Historia

Guerra de Crimea, la primera lucha de la modernidad

Pocos conflictos desatados en el área del Mar Negro tomaron una dimensión internacional con la implicación directa de todas las potencias: la guerra de Crimea, ocurrida entre 1853 y 1856 y tuvo como principales protagonistas a Rusia y Turquía.

Nicolás Munilla
Nicolás Munilla domingo, 4 de octubre de 2020 · 07:12 hs
Guerra de Crimea, la primera lucha de la modernidad
Foto: Wikimedia Commons

La nueva escalada bélica entre Armenia y Azerbaiyán por el control de Nagorno Karabaj es un pequeño recordatorio de los conflictos sin resolverse que aquejan al Cáucaso y la zona del Mar Negro, donde la multiplicidad de etnias y las ambiciones por el control territorial crean un suelo fértil para la explosión de enfrentamientos armados, desde las intervenciones de Roma en el siglo I d.C. hasta las guerras de Chechenia en la década de 1990, la invasión de Osetia del Sur en 2006 y la anexión de Crimea en 2014.

Sin embargo, pocos conflictos desatados en esa región tomaron una dimensión internacional con la implicación directa de todas las potencias: la guerra de Crimea, ocurrida entre 1853 y 1856 y que tuvo como principales protagonistas a los dos principales ‘pesos pesados’ de ese sector del planeta: Rusia y Turquía, que hoy están cada vez más enemistadas por las tensiones en Nagorno Karabaj.

Para hablar de este conflicto, es importante conocer el contexto histórico. Hacia principios de la década de 1850, buena parte de Europa se regía por sistemas de gobierno monárquico de corte parlamentario surgidos tras las revoluciones de 1848, que terminaron por enterrar los antiguos regímenes absolutistas y finalizaron una tumultuosa época histórica que había comenzado con la Revolución Francesa de 1789.

Sin embargo, Rusia era el último bastión del absolutismo como forma de gobierno. El atraso industrial y el sistema de servidumbre, entre otras cosas, frenaron durante mucho tiempo cualquier intento revolucionario dentro de las fronteras históricas zaristas, mientras que los levantamientos en los territorios adyacentes y recién conquistados, como Polonia, eran brutalmente sofocados.

El bombardeo de Sinope fue uno de los primeros del conflicto.

Por otro lado, uno de los puntos estratégicos del comercio internacional lo constituía el Mar Negro, que por entonces se encontraba repartido entre Rusia, que dominaba las costas de las actuales Ucrania y Georgia, y el Imperio Otomano, que ejercía su soberanía en el litoral correspondiente a la península de Anatolia y la desembocadura del río Danubio. Entre ambos, la península de Crimea se constituía como el principal punto de referencia, por lo que su control resultaba imprescindible para ganar peso en los flujos comerciales del Mediterráneo oriental.

Aunque había logrado una ansiada salida al mar que buscaba desesperadamente desde el siglo XVII, el imperio ruso aún padecía graves deficiencias en su logística comercial, ya que para viajar a mar abierto debía surcar por aguas territoriales otomanas. Así, el régimen zarista siempre buscaba ganar mayor influencia en los Balcanes.

Esas pretensiones rusas pusieron en alerta a Francia y el Reino Unido, las principales potencias de la época. A sabiendas de la debilidad del Imperio Otomano para mantener el control de sus mares, que ya había demostrado con la independencia de Grecia en 1832, ambos países reforzaron las presiones diplomáticas sobre los turcos, que se vieron obligados a implementar cambios en sus instituciones para evitar mayores pérdidas. 

La excusa religiosa

El origen (o mejor dicho, la excusa) de la guerra de Crimea fue una imposición en materia de religión. En febrero de 1853, el zar Nicolás I (1825-1855) se declaró como protector de la Iglesia Ortodoxa y sus fieles dentro del Imperio Otomano e intentó negociar ese reconocimiento con el sultán Abdülmecit I (1839-1861) a través de emisarios, pero el otomano, bajo influencia de los representantes franceses y británicos, rechazó la propuesta.

Nicolás I de Rusia.

Ante la negativa turca, Nicolás I ordenó a sus tropas ocupar los principados de Moldavia y Valaquia (actual Rumania), reinos cristianos vasallos de los otomanos y que fueron invadidos con relativa facilidad, con el objetivo de liberar el cruce del Danubio para dirigirse a la península de Anatolia.

