El treinta y siete: un cuento para cortar la semana
Cada tanto es recomendable tomarse unos minutos, hacer un alto y leer un relato literario.
Todos los días de la semana viajaba en el 37; aquel inconfundible colectivo de línea pintado de un verde brillante y con ese estilo anticuado de los 2000 que va desde Lanús hasta Ciudad Universitaria. Eran unos veinte minutos, aunque dependiendo siempre de cómo se encuentre el tráfico, que de lunes a viernes dedicaba a estar presente en ese colectivo en particular. Al comienzo, esa parte de la rutina, la dedicaba exclusivamente a la tarea de aprenderme el trayecto hasta conocerlo de memoria, tanto de ida como de vuelta. Las primeras semanas tenía que recurrir al chofer u otros pasajeros para saber con exactitud cuál era mi parada, hasta que con el tiempo lo aprendí y tatué en mi mente ese dato: yo me bajaba del 37 donde las avenidas Córdoba y Callao se cruzan, se saludan y cada una sigue su trayecto, una hacia el norte y la otra hacia el oeste.
Cuando esas dudas básicas desaparecieron, fue ahí que decidí aprenderme el recorrido, para matar el tiempo arriba del colectivo. Con las semanas fui mejorando bastante, y la evolución de mi memoria era notable: ya reconocía bien que, si veía el restaurante La Continental en la esquina de la Avenida Belgrano, en menos de dos minutos, el 37 llegaba a la parada de Congreso donde se bajaba la mayoría de los pasajeros; o sino, saber que el cruce entre Córdoba y Callao estaba cerca porque veía primero el local de empanadas, después la librería, y, por último, la juguetería. Siempre, desde el primer día, cuando el 37 pasaba por la calle Corrientes yo tenía que, sí o sí, ver el Obelisco: a la distancia, en una simetría perfecta con los edificios a su alrededor, escuchando los bocinazos y viendo la gente caminar en esa dirección.
Creo que esa tarea de memoria que me impuse no fue por simple aburrimiento, sino para reafirmar algo que venía pensando antes de saber en qué colectivo iba a tener que viajar los cinco días de la semana: el transporte público, y específicamente el colectivo, no es el lugar donde uno presta atención a lo que pasa adentro, a no ser que lo amerite –que realmente lo amerite– o que uno se vea involucrado de manera voluntaria o no en una situación de cualquier índole. Excluyendo eso, es decir, excluyendo las peleas acaloradas entre pasajeros por distintos motivos, los irrespetuosos que escuchan música sin auriculares generando descontento en el ambiente, o la puteada que alguna vez el colectivero dedica a algún ciclista, la cual pronuncia de manera muy vehemente –“pedaleá más rápido, pedazo de pu...”– el colectivo es el lugar donde uno finge que las personas a su alrededor no existen. No importa si hay alguien adelante, a los costados o atrás, no existen para uno de cierta manera. “Nos subimos siendo desconocidos, y nos bajamos siendo desconocidos”, así comienza el pacto que uno firma con todos los presentes cuando se sube a un colectivo. Y no se debe a una cuestión de tiempo. No importa si son diez, treinta o ciento veinte minutos los que estamos subidos en el transporte, ya que nos subimos siendo desconocidos y nos bajamos siendo desconocidos.
Sin embargo, estos pensamientos amargos e indiferentes que me invadían al principio, en un momento llegaron a cambiar. O más que cambiar, fueron echados de mi cabeza con la frecuencialidad en que ocurría esto que estoy dispuesto a contar, que lo debería haber advertido al principio, pero en las siguientes páginas, si es que llego hasta una siguiente página sin arrepentirme antes, no hay nada. No sé cuántos párrafos más necesite escribir para percatarme que intentar relatar esto no tiene sentido alguno, e incluso, llega a ser algo muy inútil. Si bien hay un deseo de querer contar cómo fueron las cosas –aquellas que sí me hacían prestar atención a lo que ocurría puertas adentro del colectivo de la línea 37–, primero realizo la aclaración que lo que viene a continuación no es una historia técnicamente, porque nunca llegó a comenzar.
Hay, o hubo –aún no descifro qué tiempo usar–, una chica. Nunca llegué a preguntarle el nombre, aunque supongo hasta hoy que es Martina. Espero que se llame Martina.
