Postales Mendocinas

Canción de amor y despedida a Felipe Ariel Robledo

Diseñador de vanguardia, niño maldito y romántico, buzo de apnea, viajero, ave nocturna, buscador perdido y lunático encontrado, toro tierno y ensañado, voraz, químico y físico, otro diamante loco que se extingue: el Negro ha muerto y es hora de recopilar un puñado de retazos de todo aquello que fue.

sábado, 9 de marzo de 2019 · 11:17 hs

“Se comió la vida a tarascones”, podría decir su epitafio. O “Estaba más loco que la mierda y medio metro por encima del piso”. O “Puro talento y rebeldía y el uno contra la otra”. O “La última vez, no hubo milagro del Oscuro Fénix”. No sé, o alguna sentencia por el estilo.

Felipe Ariel Robledo se ha ido y, nobleza obliga, debo honrarlo. Su latido, siempre enfurecido, se durmió en una terapia intensiva chilena, un lugar bastante estúpido para un toro, aunque, bueno, uno nunca sabe dónde morirá, pero uno puede saber dónde terminará viviendo y, en su caso, cuánto tiempo durará la fiesta, porque el Negro no quería vivir más allá de los 50 y partió a los 48.

Y resulta que, como uno está viejo, la lista de velorios sube como el puto dólar y desaparecen los cumpleaños de 15 y los bobos casamientos. Se ha muerto otro amigo y me hago cargo de mi obligación moral de despedirlo y de contar a medio mundo quién fue este adorable cabrón, con el que supimos prendernos fuego a lo bonzo muchas noches y apagarnos, horas después, con leñas y alcoholes. Cosas así, cosas asá: todos sus amigos bien saben de qué hablo y con ninguno de ellos dejó cuentas sin saldar, porque con tipos como el Boliviano, cualquier encuentro podía ser la despedida.

El Negro Felipe, en "su" Isla de Pascua.

Nos conocimos a principios de los ‘90 y lo primero que me impactó de él fue que todo, todo, lo hacía distinto y ese desaforo suyo por vivir, por desgarrar a cada instante el tejido de los días. Todo lo hacía como si fuese a morir en amanecer siguiente. Su psiquiatra, incluso, terminó siendo su amigo; mejor asá que así, concluyó el galeno. 

Él vivía, por entonces, en un viejo caserón de la calle Maipú -ya no recuerdo con quiénes-, una de esas casas en las que siempre pasa de todo. Y allí pasaba de todo. Yo vivía ahí cerca y acababa de separarme de un gran amor, una señorita de condición angélica y, entonces, bueno, qué mejor que aliarme con un demonio. 

Hacerse amigo del Negro Ariel o el Felipe o del mendocino al que le decíamos Boliviano, era una oferta encantadora e inquietante: costaba siempre seguirle el paso; era como descender con una antorcha por una caverna y, allá al fondo, todo se abría y era loco y bello y había un altar diseñado por él mismo, donde el tipo oficiaba de sumo pontífice, con su labrador Pascal, a sus pies. Le gustaban los amigos, tanto que sus cumpleaños estaban llenos de gente linda de verdad y, quizás, también por tanto de eso, terminó sus últimos años en solitario en la isla de Pascua, bien lejos de esta provincia ortiba, chata y carroñera, en la que solo te salvan los amigos y los hijos, si es que te atrevés a semejante cosa.

Uno de sus sillones, gentileza de archivo documental de la Fundación del Interior.

El Negro Felipe fue un diseñador de vanguardia de Mendoza, uno excepcional, uno romántico, dadá y ecléctico, el más extraordinario que, al menos, yo conocí. Todo lo hacía con elementos reciclados, también su construcción de los días. Tres veces hizo el ingreso a la facultad, hasta que los profesores enloquecidos por sus locuras, finalmente, le permitieron entrar (así sucede cuando las instituciones se topan con los genios) y después aprendieron a permitirle de todo -por amor y por temor, para el caso, es lo mismo-, como que entrara en moto al aula o hiciera cómplice a medio mundo de sus locos diseños y que siempre contrariara toda regla. 

