Hacia un orden mundial cada vez más brutal: Gaza, Siria y Brasil
Una nueva escalada en Siria, el ataque a una iglesia en Gaza, el cambio de tono de Trump con Rusia y el impacto de su política sobre un Brasil conmocionado por el arresto de Bolsonaro: señales de un sistema internacional crudo

El jueves, un ataque aéreo israelí terminó con un proyectil sobre la iglesia de la Sagrada Familia, la única iglesia católica de Gaza.
El orden mundial que está tomando forma por estos días no solo es cada vez más conflictivo: también se está volviendo más brutal. La multiplicación de crisis en distintas regiones —verificada en el aumento de los enfrentamientos militares, políticos y comerciales— tiene un rasgo común: todo se presenta en estado crudo, sin nada que facilite la digestión. El poder, que siempre fue en última instancia lo primordial para entender las relaciones internacionales, pero que durante mucho tiempo se presentó recubierto de diplomacia y discursos contemporizadores, se ejerce hoy sin velos, disimulos ni restricciones.
Siria en la reconfiguración de Oriente Medio
Es lo que se está viendo en Oriente Medio como en ningún otro lugar. Esta semana, la atención volvió a posarse en Siria. La caída de Bashar al-Ásad el año pasado sacudió el equilibrio de fuerzas en una nación devastada por una guerra civil que dejó cerca de 600.000 muertos. El régimen de Al-Ásad había resistido más de lo esperable gracias al respaldo clave de dos actores: Rusia e Irán. Moscú, interesada en preservar su única base naval en el Mediterráneo —en la ciudad de Tartus—, intervino militarmente con decisión. Teherán, por motivos tanto religiosos como estratégicos, también fue clave para sostener al único gobierno árabe que tenía como aliado, y lo hizo junto a Hezbollah, el grupo terrorista libanés con el que realizó los atentados contra la Embajada de Israel y la AMIA.
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Pero con Hezbollah debilitado por su enfrentamiento con Israel y Rusia centrada de lleno en la invasión a Ucrania, el soporte externo que sostuvo durante años al régimen sirio se diluyó. El resultado fue la caída de Al-Ásad y la irrupción de un nuevo liderazgo. El nuevo hombre fuerte en Damasco es Ahmed al-Sharaa, exintegrante de Al-Qaeda, exponente de un islamismo extremo que soñaba con un califato similar —o incluso más radical— al impuesto por los talibanes en Afganistán. A pesar de ese prontuario, Al-Sharaa logró presentarse como un dirigente pragmático que buscaba tender puentes con Occidente y convencer a actores clave de que podía ser un garante de estabilidad. Europa le levantó las sanciones. Donald Trump se reunió con él y también le expresó su apoyo.
Pero Al-Sharaa dio un paso más y hasta se mostró dispuesto a explorar un entendimiento con Israel. Siria comparte frontera con Israel a través de los Altos del Golán, un territorio en disputa desde la Guerra de los Seis Días en 1967. A diferencia de Egipto y Jordania, con quienes Israel normalizó relaciones, con Siria nunca fue posible una aproximación por la fuerte influencia de Irán sobre el régimen de Al-Ásad. La posibilidad de que el nuevo gobierno sirio avance hacia un acuerdo con Israel, en este contexto, redefiniría el mapa regional.
Este era el escenario hasta que el fin de semana pasado estalló el delicado equilibrio que regía en el sudoeste del país, donde comenzaron a avanzar con fuerza grupos de beduinos islamistas. Se trata de una minoría radicalizada dentro del mosaico étnico-religioso de Medio Oriente, que dirige sus ataques contra otra minoría: los drusos. Poco conocidos fuera de la región, los drusos conforman un grupo étnico y religioso pequeño, distinto de árabes, persas y turcos, con una religión que tampoco guarda relación con el judaísmo, el cristianismo y el islam. Tienen su propio idioma, su propia fe, y por eso han sido históricamente perseguidos en casi todos los países del mundo árabe. La excepción es Israel, donde gozan de plenos derechos ciudadanos y viven con libertad para practicar su religión. Unos 150.000 drusos residen en el norte del país.