Recordar el cómo la conocí o cómo fue esa primera charla, a diferencia del cliché sobre las primeras interacciones, es confuso. Y este momento de tener los recuerdos nublados, o directamente olvidados, creo que es el motivo perfecto para dejar de insistir en plasmar esto en palabras. ¿Para qué gastarme en escribir algo que ni siquiera sé cómo empieza?
Lo único que tengo presente que esa primera interacción se trató de un intento por evitar reírse de parte de ambos. Recuerdo que estábamos parados en el mismo sector del 37, y esa risa que los dos intentábamos reprimir se podía deber a una discusión de un vieja con el colectivero, como a alguien cantando de manera muy desafinada sin darse cuenta que los demás lo oían. Esa parte de esta pseudohistoria se borró de mi mente por algún motivo.
Lo que sí no me permití olvidar eran sus rulos, sus pecas en los cachetes y el piercing que tenía en la nariz. Eso es lo que me queda de ella, de Martina; ojalá que sea Martina. Me acuerdo, también, que se subía algunas paradas luego de que el 37 cruzara Avenida Independencia. En ese momento, pocas personas bajaban y muchas subían, y en ese último grupo, estaba ella. Saludaba al chofer con una sonrisa que no mostraba los dientes, le indicaba su destino y seguía su paso hasta el fondo del colectivo, donde solía estar yo. En ese momento, chocábamos miradas y, completamente avergonzando por decirlo, el día automáticamente mejoraba para mí.
Con los días que lográbamos frecuentarnos, los días donde esa suerte existía, íbamos notando más la presencia del otro, o al menos eso sentía y sigo sintiendo yo. Nos posicionábamos en un lugar específico e intentábamos no movernos mucho, a diferencia de algunas personas que cada dos paradas se van trasladando por el colectivo, y así charlábamos hasta el momento en que yo tenía que bajarme y ella seguía hasta Ciudad Universitaria. De esos veinte minutos de mi rutina de viaje, había menos de diez que dedicaba a hablar con ella, con Martina. Ojalá sea, o haya sido, Martina. También esto de no saber qué tiempo usar al escribir me harta un poco y me hace querer borrarlo todo.
Sin embargo, en ese momento nunca supe bien como llamarle a lo que sucedía, a causa de que lo que había entre los dos estaba creado y existía bajo características únicas que no escapaban del interior de ese colectivo de esa línea específica. Nos encontrábamos en el 37 y nada más que en el 37. Y las charlas que teníamos poseían las mismas características: lo que se hablaba refería a todo lo que había sucedido, lo que se encontraba sucediendo o lo que podría suceder en el colectivo. O hablábamos de eso, o lo que hablábamos nacía de eso. Si intercambiábamos sentimientos u opiniones sobre lo que estudiábamos, era porque alguien en el 37 estaba estudiando a la vista de todos; si charlábamos sobre si sabíamos manejar o no, se debía a que el chofer del 37 tenía un altercado con otro conductor; o si nos preguntábamos en qué ciudad nos gustaría vivir, era porque veíamos por la ventana del 37 y observábamos la belleza como los desperfectos que tiene la Capital.
Eso sí: nada profundo ni comprometedor. Siempre recurríamos a temas triviales, comunes, que se encuentran en cualquier plática que nace de la casualidad, debido a que de esa cuestión vivían nuestras interacciones y los asuntos que decidíamos o no hablar: la casualidad. Esa casualidad, aunque para mí era suerte, de encontrármela; de verla subir en un momento particular del recorrido y alegrarme. Y también se debía a que como ella no indagaba en la profundidad de mi vida ni en la suya propia, yo hacía lo mismo. Porque las conversaciones que teníamos siempre las pensábamos –seguro ella, Martina, lo pensaba más que yo– como si fueran la primera y la última, sin tener en mente la posibilidad de volver a reencontrarnos y volver a seguir hablando de un tema en particular. Como ella elegía evitar el compromiso de lo profundo o comprometedor, yo hacía lo mismo y me quedaba en mi lugar; en mi rincón de no preguntar descaradamente si era feliz, si tenía novio o si me podría confirmar su nombre. Porque al hacer una pregunta de ese estilo, si es que yo llegaba a hacerlo, dejaba en claro demasiado. Con esa posible acción, daba un paso que no podía anular o tildar de involuntario. Y la posible respuesta, incluso si era un silencio, también era determinante.
