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Crónica de viaje XII: en la noche oscura, el mar sube la perilla

El mar brilla con cada movimiento, el surf queda atrás y el carnaval se vive en la piel. Un viaje entre luces, olas y maicena.
Los secretos el mundo subacuático en la plena oscuridad tica. Foto: Gentileza Quique Gurevich (@quique_gurevich)
Los secretos el mundo subacuático en la plena oscuridad tica. Foto: Gentileza Quique Gurevich (@quique_gurevich)

De noche en el mar la oscuridad puede ser total. Solo algunas pocas estrellas iluminan el camino en Bahía Ballena, uno de los refugios pesqueros en Costa Rica. Cuando el motor del bote se apaga, el silencio se adueña del espacio y, al prestar atención al entorno, se puede escuchar el impacto de los pececitos que saltan por la superficie. Al paisaje de plena pura vida hay que sumarle un fenómeno natural que al describirlo parece estar más relacionado con drogas psicodélicas que con una reacción química que se produce dentro del agua. Se trata de la bioluminiscencia marina.

Una reacción química, generada por el oxígeno en movimiento (el agua se compone de dos de estas moléculas y una de hidrógeno), que se expresa en el mar iluminado con luces. Cada movimiento en el agua remueve el oxígeno y despierta la reacción de la luciferasa, una enzima que actúa sobre la luciferina. En síntesis, el mar se ilumina con el movimiento humano.

Y a mayor movimiento en el agua, mayor es la luz que ilumina este pedacito mágico del Golfo de Nicoya. Basta con agitar la mano en el agua para sentirse en una escena de Alicia en el País de las Maravillas. Y después uno termina saltando en bomba desde el bote para que exploten las moléculas de oxígeno y suban la perilla de la fantasía.

La magia también está en que casi no se pueden sacar fotos. Un golpe duro para los viajeros que quieren mostrarlo todo en sus redes sociales. Aquí, la naturaleza también impone un límite. Es muy difícil que el lente de los celulares o de las cámaras registren la luz que sale del agua. Nadie puede explicar por qué. La luz se ve nítida dentro del agua pero casi no queda registro de ese momento salvo alguna que otra mancha blanca en el mar. Igualmente, viendo esa maravilla es difícil que alguien quiera salir del agua para tomar una foto.

En esta aventura me metí con un grupo de viajeros que conocí en el hostel de Santa Teresa, un grupo de argentinos, uruguayas y chilenas. La falta de densidad histórica, política y cultural que tiene Costa Rica se contrarresta con toda la riqueza de sus playas, sus selvas, manglares y biodiversidad. No sé si se compensa, aunque tampoco sé qué prefiero. Pero sí es algo que me parece distinto a la experiencia que tuve en México o Cuba, por ejemplo.

Por otro lado, anuncié mi retiro del surf, después de tres días de intensa actividad, unas seis sesiones, como le dicen acá, a lo que yo podría llamar “metidas”. Me lastimé lo suficiente, o lo que yo considero suficiente, para dejar la actividad y dedicarme a hacer lo que más me gusta hacer en la playa: tirarme abajo de una sombra y leer. Mis rodillas y mi abdomen dijeron basta. La tabla de principiante tiene una alfombra que se convierte en una lija con el agua salada y la arena de la playa. Por allí uno tiene que deslizar su pecho y sus rodillas para pararse y surfear. El límite llegó cuando vi sangre. Además, en una ola no terminé de pararme bien y puse todo el peso de mi cuerpo sobre lo que sería el dedo índice del pie que se hinchó y a las pocas horas parecía una batata.

Pasada la actividad de riesgo, volví al placer de la playa. Tirado bajo la sombra de una palmera terminé de leer por segunda vez “El hombre que amaba a los perros”, de Leonardo Padura y arranqué con la biografía de Severino Di Giovani, de Osvaldo Bayer.

Termino de escribir estas líneas un domingo a la mañana. Son las 9 en Barranquilla, Colombia. Ayer fuimos con Nahuel, de quien bastante ya hablé en estas columnas, a festejar el carnaval acá en Barranquilla. Llegamos a la calle 50, que, a lo largo de 10 cuadras, se convierte en un boliche al aire libre, con carpas y parlantes para bailar cumbia, reguetón y salsa. El clima festivo se veía por todos lados: en el polvo blanco que colmaba la cara de los que bailaban. Era maicena. A simple vista, resulta llamativo llegar a una fiesta en Colombia y ver polvo blanco por todos lados… pero era maicena.

Volvimos al hotel a la 1, con el cansancio de varias horas de viaje. Antes de dormir agarro el teléfono y veo que el presidente Milei se peleó con el diputado Facundo Manes; que el principal asesor presidencial 'golpeó' al neurocientífico; que mis compañeros tuvieron que trabajar incómodos y amontonados porque al Gobierno no le gusta la libertad de expresión; que el recinto estaba vacío; y que, tras semanas de tensión, el presidente salió victorioso de una nueva apertura de sesiones.

En otro momento de mi vida, habría escrito sobre todo eso este domingo. Hoy me toca narrar la bioluminiscencia marina y los carnavales en Barranquilla. Tal vez a aquel Antonio, de saco y camisa, le hubiese costado entender que el 1 de marzo de 2025 no estaría escuchando al presidente en el Congreso. Y, una vez más, la misma pregunta: ¿cuántas vidas hay dentro de uno?

Ilustración Quique Gurevich