Postales Mendocinas

Todo lo que amás agoniza en tus inútiles manos

Un viaje al pasado o al presente, un intento fallido de retorno al paraíso perdido. Un recorrido por las calles donde quedó aquello que fuiste. Después de todo, una postal es la imagen de un recuerdo y no mucho más que un recuerdo. 

viernes, 9 de agosto de 2019 · 09:40 hs

El paraíso lo prefiero por el clima; el infierno por la compañía”, Mark Twain.

Somos cangrejos inadvertidos: el único viaje posible es hacia atrás y toda noción posible de esfuerzo no apunta más que a retornar al útero. Algunos, los mejores, eligen las formas de la épica, porque entienden que el latido es lucha contra la quietud; otros, los más, escogen ocultarse como ratas bajo escudos como las jerarquías, el oficio, la religión, el academicismo y la ilusión de las monedas, pero, en el fondo, todos elegimos la llana supervivencia, sencillamente, porque no estamos convencidos de que estemos haciendo lo correcto, con esto de respirar, erguirnos sobre dos patas, construir un lenguaje y salir al mundo como a un shopping de Tijuana. Sin embargo, no es este el asunto importante.

El asunto importante es que salí a andar en bicicleta al atardecer y, casi sin querer, los pedales me llevaron hacia mi barrio de la infancia y la juventud, allá en el idílico y árido oeste de Godoy Cruz. Las cosas han cambiado, pero no han cambiado: cada barrio tiene una banda sonora incidental que suena, mientras exista; cada barrio tiene una cadencia que los constituye por encima de las personas, porque las personas, se van, pero las calles y las casas permanecen, salvo que tu barrio sea el epicentro de un terremoto, como le pasó al mío en 1985. 

Casi todas las casas se fueron y los mayores, también. Y así es que ya no están los viejos del barrio: el Pocholo Naranjo y su porte varonil en el umbral, el Gaucho con su eterna camiseta blanca, Medina y sus puteadas ante los resultados de la quiniela, el silencioso don Carrizo, don Julio y su cara de malo y don Carmelo, el italiano dueño del bar, que servía los vasos hasta el tuje y echaba a patadas a los revoltosos. De hecho, ya no existe El Bar de Don Carmelo, en la esquina de Salvador Arias y Luzuriaga, aquel lugar al que entrábamos como se entra a un templo.

No todos se han ido: siguen allí dos Naranjo: el Nino y el Coco y don Miguel, enfrente, que con más de 80 sigue entrenando niños en el fútbol y don Chacón, quien manejaba carrozas y así de lento se mueve por los días, pero ya no está el alegre albañil chileno Melitón Monsalve ni Benvenutti ni el Tito Torres en su motoneta celeste ni don Guardia ni don Díaz ni el Diablo, aquel viejo hijueputa a quien tanto disfrutamos, con sus tonadas con guitarra imaginaria, sus gambetas inútiles y su indecible formar de beber y de reír.

Por supuesto, las madres también nos dejaron; contra toda promesa, hasta los úteros sagrados huyeron de nosotros. ¿Qué decir? Resulta que, en este mundo, y también en Godoy Cruz, las madres mueren y, a veces, con los delantales puestos y, siempre, con dolores en las espaldas, en una habitación de clínica del Pami, impersonal y silenciosa, que encubre las agonías y disfraza las despedidas.

Detengo mi bicicleta y, aquí, ahora, a punto de cumplir 50, está mi amigo el Luis Torres, un pendejo puro corazón con el que compartimos cosas inolvidables, sobre todo, el fútbol. Ahora, mientras lo abrazo, recuerdo la canchita que, con sus hermanos, hicieron en el lote baldío, que daba a la viña del Flaco Romero: uno de los palos del arco, era un olivo. Luis era arquero, sigue siéndolo; un arquerazo. Atajó algunos años en la primera de Independiente Rivadavia, en los ‘80, incluso en los torneos Regionales. Antes de irse a cada partido, pasaba por casa y le hacía yo una relajación, porque, allá por los ‘80, me hice vegetariano, leía budismo de zen, escribía haikus y construía, en mi pieza, bosquecitos invernales en miniatura, con palitos y piedras y caía a los asados con tartas de acelga, para que todos se me cagaran de risa en la jeta.