Mientras tanto, Francia, Reino Unido, Austria y Prusia buscaron negociar una solución diplomática, pero los intentos fueron rechazados por ambos contendientes. Viendo ese fracaso, los franceses y británicos abandonaron las instancias de diálogo, mientras que los imperios alemanes aún mantenían cierta esperanza de conseguir una salida pacífica.

El 30 de noviembre de 1853, Rusia atacó el puerto de Sinope y aniquiló la flota otomana asentada en esa ciudad, amenazando directamente la capital turca, Estambul. Este acto despertó recelos en Francia y el Reino Unido, quienes optaron por declarar conjuntamente la guerra al zar, a lo que luego se sumó el reino de Piamonte-Cerdeña, embaucado a su vez en sus propios conflictos de reunificación italiana.

Nicolás I esperaba que Prusia y Austria se unieran a él en la contienda, debido a la ayuda militar que les prestó en 1848 para sofocar las rebeliones, pero ambos imperios se declararon neutrales. El canciller prusiano Otto von Bismark no quería romper relaciones con sus vecinos occidentales ni deseaba embarcarse en una alianza ruso-germana, mientras que Austria se veía amenazada por la presencia rusa en el Danubio. Incluso, ambos países acordaron con Francia y el Reino Unido mantener la integridad del Imperio Otomano y exigieron la retirada de Rusia de Valaquia y Moldavia.

Con el correr de los meses, el frente de batalla se trasladó a Crimea, donde Rusia tenía apostada buena parte de su flota naval. En medio de combates que terminaron muchas veces con resultados indecisos, o con cada bando atribuyéndose la victoria, en octubre de 1854 la alianza franco-británica-otomana inició el sitio de Sebastopol, el principal puerto ruso en el Mar Negro.

Luego de 11 meses de asedio valientemente resistido por el Ejército ruso y los ciudadanos crimeos, el 8 de septiembre de 1855 Sebastopol finalmente cayó y aceleró la derrota de Rusia. De todos modos, la guerra no concluyó oficialmente hasta marzo de 1856. 

Se estima que las bajas militares superaron cómodamente las 200.000, en su gran mayoría del lado ruso. En cuanto a las civiles, se calcula que superaron las 750.000, una de las mayores en una contienda del siglo XIX.

Las fuerzas combinadas del Imperio Otomano, Francia y el Reino Unido salieron victoriosas en Crimea.

El Tratado de París y sus consecuencias

El 30 de marzo de ese año, los principales participantes de la Guerra de Crimea se reunieron en la capital francesa para negociar los acuerdos de paz y poner fin a la contienda. 

El tratado final garantizó la integridad territorial del Imperio Otomano, decretó la libre navegabilidad del río Danubio y declaró al Mar Negro como zona libre de movimientos bélicos. Además, Rusia se vio obligada a retirar sus tropas de Valaquia y Moldavia, que sin embargo obtuvieron ventajosas concesiones autonómicas de los otomanos. 

La derrota rusa también provocó la pérdida de los territorios conquistados en el delta del Danubio, que fueron transferidos a Moldavia, aunque logró conservar Crimea. Por último, se eliminaron los derechos del zar a proteger a los ortodoxos en el ámbito turco.

Aunque las condiciones del Tratado de París fueron desfavorables a los intereses rusos, también significaron un nuevo debilitamiento del Imperio Otomano, que cedió influencia en los Balcanes y cercenó su poder en Europa oriental. Incluso representó un golpe para Austria, que vio disminuida su presencia en la región balcánica.

La derrota de Crimea y las humillaciones en las negociaciones de paz socavaron el poder de la dinastía Romanov, que demostró su ineficiencia a la hora de gestionar el inmenso Estado ruso. Entendiendo este problema, Alejandro II (1855-1881), sucesor de Nicolás I, realizó algunas reformas en la administración y la Justicia y alentó la industrialización, procesos que se vieron acelerados con la abolición de la servidumbre entre 1858 y 1861.

Proporcionalmente, la guerra elevó a Francia y Reino Unido como las potencias hegemónicas ultramarinas del siglo XIX, lo que ambas aprovecharon para intensificar la expansión de sus colonias en África, Asia y Oceanía sin descuidar sus respectivas influencias en Europa.

Otra beneficiada fue Prusia, que a costa de la debilidad austríaca aumentó su poder e influencia en la dieta de la Confederación Germánica y aisló más a los Habsburgo del mapa político europeo.

Archivado en