Desregulación del vino: ¿modernización o renuncia estratégica?
Los autores hacen un análisis crítico de la resolución del INV que deroga normas, controles y regulaciones.
La reciente Resolución 37/2025 del Instituto Nacional de Vitivinicultura (INV), que deroga casi un millar de normas, ha sido presentada por el Gobierno como un acto de “modernización” y “simplificación administrativa”. Es innegable que el andamiaje regulatorio del sector vitivinícola, acumulado durante décadas, necesitaba una revisión profunda para eliminar redundancias y burocracia estéril. Sin embargo, un análisis detallado de la reforma revela que sus efectos van mucho más allá de una simple limpieza normativa. Estamos, en rigor, ante la reconfiguración más profunda del control vitivinícola desde la creación del INV en 1959.
La medida no "desregula", sino que "re-regula": traslada la responsabilidad del control desde el Estado hacia el mercado y desplaza la fiscalización desde el proceso productivo hacia el producto ya terminado. No es una optimización del sistema existente, es un cambio de régimen.
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Y como en todo cambio de esta magnitud, es imperativo preguntarse qué se gana, qué se pierde y, fundamentalmente, quiénes ganan y quiénes pierden.
El corazón de la reforma es el abandono del control preventivo y continuo. El INV dejará de supervisar el viñedo, la cosecha, la elaboración y el transporte para concentrarse exclusivamente en el vino embotellado. Esta decisión desactiva la piedra angular de la trazabilidad que dio sustento a la calidad y reputación del vino argentino: el Certificado de Ingreso de Uva (CIU). El CIU no era un mero trámite; era el "momento cero" que permitía reconstruir la cadena de valor, acreditando origen, kilos y, crucialmente, el tenor azucarino de la uva, dato indispensable para verificar la consistencia entre la materia prima y el volumen de vino finalmente producido. Al volver optativo este dato, se abre una puerta a la competencia desleal mediante la adulteración o dilución, prácticas que abaratan costos en detrimento de la calidad y del productor honesto.
Esta nueva arquitectura de control genera una profunda redistribución de poder dentro de la cadena. Los grandes jugadores, con laboratorios propios y capacidad para costear certificaciones privadas, podrán adaptarse e incluso beneficiarse de un mercado menos transparente. Pero los eslabones más débiles quedan en una posición de extrema vulnerabilidad.
¿Cómo podrá el pequeño productor, cuya propuesta de valor reside en la identidad de su terroir, defender el origen y la calidad de sus uvas si la certificación se convierte en un servicio privado y costoso? ¿Qué herramientas tendrá para competir si un operador de mayor escala decide mezclar uvas de distintas regiones, erosionando el valor de las indicaciones geográficas que tanto esfuerzo costó construir?
El riesgo no es solo económico, sino también sanitario y reputacional. La historia del vino mundial, con episodios como el del metanol en Argentina o el dietilenglicol en Europa, demuestra que el control tardío, sobre el producto en góndola, es insuficiente. Cuando se detecta una adulteración, el daño ya está hecho, no solo para la salud del consumidor, sino para la credibilidad de todo un país productor. La confianza, un activo intangible construido durante décadas, puede evaporarse en un instante.
Quizás la consecuencia más estratégica y menos visible de esta reforma es la renuncia del Estado a una forma de conocimiento público. Durante más de 60 años, el INV generó series estadísticas de incalculable valor: superficie por variedad, volúmenes de cosecha, stocks, destinos de elaboración. Sin esta información, no hay política pública posible. No se pueden diseñar programas de reconversión varietal, administrar sobreofertas, arbitrar en conflictos entre el mercado del vino y el del mosto, ni medir la productividad del sector. Sin datos públicos, prevalece el discurso, y el discurso, en un mercado con asimetrías, lo impone el actor con más poder.
Reconocer la necesidad de simplificar no implica aceptar un vaciamiento funcional. Una crítica propositiva debe buscar una tercera vía entre el inmovilismo burocrático y una desregulación que pone en jaque la equidad y la calidad. La modernización es posible y necesaria, pero debe ser inteligente.
Proponemos, en primer lugar, mantener un sistema de trazabilidad de origen obligatorio, pero simplificado y 100% digital. El Estado no necesita miles de inspectores en las fincas, pero sí necesita el dato primario que garantice el origen y la calidad de la materia prima. En segundo lugar, se podría avanzar hacia un esquema de certificación público-privado, donde el INV establezca los estándares y acredite a los certificadores, asegurando la accesibilidad y la transparencia para todos los productores, independientemente de su escala.
El rol del INV debe ser redefinido, no suprimido. En lugar de un mero controlador burocrático, debe transformarse en una agencia de inteligencia estratégica para el sector, enfocada en el análisis de datos, la vigilancia de mercados y la promoción de estándares de calidad. La paradoja de esta reforma es que, al vaciar al organismo de sus funciones centrales, se crea el argumento perfecto para justificar su futura prescindencia.
La reputación del vino argentino se construyó sobre la base de la confianza, y esa confianza se sostuvo en un sistema de control que, aunque perfectible, garantizaba la trazabilidad desde la uva hasta la botella. Desmantelar esa infraestructura no es modernizar; es renunciar a una herramienta estratégica que permitía equilibrar poder en la cadena y proteger al productor y al consumidor. La pregunta que debemos hacernos como sector y como país es si estamos dispuestos a pagar ese precio.
*Natalia Palazzolo. Politóloga y Doctora en Ciencias sociales. Luis Coita Civit. Ingeniero agrónomo, Enólogo y Productor. Integrantes de CEPA