En Siria son cerca de 700.000. La ofensiva de los beduinos los dejó completamente expuestos. Israel, que ve con extrema preocupación el avance de grupos extremistas en sus fronteras, actuó con rapidez. Avanzó territorialmente más allá de los Altos del Golán y estableció una alianza estratégica con los drusos. Muchos líderes drusos plantearon en su momento la posibilidad de que el sur de Siria fuese anexado a Israel, que rechaza esa vía pero se comprometió a proteger a la comunidad drusa y a defender la creación de una región autónoma en el sur sirio. La lógica detrás de esa decisión es simple: en Oriente Medio, la fuerza precede a la diplomacia. Esa es una lección que Israel aprendió —con crudeza— después del 7 de octubre. Y por eso hoy sostiene que no aceptará nuevas amenazas en sus fronteras, como lo fueron durante décadas Hezbollah desde el Líbano y Hamás desde Gaza y Cisjordania.
Las imágenes que circularon por estos días fueron de una violencia atroz: torturas, golpizas, mutilaciones reales y simbólicas —como el corte de bigotes, una seña de identidad para los drusos—. Lejos de controlar la situación, las tropas del nuevo régimen sirio se sumaron a los agresores. Israel respondió entonces con una serie de ataques: primero contra posiciones del ejército sirio y luego con un bombardeo directo a la sede del Ministerio de Defensa en pleno Damasco. Ese ataque marcó un punto de quiebre. La magnitud del bombardeo —y el hecho de que el blanco haya sido el edificio del Ministerio de Defensa— generó un impacto inmediato. Donald Trump intervino con dureza. Está convencido de que puede lograr algún tipo de pacificación en Oriente Medio, y aunque nadie puede asegurar si lo logrará, está claro que lo está intentando. Presionó a ambos lados: a Israel, para que cese los ataques; y al nuevo presidente sirio, para que garantice la estabilidad en el sur y frene la persecución contra los drusos.
Esa presión derivó en una tregua que, por ahora, se mantiene con enorme fragilidad. Pero la situación es extremadamente volátil. Lo que ocurra en Siria no es un tema menor. El destino del país puede definir, en buena medida, el futuro inmediato de la región. Si Siria se convierte en otro semillero del terrorismo, se repetirá el ciclo de caos, enfrentamiento e inestabilidad que ya conocemos. Si, en cambio, Al-Sharaa demuestra voluntad y capacidad —dos condiciones que aún no están claras— de establecer un orden mínimamente racional, centrado en la reconstrucción económica antes que en la guerra, la historia podría cambiar.
Eso implicaría una transformación profunda.
Gaza, callejón sin salida
Ya pasaron más de 650 días del salvaje ataque de Hamás que desató una guerra que se convirtió en un infierno. A pesar de la destrucción del enclave y de las cientos de muertes civiles que se producen todas las semanas, Hamás no está dispuesto a rendirse. No libera a los 50 rehenes que aún mantiene secuestrados ni acepta desmilitarizarse. Ni siquiera toma la propuesta israelí de permitir la salida de sus líderes sin perseguirlos, con tal de terminar el conflicto.
La negativa de Hamás, sumada a su desorganización creciente —opera hoy más como una red de células aisladas que como una estructura unificada—, vuelve cada vez más compleja la perspectiva de una resolución militar. Los ataques israelíes buscan destruir la capacidad operativa del grupo, pero el precio en vidas es cada vez más alto por la imposibilidad de distinguir entre terroristas y población no involucrada con el grupo.
El jueves, un ataque aéreo israelí terminó con un proyectil sobre la iglesia de la Sagrada Familia, la única iglesia católica de Gaza. Allí estaba el padre Gabriel Romanelli, el argentino que está al frente de la parroquia desde 2019. Romanelli resultó herido, aunque de forma leve. Tres personas murieron. Cerca de 400 estaban refugiadas en el predio de la iglesia. Israel calificó el ataque como un error y dijo estar investigando lo sucedido. Pero el daño político está hecho.