Fue el primero -hasta donde sé- que hizo muebles con duelas de bodegas y también trabajó el mármol con un primor insuperable; creo, incluso, que una vez le escribí el catálogo de una gran muestra de muebles de mármol -sobre todo vañitorys- que hizo, ya no recuerdo dónde mierda; bueno, tal vez, lo hice, tal vez, no. Me acuerdo que íbamos juntos a La Favorita, donde hay una fábrica de mármoles y pasábamos horas allí, buscando él lo que nadie querría: el retazo, el saldo abandonado de piedra perfecto. La belleza, para él, y para algunos como él, brotaba del abandono.

La Torineta y sus barricas.

Como buen diseñador industrial, pionero del Ecodiseño en Mendoza, le gustaba recoger basuras de las calles chetas y de las otras con su Torineta -un Torino que convirtió en camioneta- y transformar esos desechos en algo hermoso y deshacerse rápido de esa obra, para seguir buscando otras formas de la hermosura. Recuerdo cuando algún cabrón de la muni de Capital le secuestró la Torineta porque algún vecino cabrón de la Sexta denunció que el vehículo estaba siempre en su esquina de Alpatacal y Ferroviarios, lleno de hojas y tierras, como a él le gustaba, lleno de hojas y tierra. Recuerdo que me escribió desde Pascua y que hice una nota en Mdz, que fue muy leída, y un par de amigos abogados se ofrecieron de onda, porque lo querían y creo que fue finalmente el Diego Carbonell el que terminó haciendo la gestión para que se la devolvieran.

Una vez, hizo de una bañera un sillón; otra vez, un sillón muy hermoso con respaldares de camas, tan bello era que se lo regaló a sus perros, el incomparable Pascal -que andaba su scooter blanca con él y fue el ser que más amó en la puta vida-, la Hormiga y la Pola: si lo visitabas los perros pajeros estaban sobre el sillón y a vos te daba una silla o un banquito. También me acuerdo de que hasta recibió unos de esos premios caretas que entrega el Consejo Empresario Mendocino.

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En otro momento, transformó el patio de su casa en un bar: puso una barra y preparaba alguna comida y colgaba sus obras de arte por todo lugar: bajando del techo, en el baño, en los rincones. Vos llevabas tus vinos y él los abría y te servía y le servía a los que tenían los vasos vacíos, aunque no los conociéramos, así era el Felipe. Y los 19 de julio, festejaba su cumple siempre con locro y empanadas en el horno de barro, que hacía junto a su amado padre, don Roque, un ex músico de la banda del Ejército y su vieja, doña Ana, maestra jubilada que supo parir cuatro hijos. Y, bueno, los dos murieron: cuando murió su amado padre, aquel al que le dio en mano y con lágrimas su título universitario, el Negro -en un arrebato más- puso las cortinas de la sala velatoria como irónico adorno sobre el cajón abierto y, cuando murió su madre, mientras la velaban en la calle Maipú, el Negro hizo un asado en la acequia. Así era él, el que ya no es.

Una vez, hace unos 25 años, fuimos relocos a un supermercado Vea y, sin querer queriendo, nos choriamos el carrito calle arriba, charlando, charlando y, al día siguiente, le escribí este texto, que fue parte de un libro, "100 Canciones Tristes", que nunca quise publicar: 

14/ Ariel

Hoy, veintinueve de agosto, me parece que muero. Aquí va mi testamento: al Marcelo le dejo la campera negra, el equipo y la perra Pascal y a la Valeria las frazadas y las sábanas, que le gustan. Ariel pegó su última voluntad en la pared de la cocina. Ya no le quedan voluntades; por eso, diez días después, estamos en el supermercado. Tiene los ojos rojos y hay una piolita que une su tobillo y mi muñeca, para que no haga plop contra el techo. Compramos un pedazo de carne y cebollas y cervezas y salimos descarrilados. ¿Viste? también hay chorizo y morcilla; la perra tiene onda; me operaron el pie; somos vecinos; el cabaret ese de minifalda roja me enganchó una promoción de mayonesa; la cocina de casa está llena de guitarras y hay lápiz y papel en la entrada para que dejen mensajes. Al fin, se calla. Hace diez cuadras que empujamos el carrito hacia cualquier país. Voy a hacer una fiesta en casa, dice Ariel, que vaya el chabón que le pinte. Se ha hecho de noche y, otra vez, Ariel no se muere; cada vez se vuelve más niño, se le quiebra la voz y pierde fuerzas a la hora de empujar nuestro carrito. Tiene ganas de treparse y pedir chocolates de amor permanente en el supermercado de la ausencia. Descansemos. La plata no hace la felicidad, pero -al menos por unas horas- gastarla en supermercados apacigua los tiritones de los nervios, las espinas del cerebro, los moscardones sanguíneos y la convención de ancianos mugrientos que habita este par de corazones. Abramos otra cerveza

