Presenta:

La decadencia de Chávez, el pobre tipo

Se movía rápido, hablaba en un volumen alto, resolvía. Usaba un tonito doctoral y peyorativo. Nunca se sintió parte. Jamás se sentaba: como máximo se apoyaba en el marco de la puerta. Era como un turista en la escuela. Los chicos le profesaban una mezcla de admiración y temor. Era un langa, un ganador, sin embargo, la vida te da sorpresas; sorpresas te da la vida. Aquí, un elevado texto del escritor y docente José Niemetz.
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ELVIEJODELITERATURA


(Historieta con aire sainetero sobre ciertos episodios antojadizos de nuestra cotidianeidad escolar)



Capítulo Nº10



POBRE TIPO



Maldita gripe: la de uno, vaya y pase, pero la de los demás… esos rostros en agonía, como pidiendo auxilio, esos ojos llorosos, esos mocos brillando, esas toses y estornudos salpicándolo a uno… Definitivamente: maldita gripe.

Como si todo eso no alcanzara para definirnos como unos infelices, para que la experiencia alcance límites extremos, además hay que ir a la mutual. Escenario donde todo es agravado a límites tarantinescos gracias a ese muchachito de piercing en el lóbulo de la nariz, expresión de no haber dormido, ni haberse bañado; hay que reconocer que el pibe se esmera por atender cada vez peor a la gente; como yo tenía el número 85 e iba por el 74, me había dado tiempo más que suficiente para acordarme de su mamá, de su tía, de su lora… y aún me quedaba un largo rato para ocuparlo con el resto de sus familiares.

Bueno, la cosa es que estaba ahí, eligiendo mis mejores insultos, aguardando por una orden de consulta para uno de mis niños engripados, cuando sucedió lo que les contaré…

¿Es o no es? –me pregunté mientras creí reconocer al sujeto de espaldas. No, no puede ser… ¿O no? Che… ¡no puedo creerlo!

Como tantos “profesionales”, (porque para muchos ingenieros, contadores, abogados, médicos..., los docentes no son profesionales), el ingeniero Roberto Chávez (59, casado, dos hijos, separado, bastante pirata) había llegado como cientos, miles, al colegio (Escuela Técnica) a mediados del 2001, con más hambre, que una debida formación pedagógica, empujado por la malaria y la mishiadura general que se sufría por entonces en la actividad privada. Ámbito en el cual había manejado durante casi veinte años,  una pequeña pero exitosa empresa constructora. En aquel momento impresionó a las colegas por su traje impecable, su colonia importada, su bigotito recortado con un primoroso esmero, su auto carísimo y su segura actitud frente a cuanta situación se le planteara. Dictaría Dibujo técnico en varios cursos del Polimodal.

Serán unos meses… supongo que esta crisis pasará pronto –se apresuraba en decir a cualquiera de nosotros cuando se le acercaba.

Se movía rápido, hablaba en un volumen alto, resolvía. En las reuniones de profesores, iniciaba sus intervenciones utilizando un tonito doctoral y peyorativo con frases tales como “es que ustedes los docentes…”. Nunca se sintió parte. Jamás se sentaba: como máximo se apoyaba en el marco de la puerta. Era como un turista en la escuela. Se burlaba abiertamente de la psicopedagoga y de sus demandas, sugerencias y observaciones. A la preceptora la ninguneaba sin ningún tipo de escrúpulos. Nunca entraba a tomar café a la sala de profesores “son todas una cotorras insoportables”, decía con tono langa. Nunca participó en ninguna capacitación (cuando no tuvo más alternativa, y muy contradiciendo sus propias convicciones –“dibujo técnico es en el tablero, con Rotring”- “aprendió” algo de AutoCad, sin embargo lo que sabía era menos de lo que ya traía la mayoría de los alumnos desde sus casas).

Los chicos le profesaban una mezcla de admiración y temor. En clase pasaba de contar un chiste sobre un gallego al que la mujer lo engañaba, a amonestar a quien se riera por más de 5 segundos (el primer día de clases tenía por costumbre tomar una calculadora y preguntar:

A ver… ¿cuántos son ustedes?
37 profesor –contestaban los alumnos.
37, ¡ahá!, muy bien… 37 por 75% es 27,75. O sea… de los 37 que son ustedes 27 ó 28 se llevan la materia. Sí o sí.
 
Sus arbitrariedades eran tema de comentario a lo largo de todos los corrillos de la escuela. Los chicos, los padres, los colegas, los preceptores…. Todos hablaban de su índice de desaprobados. Él lo ostentaba como un trofeo.

Pasó el 2001. Y fueron pasando los que le siguieron. A veces el tiempo pasa, a veces el tiempo queda, pero a veces el tiempo arrasa, devasta, derrumba. Esto es lo que pasó con el tiempo de Chávez. Al reconocerlo en la cola lo descubrí, con el mismo traje de siempre (pero como su dueño, arrasado por el desgaste del tiempo), encorvado, el bigotito deshilachado, el nudo de la corbata casi sobre la solapa…

¡Pobre tipo! Me dije recordando lo que era hacía sólo unos pocos años atrás.