Así era que yo elegía mantenerme en las paredes de ese vínculo particular y peculiar, caracterizado por existir en un colectivo y solamente en un colectivo, aunque no tuviera la real intención de que así fuera. Quizás por eso el encuentro se sentía tan cálido y tenía esa repercusión en mí: era efímero. Se trataba de sentir algo por tan solo unos segundos que son suficientes para tener el deseo de seguir sintiéndolo, sea lo que sea. Eso me nacía en el alma cuando me bajaba del 37 y la veía irse: ganas de seguir viéndola, de no haberme bajado, de seguir hasta Ciudad Universitaria, olvidándome por completo del cruce entre Callao y Córdoba.
Y si bien después entendí, y me convencí estúpidamente, de que mejor era mantener ese encuentro efímero tal cual como estaba, los días de la semana que no la veía o no nos llegábamos a cruzar, juntaba valor durante todo el trayecto para salir de ese rincón. Mi motivación, o más bien mi temor, era no verla de vuelta. Por lo que el deseo de que no nos tengamos que limitar a que los encuentros sean en el colectivo apareció de repente. Me invadió de manera repentina y era cada vez más grande. Pero cuando sí frecuentaba con ella, cuando teníamos o tenía sólo yo esa suerte, todo ese valor desaparecía y volvía a ser el mismo cobarde de siempre, aceptando lo efímero. Mi atención volvía a estar puesta en esos minutos de charla espontanea, de temas frívolos y cuestiones vacías, pero que, no obstante, a mí me gustaban.
Aunque creo que también ese valor imprevisto desaparecía porque yo seguía sin saber con exactitud qué éramos. No me lo lograba responder, no sabía qué definición ponernos. No éramos algo, pero tampoco éramos nada. ¿Qué éramos entonces? Esa duda hasta hoy no me la respondo.
Pero en algún momento de esta falsa historia, en el final supongo, empecé a viajar en la línea 150. Lo más seguro es que hayan pasado semanas hasta que me vi obligado a tomar la decisión que nació por pleno barrio de San Nicolás.
De ese día sí me acuerdo bien los detalles: era nublado, había un poco de viento, y caminaba por la calle Florida. Mi mirada la dirigía con vagancia hacia las diferentes vidrieras de todos los locales, pero mi atención se despertó al instante y me fue imposible no dirigirla hacia esa figura que caminaba hacia mí. Me costó segundos reconocer quién era, pero los rulos, las pecas y el piercing en la nariz –aunque este último fue imposible verlo a la distancia–, me ayudaron. Ahí tuve la certeza de que se trataba de ella, de Martina. Y ahora que lo recuerdo me entran más interrogantes: ¿cómo se actúa con aquellas personas que si las vemos en la calle quizás terminamos decidiendo no saludarlas, pero también nos tomamos la molestia de seguir observando sus pasos? ¿Cómo tratar a aquella gente que no creemos tener que saludarla al encontrárnosla de imprevisto, pero que justamente, por alguna razón, nos preguntamos si saludarlas o no? De alguna manera significan algo aquellas personas. No son nada, y a la vez son algo.
Aunque en ese momento en particular, sin esas preguntas presentes ni las paredes del colectivo ni la gente amuchada a nuestro al rededor, con el valor que por fin tenía presente y no lo dejaba de lado, no se me ocurrió otra cosa que saludarla apenas pasó por mi izquierda.
Cuando notó mi saludo se frenó de repente, casi de susto, y me miró a los ojos. Se sacó los auriculares que tenía puestos en ambas orejas y pintó esa sonrisa en su rostro, la que le dedicaba al colectivero cuando le decía su destino.
Era raro verla así, en un lugar que no fuera arriba del 37, sin el morral colgándole del hombro ni la expresión de recién levantada, mientras las casas y edificios a nuestros costados se veían borrosos y desaparecían al instante. Era raro, pero no me importaba.
Y ella, al ver que yo no decía nada porque esperaba que me reconociera, pronunció dos palabras que hicieron que aquel valor se lo tragase la tierra enseguida:
¿Nos conocemos?
Ahí mismo, me rendí al instante, sin siquiera intentarlo.