Ulises Naranjo y Luis Torres.

Luis era más chico y se pegó a mí con toda naturalidad. Nuestra banda nacional preferida era Don Cornelio y La Zona. Yo atinaba con los tres tonos en canciones como Tazas de té chino y Ella vendrá y Luis tocaba una batería hecha con baldes con un ritmo preciso y dedicado. Hubiera sido, de buscarlo, un gran baterista.

Nos unía el fútbol y el rock. Cuando él no entrenaba, nos colábamos por atrás en el club YPF con seis pelotas, junto con el Gringo Luciano Nicotra y nos poníamos a patearle al arco durante horas y horas. Yo era mayor que ellos y, al principio, le pegaba más fuerte que el Gringo y hasta le ganaba al cabecear, pero, al poco tiempo, jamás volví a ganarle por arriba y, además, aprendió a pegarle con un fierro y por estas dos cualidades, heredadas de mí, por supuesto, fue conocido a nivel nacional como marcador central en clubes como Godoy Cruz, Tigre, Platense, Ferro y Español. Hoy el Gringo es un exitoso representante de jugadores y jamás se olvidó del barrio y del Club Amistad.

Estaba por decir que siempre fue difícil hacerle goles al Luis. Su ídolo era sigue siendo el Pato Fillol y lo imitaba muy bien: reflejos admirables, voladas espectaculares, seguro con las piernas y también bajo los tres palos. Una vez, un campeonato nos encontró rivales y el muy cabrón me atajó un penal con la cara: el pelotazo, extrañamente, le dio en la jeta y se fue arriba del travesaño. 

Muy lejos hubiera llegado Luis Torres, si hubiera medido, no sé, 12 centímetros más y en esto me hace acordar a otro gran amigo, tremendo defensor, estilo Perfumo, un esclarecido del juego, que muy lejos hubiera llegado, también de medir también esos 12 centímetros más. Hablo de mi compadre el Rubén Sindoni.

Siempre nos quisimos mucho con el Luis; muchas veces, sentía que él se referenciaba especialmente en mí y eso me gustaba. Estuve, por ejemplo, cuando conoció a la Vero y se enamoraron como locos y se casaron y fuimos testigos, con mi entonces novia Celeste, y hubo casamiento barrial y corbatas incómodas y brindis y vals y, ahí nomás, nació el primero de sus hijos. Ahora, ya tienen seis y siguen juntos, porque, allá en el barrio, lo usual es que los compromisos y el amor duren una vida, siempre y cuando, permanezcas en el barrio y no te alejes de él con la excusa de que estudiaste y te va mejor, esos argumentos de traidores como el que suscribe.

Volvamos atrás. Decía que ayer, salí a andar en bicicleta y los pedales me llevaron de regreso a aquellas calles llenas de historias para mí y que allí estaba el Luis, arreglando uno de los vidrios de su viejo Renault 12, porque, mientras permanezcas en el barrio, las cosas las arreglás vos; vos y tus amigos y nadie le cobra a nadie. Y cuando digo cosas me refiero a todas las cosas, todas las imaginables, desde las contundentes como una puerta de auto, hasta las simbólicas y las emocionales.

Nos abrazamos. Nos abrazamos y nos reímos y él se acordó de cuando íbamos a correr al campo, hasta el pie de los cerros, cuando no estaban los barrios que crecieron más al oeste aún de nuestro salvaje oeste. No estaba La Estanzuela, ni el Corredor del Oeste ni el barrio Sarmiento ni los otros y, de pedo, estaba el Foecyt, toda una novedad, con ¡casas antisísmicas! Y, nosotros, ingenuos y lúmpenes sin rodaje ni visión, los veíamos como chetos, porque ni soñando soñamos imaginar que allí donde corríamos, esquivando chañares con maestría, entre jarillas y pencas, tomillos, piquillines y retamos, iban a levantarse los muros de Palmares, con casas que no veíamos ni en Falcon Crest o Dinastía y gentes rubias y hermosas,  con dentaduras completas, como de comercial de mayonesas.

