Historia

Japón imperialista: un auge veloz que terminó en una caída devastadora

Tras una prolongada época de aislamiento, el país inició una aceleradísima expansión económica apoyada en el crecimiento industrial y la apertura de nuevos mercados, que lo empujó a probar las mieles de la expansión colonial en el este asiático. Pero la Segunda Guerra Mundial acabó con ese proyecto.

Nicolás Munilla
Nicolás Munilla domingo, 22 de noviembre de 2020 · 08:12 hs
Japón imperialista: un auge veloz que terminó en una caída devastadora

La centuria que abarca entre mediados del siglo XIX y principios del XX estuvo marcada por el expansionismo territorial protagonizado en su mayor parte por las potencias de Europa y, en menor medida, por Estados Unidos. Sin embargo, una nación asiática logró colarse en ese selecto grupo que dominó la política mundial por décadas y se puso a la par de los poderosos occidentales: Japón.

Tras una prolongada época marcada por el ostracismo, el aislamiento y una posterior transición progresiva hacia la apertura de sus fronteras, que no estuvo exenta de conflictos internos, Japón inició una rapidísima etapa de industrialización volcada hacia el capitalismo y que estuvo fuertemente influenciada por la ideología estadounidense, que moldeó en cierta medida los ideales económicos de la élite nipona que, de todas formas, se mantuvieron arraigados en las tradiciones y esquemas sociales ancestrales.

A partir de 1870, al mismo tiempo que iniciaba su despegue económico, Japón se vio en la necesidad de incorporar mayores cantidades de insumos y materias primas a sus industrias, como así también atender la mayor demanda de productos por parte de una sociedad que mejoraba su calidad de vida. Dada la poca productividad de sus tierras y la proyección sobre el potencial que tenía el país en materia económica, la dirigencia política y militar japonesa comenzó a urdir estrategias de colonización en el este de Asia, para lo que debía moverse rápido ante el avance territorial indiscriminado del Reino Unido y Francia en China y del Sureste Asiático, que ponía en peligro incluso la propia independencia del país.

Primer objetivo: Corea

Luego de siglos de evitar las aventuras ultramarinas, Japón mandó su primera expedición militar a la isla de Taiwán en 1874, lo que fue una verdadera prueba para las aspiraciones niponas. De todos modos, su primer éxito imperialista lo consiguió al año siguiente en Corea, que en aquel momento se encontraba gobernada por la dinastía Joseon bajo la protección de China. 

Una incursión naval a las aguas territoriales coreanas desencadenó un breve conflicto bélico que desembocó en el Tratado de Kanghwa (1876), por el cual Corea salió de la esfera china y le dio enormes ventajas comerciales y políticas a Japón.

Los primeros esfuerzos de colonialismo japonés fueron practicados en Corea.

Ese mismo año, los nipones lograron otro éxito diplomático al firmar con Rusia, que se expandía rápidamente por el extremo este de Siberia e intentaba penetrar hacia Manchuria, el Tratado de San Petersburgo, en el cual los europeos cedieron las islas Kuriles a cambio de que Japón abandonara la mitad sur de la isla de Sajalín.

De todos modos, los esfuerzos japoneses siguieron puestos sobre las fértiles tierras agrícolas coreanas, mutando en deseos de anexión. Tras el fracaso de un intento de golpe de Estado realizado por facciones pro-japoneses en 1884, Corea sufrió diez años después la insurrección Tonghak, que buscaba acabar con la influencia nipona en el país.

Esta acción, junto con otros roces diplomáticos que se acumularon a lo largo de los años anteriores entre Japón y China (profundamente debilitada por las presiones occidentales), desembocó en la Primera Guerra sino-japonesa de 1895, que culminó con una contundente victoria de las fuerzas niponas sobre las endebles tropas rivales. 

El Tratado de Shimonoseki (1895) firmado con China le permitió a Japón instalar un gobierno títere en Corea y quedarse con Taiwán, las islas Pescadores y la península de Liaodong, aunque esta última fue devuelta a la dinastía Qing por las presiones de Alemania y Rusia, lo que fue interpretado por los japoneses como una humillación imperdonable.

La Primera Guerra sino-japonesa (1895) sería el primer paso de Japón en su intento de controlar China.

Nace una nueva potencia

La irrupción de Rusia en el este asiático trajo nuevos desequilibrios en la región. China suscribió en 1896 un acuerdo secreto con el régimen zarista para que le garantice protección a la monarquía coreana, seriamente comprometida con el régimen japonés. Un año más tarde, se firmó otro compromiso por el cual los rusos otorgaron asistencia militar y obras ferroviarias en Manchuria a cambio de la península de Liaodong y las ciudades de Darién y Port Arthur.

A pesar de las continuas cesiones de soberanía, China se vio en serios aprietos durante la Rebelión de los Boxers (1899-1901), un intento respaldado por la dinastía Qing para acabar con la injerencia extranjera en ese país. Ante lo que parecía una seria amenaza a su imparable penetración en el este asiático, Japón privilegió sus negocios y se unió a las potencias europeas y Estados Unidos para aplastar el levantamiento.