Ese episodio alimenta la presión internacional para que Israel modere su ofensiva. El problema de fondo es el mismo: la imposibilidad de alcanzar por la vía militar una victoria total sobre Hamás sin provocar una tragedia humanitaria. Gaza es un territorio minúsculo con más de dos millones de personas. Y aunque Hamás conserve aún un número relevante de combatientes, su mimetización con la población vuelve casi impracticable una guerra quirúrgica. El caso de la iglesia es apenas una muestra más de ese límite dramático.
Trump consolida el giro en Ucrania
Mientras Medio Oriente arde, Trump realizó esta semana un movimiento largamente esperado en otro frente caliente: la guerra en Ucrania. Tras seis meses de acercamiento a Vladimir Putin y presión sobre Volodímir Zelenski para que acepte negociar, incluso en los términos que proponía Moscú, el presidente estadounidense dio un giro. Lo anunció desde la Casa Blanca, acompañado por el secretario general de la OTAN, Mark Rutte: Estados Unidos enviará una importante cantidad de armamento a Ucrania.
No será un subsidio, aclaró Trump. Los países europeos que integran la OTAN pagarán por ese material. Lo más urgente: sistemas de defensa antiaérea Patriot, fundamentales para resistir los bombardeos rusos. Europa recibió la noticia con alivio: contará con el apoyo militar que temía que fuera anulado por Trump. Y Trump mantiene feliz a su base electoral, reacia a financiar guerras lejanas con dinero norteamericano.
Pero hay más. Trump también amenazó con aplicar aranceles del 100 % a todos los países que sigan comprando petróleo y gas a Rusia, la principal fuente de financiamiento del Kremlin. China, India, Brasil: todos fueron advertidos. Si en 50 días Rusia no muestra señales de apertura a una negociación, las represalias comerciales serán severas.
La reacción no tardó. No habló Putin, pero sí su vocero, Dmitri Peskov, quien calificó la amenaza como una señal grave, una invitación a seguir con la guerra y no a negociar. Aunque Zelenski reiteró su disposición a un acuerdo, Moscú rechazó lo que considera un chantaje.
El dato político es claro: por primera vez desde el inicio de su gestión, empieza a tensarse la relación entre Trump y Putin. Una sintonía que parecía inquebrantable hasta hace apenas un mes. El presidente estadounidense entendió, quizás tarde, que el líder ruso estaba jugando a costa suya. Y decidió mover las piezas.
El dilema de Lula y la tobillera de Bolsonaro
Pese a sus críticas abiertas a Europa y a sus desplantes hacia algunos aliados históricos, el giro de Trump no implica una ruptura con Occidente. Al contrario: selló un nuevo compromiso con la OTAN, logrando que los otros 31 países miembros acuerden aumentar el gasto en defensa al 5 % del PBI en los próximos diez años. Lejos de debilitar a la alianza como se temía, esto la terminará fortaleciendo.
Trump también dejó claro que, en el nuevo mapa global, la geopolítica está por encima del comercio. Lo entendió Brasil, pero de la peor manera. El motivo no es económico: Estados Unidos acumula un superávit comercial de más de 400.000 millones de dólares en 15 años con Brasil. El conflicto es político. A cambio de no subirle los aranceles al 50 % desde el 1 de agosto, Trump exige a Lula que cese la persecución contra Jair Bolsonaro, algo que el presidente brasileño rechaza con razón, al tratarse de decisiones de la Justicia. Un poder que en Brasil es, sin dudas, el poder real.
El Supremo Tribunal Federal lo demostró el viernes al ordenar el arresto domiciliario del expresidente, que ni siquiera está condenado por el presunto intento de golpe de Estado que lo tiene en el banquillo de los acusados de la máxima corte del país. Con el argumento de que podría tratar de fugarse y de que está conspirando con Estados Unidos para perjudicar los intereses brasileños, le puso una tobillera electrónica que lo mantendrá controlado las 24 horas. No podrá salir de su casa entre las 19 y las 7, tampoco usar redes sociales, reunirse con diplomáticos extranjeros ni tener contacto con su hijo Eduardo, que está exiliado en Estados Unidos y que, para los jueces, es quien hizo lobby para que Trump desatara su ofensiva contra Brasil.
