Ajedrez geopolítico detrás del apoyo sin precedentes: Javier Milei y Donald Trump
La reconfiguración del orden mundial, el fin del multilateralismo y el regreso de las esferas de influencia: claves de un cambio de época que puso a la Argentina en un lugar inesperado.

Javier Milei junto a Donald Trump tras acordar el apoyo de Washington a la Casa Rosada.
Lo que vimos esta semana a través de mensajes, posteos, discursos y hasta premios es, tal vez, el mayor respaldo externo de una potencia hacia un gobierno argentino en un siglo. Nunca antes Estados Unidos había desplegado todo su arsenal político y financiero para sostener de forma tan categórica a un gobierno argentino.
Para evitar confusiones interpretativas que pueden llevar a decisiones equivocadas, hay que entender por qué la administración Trump II, a través de Scott Bessent, su influyente secretario del Tesoro, decidió avanzar en esa dirección. Eso supone comprender el lugar en el que quedó Argentina en un orden global que —como venimos contando en este espacio— está en plena reconfiguración.
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Donald Trump, geopolítica y amiguismo
En el apoyo sin precedentes a Javier Milei confluyen dos elementos que son parte del mismo cambio de época. Por un lado, hay una decisión geopolítica clara por parte de Donald Trump, derivada de su mirada de largo plazo sobre hacia dónde va el mundo y qué tiene que hacer Estados Unidos para evitar el declive. Por otro, una forma de entender la política según la cual las relaciones personales, las afinidades y los odios juegan un rol decisivo en la toma de decisiones.
El orden global posterior a la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética fue multilateral en apariencia, con una única potencia fuerte: Estados Unidos. Ese mundo, donde se creía que las diferencias podían resolverse en organismos internacionales como los que pertenecen al sistema de Naciones Unidas, terminó. Probablemente comenzó a resquebrajarse con los atentados del 11 de septiembre de 2001 y se quebró definitivamente con la invasión rusa a Ucrania el 24 de febrero de 2022.
Hoy el mundo está estructurado en torno a cinco potencias con sus respectivas esferas de influencia: Estados Unidos, China, Rusia, India y, en menor medida, Europa. La ONU ya no tiene peso real. La 80.ª Asamblea General de la ONU fue el ejemplo más claro: no asistieron Xi Jinping, Vladímir Putin ni Narendra Modi. Es la forma elegante en la que los líderes de las tres potencias orientales le dicen a Occidente que ya no reconocen como supremas a las instituciones globales creadas por Estados Unidos y Europa tras la Segunda Guerra Mundial.
Sin instancias decisoras multilaterales reconocidas por todos, las decisiones se toman tête-à-tête entre las grandes potencias. Sobre la base de un acuerdo tácito —que no siempre se cumple, claro está—: cada una tiene un área de influencia sobre la cual ejerce el dominio y no interviene en las áreas ajenas. La gobernanza global dio paso a acuerdos bilaterales entre grandes actores.
Por eso, la ONU tampoco le sirve ya a Estados Unidos. Donald Trump lo dijo con su estilo grandilocuente y poco riguroso: “Resolví por mi cuenta siete guerras y lo único que me dio la ONU fue una escalera mecánica rota y un teleprompter fallido”. Más allá de que lo dijo con una sonrisa, los dos incidentes generaron mucho malestar en la Casa Blanca, donde están convencidos de que fueron intencionales y pidieron que se abra una investigación.
El renovado interés de Estados Unidos en América Latina
Tras el fin de la Guerra Fría, América Latina dejó de ser relevante para la política exterior estadounidense. Eso explica que, durante más de una década, hayan proliferado en la región gobiernos abiertamente antiestadounidenses, algo impensable en los años 60 y 70, cuando el Departamento de Estado se movía rápidamente para abortar cualquier germen de una nueva Cuba en el continente. El desinterés se potenció por la obsesión con Oriente Medio que siguió a los atentados del 11 de septiembre. Una obsesión que, en los últimos años, se desplazó hacia China, que sin dudas es la mayor amenaza a la primacía estadounidense a escala planetaria.
Pero en un mundo dividido en esferas de influencia, ninguna potencia puede aspirar a imponerse a las otras si no domina su propio barrio. La idea de Donald Trump es clara: si China controla el este de Asia, Rusia manda en Eurasia e India en el subcontinente indio, Estados Unidos debe reinar en América. Es un retorno a la doctrina Monroe, pero adaptada al siglo XXI.
Eso es lo que tenía Donald Trump en la cabeza cuando asumió y renombró “Golfo de América” al Golfo de México, amenazó con recuperar el control del Canal de Panamá, afirmó que Canadá debía someterse por completo o convertirse en el estado 51 y trató de adquirir Groenlandia para controlar el Ártico. Más allá del escaso éxito de esas iniciativas, la intención era dar un mensaje de hacia dónde se iba a dirigir su política exterior en este segundo mandato.