Sin embargo, las hostilidades entre Japón y Rusia se reanudaron inmediatamente. Los rusos mantenían prácticamente ocupado el norte de Manchuria y ejercían una creciente influencia en Corea, lo que interfería con los intereses japoneses. Por su parte, en 1902 los japoneses firmaron un pacto de ayuda mutua con el Reino Unido, que quería restringir las pretensiones rusas en Asia, lo que supuso un enorme respaldo al imperio nipón.

Finalmente las tensiones colapsaron en 1904, cuando la flota imperial japonesa atacó por sorpresa a los rusos en Port Arthur, lo que dio inicio a la Guerra ruso-japonesa. Tras una serie de batallas tanto en mar como en tierra, el conflicto finalizó un año después con la capitulación de Rusia en la firma del Tratado de Portsmouth, que supuso la restitución a Japón de la mitad sur de Sajalín y el reconocimiento internacional de su protectorado en Corea, sumado a nuevas ventajas comerciales en China. Ese acontecimiento significó que por primera vez desde la Edad Media un país asiático vencía en la guerra a otro europeo.

La victoria de Japón sobre Rusia afianzó la supremacía nipona en el este de Asia.

Si bien la guerra contra Rusia supuso una gran victoria militar para Japón, la imposibilidad de anexarse Manchuria (que fue devuelta a China) y la falta de una indemnización provocó un malestar general en la opinión pública japonesa hacia la clase política, que la creía subsumida a los intereses de Occidente. Para calmar los ánimos, el gobierno nipón encontró a un nuevo enemigo para explicar su debilidad diplomática: Estados Unidos, que había limitado los reclamos japoneses en Portsmouth. 

De todos modos, en 1910 Japón completó la anexión de Corea, que pasó a ser una colonia directamente gobernada por los nipones, situación que estaría acompañada por severas políticas de sometimiento y japonización de la sociedad coreana.

La gloria del Sol naciente

Durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918), Japón participó junto a los Aliados atacando las colonias alemanas en el Pacífico en conjunto con el Reino Unido y Estados Unidos; además, aprovechó su alianza con los occidentales para aplicar nuevas imposiciones en China, donde la dinastía Qing había sido derrocada para instaurar una república. 

Gracias a su participación en la contienda global, el Imperio nipón amplió sus dominios en el este asiático, Melanesia y Micronesia, por lo que se afianzó como la única gran potencia económica, política y militar en Asia.

Con ese panorama, Japón puso todo su interés en un nuevo objetivo: quedarse con todo el territorio chino. En 1931, mientras el país sufría las consecuencias de la Depresión económica mundial, Japón invadió Manchuria, bajo la excusa de proteger a los manchúes frente a la amenaza de los chinos de etnia han, y dos años después instaló un Estado títere en esa región como base para iniciar una agresiva campaña de presión contra el débil gobierno nacionalista chino, que estaba enfrascado en una guerra civil contra las facciones comunistas apoyadas por la Unión Soviética.

El recrudecimiento de las hostilidades internas en China dieron impulso a Japón para iniciar en 1937 la Segunda Guerra sino-japonesa, que pretendía ocupar todo el país bajo métodos similares a los practicados anteriormente en Corea, lo que deterioró aún más la relación con Estados Unidos.

En las primeras décadas del siglo XX, Japón experimentó un fuerte sincretismo entre sus antiquísimas tradiciones y la modernidad occidental.

La caída de un imperio fugaz

Las diferencias con los norteamericanos hicieron que el gobierno y los mandos militares japoneses buscasen una alianza con la Alemania nazi y la Italia fascista, que se concretó en 1940 con el Pacto Tripártito que confirmó el Eje Berlín-Roma-Tokio e implicó el ingreso de Japón a la Segunda Guerra Mundial, lo que le dio respaldo para continuar con la guerra de ocupación en China, que cada vez adquiría más connotaciones de genocidio.

Aprovechando la poca resistencia de las potencias europeas en sus colonias asiáticas, ese mismo año Japón comenzó una progresiva ocupación de Indochina, Indonesia, Malasia y Birmania, que garantizó gracias a una alianza firmada con Tailandia. También se extendió rápidamente por las islas del Pacífico entre 1941 y 1942, llegando incluso a amenazar Hawai y Australia

Sin embargo, la estrategia nipona sufrió un punto de inflexión en diciembre de 1941, cuando la aviación japonesa atacó la base norteamericana de Pearl Harbor. Este episodio terminó provocando la entrada de Estados Unidos a la guerra mundial, lo que sería fatal para el gobierno nipón.

La durísima contraofensiva norteamericana en el Pacífico, que incluyó la explosión de cruentas bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, y la caída de Alemania e Italia en el frente europeo, sumado a la alianza entre nacionalistas y comunistas en China para expulsar las tropas niponas, provocaron la rendición de Japón el 15 de agosto de 1945, lo que derivó no solo en el desmembramiento de un vasto imperio que había construido en menos de 70 años, sino también en profundos cambios políticos, económicos y sociales que marcarían el rumbo de las décadas subsiguientes y su posición dentro del concierto político internacional.

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