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Desactivar las minas del discurso público

Gritos, descalificaciones y una tendencia a potenciar los discursos de odio. Urge formar una nueva generación de enunciadores políticos en retórica y ética del discurso, que asuma la delicada tarea de desactivar las minas del espacio público.

Damián Fernández Pedemonte
Damián Fernández Pedemonte domingo, 20 de febrero de 2022 · 10:08 hs
Desactivar las minas del discurso público
Foto: Instagram @JavierMilei

"Esa cara de nazi que tiene. Está loco” dijo Pato Fontanet, ex líder de Callejeros, sobre Javier Milei. El diputado de Avanza Libertad declaró que lo demandará ante la justicia por banalización del Holocausto. Hace apenas un mes, Milei había comparado el pase sanitario con la estrella de David. Y antes había insultado en varias ocasiones a Ofelia Fernández, Axel Kicillof, Gerardo Morales y Horacio Rodríguez Larreta, entre otros.

En Buenos Aires aparecieron afiches vinculando al Pro con el nazismo, a raíz de la denuncia por espionaje a algunos de sus referentes. El cartel dice "Gestapro" y muestra a Maria Eugenia Vidal, Mauricio Macri, Marcelo Villegas y Patricia Bullrich con uniformes nazis. Cuando el jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires condenó esa campaña recibió en Twitter una reata de injurias.

El cantante L-Gante tildó a la periodista Viviana Canosa de "malco" y ella prometió denunciarlo por violencia de género. Antes ella le había hecho una entrevista donde cuestionó sus letras por violentas e insinuó conductas delictivas del cantante rapero (quien tiene una denuncia por amenazas de homicidio). También publicó en su cuenta de Instagram una foto de un niño en el recital de L-Gante en Tecnópolis, con la leyenda: "Sumiso, pasivo, pobre, bruto. Así te quieren".

Las manifestaciones públicas recientes parecen a propósito del artículo, publicado en esta columna la semana pasada, sobre cómo lidiar con los hítleres. Nazi es hoy, junto con un insulto, un modo de tapar la boca, de clausurar una discusión. Además de licuar la capacidad de denuncia del término, su uso no es ningún argumento. Otro tanto está empezando a suceder con violencia de género: si el alcance de la figura es tan amplio, pronto no servirá para calificar ningún delito específico.

Estas expresiones, además de dar cuenta del pobre nivel con que se activa la grieta en el debate político argentino actual, tienen algunos puntos en común. Se pueden analizar en un nivel micro, coyuntural, y vincular también con un nivel macro, de tendencias más generales que afectan al discurso público en gran parte del mundo.

Primero, los enunciadores de esos discursos, los actores de ese campo, no son solo políticos, sino periodistas, celebrities. Segundo, el formato discursivo es el del escándalo, propio de programas de chimentos sobre peleas en la farándula. Tercero, las redes sociales han ampliado la cantidad y el volumen de las voces. La espectacularización tiende a aligerar la gravedad de los prejuicios sociales y las denuncias puestas en circulación. Al mismo tiempo distrae al público de temas públicos muy relevantes como los incendios en Corrientes o las negociaciones internas y externas por el acuerdo con el FMI.

Los protagonistas de estas controversias se caracterizan por la agresividad, el ego, la falta de argumentos. Consciente o inconscientemente termina reduciendo el espacio público a una cuestión de peleas personales. Sin embargo, una personalidad con alto perfil es responsable del uso del lenguaje en cada intervención pública. Hoy una conferencia, una clase abierta o una publicación en la cuenta personal de cualquier red social se rige por las pautas de conducta del discurso público. Milei ha tenido problemas con el público de una conferencia y aún cree que los agravios que publica en las redes son problema suyo.

Parte de esa responsabilidad con el uso de la palabra en público es advertir la proximidad entre la violencia verbal y la física. Ahí está, si no, el caso del presidente de la Liga Argentina de Derechos Humanos quien insultó y golpeó a una empleada de una empresa de ómnibus. Se disculpó luego con una publicación en Facebook, encabezada en lenguaje inclusivo: "A mis compañeres", y renunció.

Desde un punto de vista macro, el discurso público argentino no es ajeno a la tendencia mundial de dialéctica ente el discurso de grupos organizados de odio contra poblaciones vulnerables y la cultura de la cancelación propugnada por la política identitaria radicalizada. La relación es dialéctica porque a la violencia simbólica digital por parte de grupos autoritarios responden las minorías sociales, étnicas, sexuales, con la censura y el bloqueo hasta extremos inverosímiles. Por ejemplo, un pueblo originario que denuncia por apropiación cultural a una cantante, adornada al modo indígena, aunque la caracterización haya sido pensada como solidaridad, o una actriz trans que denuncia a una actriz heterosexual por encarnar un personaje trans en una película. No sirve preguntar qué pasaría si la censura fuera al revés (a un indígena por vestir como un europeo o a una actriz trans por actuar de heterosexual) o argumentar que los recursos esgrimidos son propios de los grupos más conservadores. Se pueden encontrar ejemplos delirantes de la vigilancia cultural en el libro Generación ofendida, de Carolina Fourest, y una versión en ficción en La policía de la memora, novela de Yoko Ogawa. Estas actitudes no hacen sino engrosar las filas de los grupos autoritarios, cuando no de los haters.  

En el medio quedan los que abogan por el debate racional, por el intercambio de ideas en lugar de agravios, por el respeto y por la premisa de la idéntica dignidad de cada persona, más allá de las diferencias culturales. Sucede que este grupo mayoritario es temeroso de los linchamientos digitales y rehúye toda polémica. De esa forma queda el campo minado por los extremistas discursivos y, en el caso de Argentina, cultores de la grieta. Urge formar una nueva generación de enunciadores políticos (en el sentido amplio del término) en retórica y ética del discurso, que asuma la delicada tarea de desactivar las minas del espacio público.

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