Yo atiné a responderle apresuradamente que cometí el error de confundírmela con alguien más y le pedí perdón, fingiendo reír y continuando mi marcha por Florida, con el frío pegándome en la cara, sintiendo ese golpe de la naturaleza como nunca antes lo había sentido.
Después, pasaron tres semanas en las que nunca más la volví a ver en el colectivo. Esperaba a que se subiera en una parada que no suela ser la habitual, aunque no tendría sentido, pero tampoco pasó. Nunca supe bien que sucedió en realidad. Los primeros días no despertaron dudas, incluso prefería que no nos viéramos para que no se generara un momento incómodo si ella me hubiera llegado a decir “¿fuiste vos el que me frenó el otro día?”. Si antes no tenía una respuesta salvable, esa situación hubiera sido la muerte instantánea. Tendría que haber tocado el botón para solicitar parada y bajar sin mirar atrás, prohibiéndome subir de vuelta al 37.
Sin embargo, ya para luego de una semana transcurrida, me empecé a preocupar. Si bien no nos frecuentábamos todos los días, esta anomalía nunca había llegado a pasar. Así, mirando por la ventana y viendo como el tráfico detenía todo y generaba bocinazos, recurrí a la medida que hasta el día de hoy sostengo.
El 150 hace el mismo recorrido a mi facultad, por la misma avenida. Incluso se detiene en las mismas paradas a veces, pero es completamente diferente. Todo el interior pintado de blanco, pocas veces lleno como lo está el 37, y una disposición de asientos distinta. La gran parte del tiempo tengo suerte y puedo sentarme junto a la ventana, empezando a retomar el hábito de concentrar mi atención en lo que sucede afuera del transporte.
De esa manera, inconscientemente con las semanas, me fui olvidando de todo. O a lo mejor le restaba importancia a todo. Tanto a ella como a la pregunta de quién era ella para mí, quién podría haber sido yo para ella, y qué éramos los dos. Casi que llegué a olvidar toda esta historia que no es historia, hasta que, subido en el colectivo, volviendo de la facultad después de un día aburrido, el 150 se frenó en un semáforo y, a su izquierda, un 37. Vi por la ventana hacia el otro colectivo pintado de verde, sin demasiadas ganas, y ahí, sin saber por qué, nos vi.
Me vi teniendo nuevamente alguna conversación con ella, agarrándonos de los tubos verdes para no caernos, dejando pasar a la gente que decía permiso. La vi a ella sonriendo de algún chiste que yo inventaba en el momento, y me veía a mí sonreír porque Martina, ojalá se llame Martina, se reía de mi chiste. Pero cuando aclaré la mente, o sea, cuando volví a estar presente en el mundo dejando de divagar con mis pensamientos o recuerdos, desaparecimos. Y esa imagen, al instante de ya no estar frente a mis ojos, invitó a que las dudas vuelvan a aparecer en mi cabeza.
Todos los pensamientos y emociones, aunque más bien el desconcierto, me habían vuelto a invadir cada órgano del cuerpo. Así, cuando volví a tener el miedo de no poder responder aquella pregunta, aquella duda de no saber qué éramos, supe que escribir todo, o por lo menos los destellos que estaban más presentes, sería vital. Entonces, al bajarme del 150 y llegar a mi casa, prendí la computadora y decidí empezar desde el principio, con una frase que dice todo y a la vez nada: “Todos los días de la semana viajaba en el 37; el colectivo de la línea 37”.
Ahora pienso, pienso y escribo, que me vi y me veo en la obligación de plasmar todo –de intentar recrear todo, un todo que en realidad nunca llegó a ser algo– para comprenderlo bien y buscarle un sentido. Y con dolor y enojo me doy cuenta que las preguntas siguen siendo las mismas, que esto no sirvió para nada, y que todo sigue siendo un quizás.
Quizás no me reconoció por eso que antes pensaba: que lo que sucede en el colectivo no importa. Que lo que pasa, si es que algo pasa, se queda ahí y ya está. No debe interferir ni detener la vida de nadie. Quizás eso le pasó a ella al no verme subido en el 37; quizás por eso no me reconoció. Martina, si es que se llama Martina, a lo mejor no me vio a mí, el chico con quien compartía recorrido, sino que quien la detuvo en mitad de la calle era, verdadera y tristemente, un completo desconocido.
* Nacho Cangas. Influencer literario.
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