Pero el trasfondo es más amplio: lo que está en juego es el alineamiento internacional de Brasil. En su tercer mandato, Lula profundizó sus vínculos con el eje de los BRICS —China, Rusia, Irán, entre otros— y adoptó una postura abiertamente contraria al mundo occidental. Una estrategia que tal vez podría haberse sostenido hace una década, en un escenario global más permisivo. Pero que hoy, con una geopolítica brutal y sin amortiguadores, aparece como ingenua. Era imposible pensar que Trump se iba a quedar mirando cómo eso sucedía sin hacer nada. La indignación por cómo se inmiscuye en los asuntos internos de una nación soberana es válida. Lo que carece de validez es no haber anticipado las consecuencias previsibles de un curso de acción que iba a terminar en una confrontación con este Washington.
Los empresarios brasileños están muy preocupados. Representantes de las principales cámaras industriales se reunieron con el equipo económico de Lula —Fernando Haddad, Geraldo Alckmin y Mauro Vieira— y el diagnóstico fue lapidario. La Abimac, que agrupa a la industria de maquinaria y equipos, alertó que el 50 % de las exportaciones brasileñas de alta tecnología van a EE. UU., unos 4.000 millones de dólares anuales. No hay mercado alternativo que pueda absorber esa producción en el corto plazo. Entre las empresas más afectadas está Embraer, la joya de la industria brasileña. El 30 % de sus ingresos proviene de ventas al mercado estadounidense, pero el dato más sensible es otro: el 45 % de los componentes que usa para fabricar sus aviones son importados desde Estados Unidos. Si Lula responde con un arancel espejo a la medida de Trump, los costos de producción subirían un 50 %, afectando gravemente su competitividad internacional.
Y el riesgo no es teórico. Esta misma semana, Lula promulgó la Ley de Reciprocidad Económica, que le permite aplicar medidas de represalia ante acciones unilaterales de otros países. Si decide usarla contra Estados Unidos, el golpe para estos sectores clave podría ser inmediato. Lo mismo ocurre con la industria del calzado. El 22 % de sus exportaciones tiene como destino Estados Unidos. Ante la amenaza de aranceles, muchos pedidos ya se suspendieron. Distribuidores estadounidenses frenaron compras por temor a que los productos lleguen después del 1.º de agosto, y deban venderse a pérdida. La proyección es alarmante: si la situación se mantiene, podrían perderse 12.000 empleos en el sector.
Trump, como ya dejó claro, no está interesado en negociar comercio con Brasil. Lo que quiere es una señal geopolítica. Una visita de Lula. Un gesto. Una palabra pública. Algo que indique que Brasil no va a profundizar su alineamiento con Rusia, China e Irán. Pero Lula, por ahora, no parece dispuesto a ceder. “No va a venir un gringo a darle órdenes a este presidente”, dijo el jueves en un discurso que demostró la intención de aprovechar la crisis para agrandar su mito.
¿Un mundo más afín a Milei?
Esto es parte del nuevo mundo que estamos viendo emerger. Mucho más crudo, menos inclinado a la palabra amable y con una diplomacia relegada a un rol casi decorativo. En ese contexto, el lenguaje que impone la política internacional se parece cada vez más al que expresa Javier Milei. No es casual que el presidente argentino haya compartido esta semana una publicación sobre Francia, que anunció un ajuste de más de 43.800 millones de euros para 2025.
El primer ministro François Bayrou explicó que, con un déficit del 5,8 % del PBI —el segundo más alto de la UE después de Grecia e Italia—, Francia deberá recortar el gasto para evitar pagar 100.000 millones de euros anuales en intereses de deuda hacia 2029. El plan incluye el recorte de 3.000 empleos públicos, la eliminación de dos feriados nacionales, el cierre de agencias improductivas, la reducción de subsidios en salud y medicamentos, y más fondos para defensa, por exigencia de la OTAN. Es una muestra clara del rumbo poco edulcorado que adoptan hoy muchas potencias. Un escenario en el que Milei se mueve como pez en el agua. Claro, siempre que consiga seguir manteniendo a raya la inflación. De poco le sirve el estilo al presidente de un país incendiado.