Maduro y Lula, en la mira
Este rumbo trazado por Donald Trump para la región encuentra dos obstáculos claros: uno en Venezuela y otro en Brasil. En el caso del régimen de Maduro, se trata de algo intolerable para este lenguaje: no solo es una dictadura socialista que denuncia el “imperialismo yanqui”, sino que se convirtió en una plataforma de sus principales enemigos, como Rusia, China e Irán. Con el agregado de que es un gobierno casado con el narcotráfico y responsable del mayor éxodo migratorio en la historia de la región, con los consecuentes impactos domésticos para Estados Unidos, que atrae tanta droga como inmigrantes.
Este encuadre permite entender mejor la agresividad del despliegue militar de la Cuarta Flota en el Caribe Sur, con la misión oficial de combatir el narcotráfico y el objetivo bastante evidente de forzar la caída de Maduro.
También Brasil representa el fracaso difícil de digerir de un país del espectro geopolítico estadounidense cada vez más alineado con sus rivales. Pero, dada la dimensión de Brasil y la ausencia del elemento dictatorial y criminal, el abordaje fue otro: netamente comercial, con el castigo que implica subir al 50 % los aranceles que pagan las importaciones de origen brasileño.
Lo interesante es que el argumento esgrimido por Trump para sancionar a Brasil fue la persecución judicial al expresidente Jair Bolsonaro. Lo dicho: la política exterior de Trump mezcla visión geopolítica con simpatías y antipatías personales. Bolsonaro fue siempre un aliado fiel y eso debe ser recompensado. Esa misma lógica es la que podría marcar un giro en la política estadounidense hacia Brasil: este martes, tras cruzarse unos segundos en la ONU, Trump dijo que Lula le cayó muy bien y lo invitó a reunirse la semana que viene. No obstante, es probable que la geopolítica termine pesando más que la afinidad interpersonal.
Argentina y el valor del alineamiento de Javier Milei
Este es el tablero de juego en el que irrumpe la pequeña pieza argentina que mueve Javier Milei. Un tablero donde es el único país relevante de América Latina con un alineamiento total con Estados Unidos como país y con Trump como líder. México tiene vínculos económicos estructurales, pero no un alineamiento político pleno. Centroamérica carece de peso político y económico. Colombia, bajo el gobierno de Gustavo Petro, está en las antípodas. Chile y Uruguay, aunque con buenos vínculos históricos, están hoy más lejos que cerca.
Argentina es el cuarto país más poblado del continente, el tercero en términos de PBI y uno de los tres que es parte del G20. Y tiene, además, un presidente que usó la gorra roja de Make America Great Again cuando Trump era un candidato que muchos creían que iba a perder con Kamala Harris. El republicano no olvida esos gestos.
Por eso le dio 20 minutos en una semana agitada, donde se reunía con líderes de Medio Oriente, con Macron, con Zelenski. El respaldo fue contundente y tuvo ese elemento absolutamente personal de entregarle la versión impresa de un mensaje publicado en su propia red social, Truth Social, en el que, entre diversos elogios, lo respaldaba para la reelección.
Ese gesto se complementa con lo que están haciendo funcionarios clave como Scott Bessent y Marco Rubio, secretario de Estado. Ambos entienden con claridad que el regreso del peronismo implicaría el fin del alineamiento con Estados Unidos. Por eso elogiaron abiertamente a Javier Milei. Bessent lo premió con el Global Citizenship Award del Atlantic Council, y en ese contexto hizo una elegía del presidente argentino. Habló de 100 años de políticas populistas equivocadas por parte de Argentina y celebró que, por fin, alguien las esté revirtiendo.
También explicó que las dudas de los mercados se deben al reflejo de un pasado reciente. Y dejó claro que el respaldo estadounidense busca romper con ese escepticismo. En respuesta a las críticas internas que recibió de la senadora demócrata Elizabeth Warren, la calificó como una “peronista estadounidense”, alineada con ideas que, según él, hundirían a Estados Unidos como lo hicieron con Argentina en el pasado.
Riesgos y límites del apoyo
La caída del riesgo país, la baja del dólar y el cambio de expectativas son efectos inmediatos de ese respaldo. Pero sería un error pensar que con eso alcanza. Lo que Trump le dio a Javier Milei fue aire. Un recurso escaso y valioso. Pero no suficiente. El éxito del programa económico dependerá de decisiones internas.
Y también del contexto. Si en un año Milei está derrotado, Maduro sigue en el poder y Lula proyecta su continuidad, Estados Unidos habrá fracasado una vez más en su intento de torcer la historia de otros países. Como ocurrió con Cuba durante décadas.
Pero si el escenario se invierte, si Milei se consolida y Maduro cae, estaremos ante un giro de época. Un continente que vuelve a tener un único dueño. Y un mensaje claro para el resto: con Estados Unidos, portarse bien tiene premio. Portarse mal, consecuencias.