 

Del rojo al verde tuvo 36 segundos para pensarlo. Se detuvo junto a ella y se animó: “¿Te acerco?” Ella lo miró sonriendo y le dijo: “Me encantaría”. “Y me quedarían 7 minutos libres antes de llegar…”
 

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