El Luis sigue teniendo ese brillo de hermoso ser en el fondo de los ojos. Mientras ponía en pausa la app Runkeeper de mi estupendo teléfono, mi amigo me contó además que sus hijos mayores formaron familias, que es varias veces abuelo y que sigue entrenando niños arqueros y atajando en el Campeonato de los Profesionales y que termina los días cansado y le deprime saber que, a fin de año, cumplirá 50, pero así es la vida, compadre, dura menos que las canciones de Don Cornelio.

Volvimos a abrazarnos y me fui a visitar a mis familiares, a contarnos nuestras cosas. El tío Nino y el tío Coco, como corresponde, volvieron a putear a Macri y a contarme cómo superviven con sus sueldos de jubilados y me mostraron facturas de la luz y el gas y nos reímos, porque los Naranjo no lloramos en público -bueno, no mucho- y charlamos de las viejas carreras de bicicletas, del Negro Contreras y el Payo Matesevach, del Pocholo jugando de 5, de aquel esplendor de la bodega Arizu en Villa Atuel y de la zamba "La Compañera", que dice en una parte "Y en la soledad de mi pobre alma, cantaré, para recordarte y andaré sin tener un consuelo para mi dolor". 

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El tío Nino ya pasó los 90 y el tío Coco, el menor de los trece hermanos, ya tiene 80. Apenas quedan ellos, la tía Tonga y el tío Polito, que vive en USA o suponemos que vive, porque hace demasiados años, no supimos nada más de él. 

La casa es de adobe y es tan vieja, enclenque y noble como ellos. En el patio, había un cedrón con su aroma maravilloso, una higuera demoníaca y prolífica, un breve cañaveral, malvones y rosales y un gallinero con un gallo negro que, una vez, el muy cabrón, me picoteó el pito. Todo aquello también se ha ido para siempre. 

El Coco me ofrece Manaos, bebo y pienso que me agarrará la noche camino a mi formidable casa en Luján. Los abrazo y les doy muchos besos, esas cosas que hago cuando los visito, porque la verdad es que no dejo ni un momento de ver en ellos a mi padre. 

Activo Runkeeper, aunque no sé para qué mierda lo hago. Pedaleo como si nadara en las sombras y dejo atrás mi versión del paraíso y sostengo en el recuerdo una foto que tomé de los Naranjo en Uspallata, caminando, vencidos invencibles, hacia el crepúsculo y concluyo en que escribiré algo y publicaré esa foto y, como postdata, un poema que escribí entonces. Aquí voy, calle abajo, pedaleando apenas unos metros detrás de ellos, con una mueca de sonrisa en el hocico y tarareando "Vallecito de Huaco" entre bufidos; al fin y al cabo, de esto se trataba vivir y todo el resto, pues todo el resto sigue siendo literatura.

Ulises Naranjo

Postdata 

Miren a los Naranjo dulcemente envejecidos 

pasear por Uspallata y fatigar su Potrerillos: 

unos a otros hermanos, francamente parecidos, 

enormemente amigos, arrugas bien ganadas 

en sucesivos inviernos con rocío en el tomillo 

y cueca en el silbido y cerros con quebradas. 

Era el fútbol y la honda de horqueta de olivo, 

era el sueño del héroe redivivo: la épica 

de cazar liebres imposibles solo a pedradas 

y comer una costilla y volver hasta el zanjón, 

frontera inapelable del todo y de la nada 

-vacación de los pobres, mordiendo uvas robadas 

a un gringo colorado con casa de hormigón-. 

Como si hubiera dios, de rodillas se agradece 

esta sopa de sangre y cultura que enaltece.