Crónica de viaje XIX: la rebelión de los pasajeros clandestinos
Un viaje entre calor, goteras y fronteras difusas: crónica de una noche larga cruzando de Ecuador a Perú en colectivo.

Desde Lima, Perú- Una gotera despertó la ira de una señora de casi cuarenta años. Quería dormir, o al menos intentarlo. Pero las gotitas del aire acondicionado que caían sobre sus piernas fueron la gota que rebasó el vaso cargado de pociones para el insomnio: el sonido de los celulares que reproducen videos de TikTok, el llanto de un bebé y la conversación telefónica de un marido que le avisa a su mujer que llegará a la terminal antes de las 8. Todo esto ocurre en un colectivo nocturno de larga distancia que tiene por objetivo cruzar la frontera de Ecuador y Perú, y llegar a la ciudad Piura, donde el mar moja los labios del desierto.
Al malestar generalizado que expresa esta señora, aunque no era la única de malhumor, hay que sumarle el importante calor que hacía en ese colectivo. La empresa sobrevendió los pasajes y unas 15 personas viajaron 10 horas sentadas en el piso del pasillo que divide las dos hileras de asientos. Esto generó que el calor humano creciera y le ganara la pulseada a un aire acondicionado que no alcanzaba a enfriar, pero igual daba la batalla.
—A ver, pasajeros— introdujo el chofer minutos antes de salir de la terminal de Cuenca, Ecuador, en la víspera de la Semana Santa. —Hay personas que no pudieron comprar el pasaje y necesitan viajar sí o sí. Decidan ustedes si quieren que viajen o no.
Cuando el chofer terminó de hacer la propuesta, varios de los que querían viajar sin pasaje ya estaban parados arriba del colectivo, mirando atentamente el escrutinio de la votación, con muy pocas ganas de perderla. Algunos hicieron sus planteos, a favor y en contra.

—Sí, que viajen, pero salgamos ya— reclamó un hombre molesto con la media hora que llevaba la salida.
—No se puede, eso es ilegal. Además, es peligroso— planteó una de las señoras que viajaba en las primeras filas.
—Si les van a cobrar el pasaje, que nos devuelvan el dinero a los que ya pagamos.
Luego se pasó a una votación a mano alzada de la que nadie tomó un registro demasiado serio y los pasajeros sin pasaje terminaron viajando. Algunos de estos, las mujeres, se amontonaron en la cabina del conductor. Otros consiguieron una especie de almohadón de asiento y se sentaron en el piso, y otros improvisaron un banquito de madera con el material que había en la terminal y con lo que encontraron arriba del colectivo. Así viajó un peruano con un aliento a perro, sentado al lado mío.
Días atrás, me habían advertido que los pasajes podían agotarse por la Semana Santa, así que fui a la terminal dos días antes para comprarlo. Elegí ventana y me quedé tranquilo. Cuando me senté en el asiento que había elegido, se acercó una pareja y me preguntó si podía dejarles mi asiento e ir una fila más adelante y sentarme en el pasillo, así ellos podían viajar juntos. No sé si fue mi entusiasmo o mi fascinación por las historias de amor, pero les dije que sí. Después de sentir el aliento de ese hombre, me arrepentí automáticamente.
Empezó el viaje y el calor se hizo sentir. Confirmamos que no salía aire frío de la ventilación. Un hombre propuso pedirle al chofer que suba el aire para que baje la temperatura. Lo hizo y no tuvo éxito. Uno de los que viajaba sentado en el piso propuso abrir la única ventana posible: la salida de emergencia; las demás estaban selladas. Se armó una comitiva de cuatro, que me tocó integrar, para intentar que ingrese aire fresco por esa ventana. También fracasamos. No había forma de que se mantuviera abierta sin ponerle algo que hiciera tope. Una señora donó a la causa su botella de plástico, pero el movimiento del colectivo la desplazaba y finalmente se cerraba esa ventana que parecía un faro de esperanza, pero fue una muralla de frustración.
Cuando el chofer vio a la comunidad organizada intentando abrir una salida (algo completamente prohibido por la ley, pero la inflexibilidad de la ley ya había quedado en el camino cuando el propio chofer aceptó sobrevender el colectivo y que viajaran personas sin pasaje), no le quedó más remedio que aceptar la situación y prender el aire acondicionado.
Un par de horas después volvió el conflicto. La gotera que caía sobre la señora volvió a reunir a los pasajeros para intentar resolver el asunto y no apagar el aire acondicionado. Se buscó hacerlo de distintas formas: pegar algunos plásticos para desviar la gotera y que no caiga sobre el asiento, se intentó limpiar bien la humedad del filtrito de aire que caía sobre su cabeza. Pero no hubo caso. Finalmente, uno de los pasajeros donó su campera con capucha para que la señora pudiera cubrirse e ignorar el goteo que le interrumpía el sueño. Ella, con cara de pocos amigos, aceptó.
Dos horas más tarde llegamos a la frontera, cerca de las 3. Algo pude dormir, pero poco. Ahora, todos abajo con pasaporte en mano. Una larga fila para sellar el pasaporte de salida de Ecuador. Después otra para sellar el ingreso a Perú. En la fila lo encuentro al peruano con mal aliento y miro para otro lado para que no se acerque a hablar. Percibo que se palpa los bolsillos y me imagino la cara de preocupación. Cuando llega su turno en la fila se presenta y no saca un pasaporte. Muestra una cédula amarilla y plastificada.
—Eso está vencido— le dice la agente migratoria. —No puedes pasar.
—¿Y qué hago?
—No sé, pero por acá no pasas.
Agachó su cabeza y se fue. Salió de la oficina, sin sellar su pasaporte de salida de Ecuador ni su ingreso a Perú. Claro, pero al salir vio que estaba el colectivo, que sí iba a cruzar la frontera. Así que se subió y se sentó nuevamente como uno más. Luego de pasar la frontera, se subió un grupo de pasajeros que se habían bajado unos metros antes del control migratorio. Dios sabrá por dónde cruzaron de país, pero seguro que no lo hicieron como el resto de los pasajeros.
Cerca de las 8 de la mañana llegamos a Piura. Calor y humedad. Y lo de siempre en cada terminal de colectivos. "Taxi, chico. Taxi". "¿A dónde va? Lo llevo". "Gracias, gracias" y a otra cosa. En ese momento vi al peruano de mal aliento hablando con la policía. Nunca supe si él estaba notificando a las autoridades de lo que había pasado o si estaba por ser arrestado o algo parecido. Lamento no haberme quedado para averiguarlo y darle a este artículo un mejor cierre. Pero estaba muy cansado.
Caminé al hostel y me di un primer pantallazo de esta ciudad que inspiró a Vargas Llosa para escribir varias de sus novelas y a mí para escribir este artículo. En esta ciudad me recibió el ceviche, la chicha y una ruleta muy hostil. Lo cierto es que ya estoy en Perú, tierra donde llegan alfajores y potes de dulce de leche, donde el vino argentino tiene más presencia que el chileno y donde se pueden enchufar productos argentinos sin necesidad de adaptadores. Algo no menor para los tiempos que corren.

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