Negro culiado, ahora, resulta que estás muerto, como siempre quisiste. ¿Te acordás de cuando me colé a las 3 de la mañana a rescatarte de Investigaciones? Estabas esposado a una silla, de a espaldas a otro amigo, también esposado -que, por las dudas, no nombro-, armando un quilombo bárbaro y les dije a los canas que era periodista, que los liberaran inmediatamente, que me hacía cargo, que iba a escribir una nota y que no fueran malitos y que le pusieran un poco de onda y que era viernes por la noche y que se los rogaba por Dios y María Santísima y, al fin, me dijeron que bueno, que me los llevara, pero lo más lejos posible, porque estaban hartos de soportarlos allí. Y salimos a la calle y nos subimos a mi Escarabajo y seguimos de bar en bar, como palitos desatendidos zanjón abajo, hasta que el sol vigilante nos puso a arder los hocicos, otra vez.

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Ahora, un problema renal o diabético o algo así o asá o un tumor o un paro o lo que puta sea, te llevó puesto. Fuiste. Te moriste después de pasar por varias vidas y me acuerdo de cuando te fuiste vivir a la India y te pegó fuerte la meditación y me contabas y yo, igualmente, no te creía nada, porque la reflexión y el sosiego nunca fueron tus fortalezas. Después te fuiste a Chile, solo, como perro malo, y te dedicaste al buceo de apnea, sin apoyo de tubos de oxígeno y pescabas lo que comías y comías lo que pescabas con humildes pescadores y me invitabas a ir a vivir tu vida de pescador y te decía que sí, que ya iba, pero nunca fui. Y de ahí saltaste a la Isla de Pascua y te aferraste de maderas y piedras y recuerdo que construiste un restorán y pescaste al amanecer y bebiste al atardecer y viniste una vez a Mendoza y viste a algunos, pero hiciste saber que te sentiste más solo que nunca en tu puta ciudad, más solo que en tu soledad peninsular, charlando con moáis de bueyes perdidos. Entonces, mejor no volver o mejor_ entonces, no dejar de irse.

No hace mucho, enviaste este texto a algunos de tus amigos: "No tengo frío nunca, ni miedo a nada; ni a los terremotos, ni a los tsunamis, ni a los bombardeos. Ni al hambre, ni a los robos… Ni a la muerte… No dudé nunca lo que deseo... solo lo hago”. Y también “No pienso vivir más allá de los 55 años. Estoy esperando con calma la muerte. Por eso, largué todo y me dedico a viajar... No pretendo nada, cada vez tengo menos y viajo más...”.

Adiós, Negro Ariel.

Así es la cosa, compadre. Yo, bueno, nada, solamente quería dejar caer un par de párrafos, para que acompañen a los que te quisieron –que fueron muchos y prefiero no nombrar a ninguno, porque me olvidaré de mil– y para que, aquellos que, al verte venir, se cruzaron de vereda, sepan quién fuiste, tremendo animal herido. 

Viviste sin pedir permiso y te fuiste sin avisar y dejaste abandonado a tu amado pino de la Sexta. Eso es todo. Buen viaje, amigo, espero que hayas sido todo lo feliz que reclamaste a gritos. Esta vez, pájaro en llamas, pez espada, avispa zumbona, rinoceronte blanco, esta vez, Felipe Ariel Robledo, ya no renacerás de tus cenizas.

Ulises Naranjo.