Luego supe que cuando la crisis pasó y la construcción se fue reactivando, el tipo intentó volver a la actividad privada; su lugar estaba ocupado por cientos de muchachitos fashion recién recibidos. Vanamente golpeó puertas en decenas de empresas constructoras y en el ámbito del gobierno municipal.  La esposa, harta de su carácter (y de las noches de cabaret), aprovechó la oportuna muerte de un cuñado y se fue de la casa a vivir con una hermana menor.

Chávez bordea los 60 y ya no habla fuerte, camina despacio por la escuela con el cuadernito-libreto de clases bajo el brazo (en cierta oportunidad los chicos de 5º le escondieron el cuaderno en el baño; Chávez sufrió una descompensación en su presión, hubo que llamar al Servicio de Emergencias; sus clases se suspendieron hasta el día en que la celadora encontró el ensopado cuaderno).

El facineroso del piercing cantó “81”. Me acerqué a saludar a Chávez. Al tocarle el hombro, volteó despacio la cabeza y me miró. En un primer momento pareció no reconocerme.

- Hola Chávez. ¿Qué anda haciendo por acá?
- Ah, hola, hola – respondió con voz trémula.
- Soy yo. Niemetz. De la Escuela… el de literatura… ¿me ubica?
- ¿Ah? Sí. Sí –creo que no tenía la menor idea de quién le estaba hablando.
- ¿Se siente bien, Chávez?

Y es acá donde quería llegar porque es acá donde sucedió lo que sucedió. Me tomó las manos primero, los brazos después y finalmente me abrazó con todo su ser. El tipo mal afeitado (olor mezcla de naftalina, transpiración y colonia barata) lloraba como un niño al que se le derrumbara el helado.

- Chávez… ¿qué pasó? –intenté calmarlo rezando para que nadie en la mutual me reconociera.

Lo llevé a sentarse a unos bancos y ahí me contó que le había salido no sé qué en la próstata, que se tenía que operar urgente, que la mutual no le cubría casi nada, que tendría que vender el auto, que….

Ahora que lo escribo me doy cuenta que busco metáforas para describirlo, en la caída de las Torres Gemelas. Tal vez en él se ve de una manera descarnada lo que el trabajo docente le hace a nuestros cuerpos. En el caso de Chávez todo se agravó por la falta de vocación absoluta con que ingresó a la docencia.

Al ser un extranjero, un impostor,  en el sistema educativo, cuando el sistema educativo lo atrapa, resulta morbosamente interesante lo que sucede. (Como cuando de chicos poníamos una hormiguita negra en el hormiguero de las coloradas). El tipo era como un turista que se quedó encerrado. El “lo-mío-es-por-unos-pocos-meses”, se convirtió en el resto de su vida.

“Sólo vine hablar por teléfono” es un extraordinario cuento de García Márquez. Muy recomendable para leer con jóvenes de 16-17 años. Por una sucesión de hechos desafortunados, una mujer pide prestado el teléfono en un manicomio para pedir auxilio mecánico, diciendo: solo vine a hablar por teléfono. Nadie le creyó, como a Casandra. Nunca más saldrá de ahí. El ingeniero Chávez que sólo venía por un ratito, se quedó encerrado en la escuela y cuando quiso salir, diciendo que él no era docente, que él era otra cosa, nadie le creyó.

- ¿Y ahora qué? –me preguntó lloriqueando, casi desesperado por conocer la respuesta.
- ¿Cómo? –respondí preguntando porque tardé en comprender.
- ¿Y ahora qué? ¿Y ahora qué? ¿Y ahora qué?

En muy poco tiempo Chávez había perdido a su mujer, su casa, su auto, su traje, su bigotito, su profesión. Chávez había perdido su salud. Chávez había perdido todas las certidumbres que sustentaban su vida (y lo peor: no fue capaz de trasformar su incertidumbre en una oportunidad de recrearse). Chávez fue un pésimo lector de su propia biografía. La moledora de carne en la que tantos estamos, continuó indiferente su tarea.

Cuando en un recreo conté esta anécdota en la sala de profesores se balbuceó un “mirá vos, pobre tipo”, y todos seguimos abocándonos en avanzar sobre nuestro té con Criollitas y en profundizar lo que estábamos hablando antes de que yo importunara con la anécdota. De alguna manera estamos tan mal como Chávez. Estamos tan atrapados por la ficción que narran nuestros ombligos/espejos, como Chávez dentro de la escuela. El texto que mejor debiéramos leer, (nuestra propia biografía), es al que menos atención le damos. A veces me parece que nos está quedando como el traje de Chávez.

(Pobre tipo).