Experiencia MDZ

Imágenes de la felicidad en un país que niega el pasado, con un presente que duele y un futuro incierto

La felicidad es una búsqueda incansable. Sin distinciones, todos hallan ese instante en experiencias, en su relación con el otro y la explosión de dopamina que genera el amor. Un aguafuerte cursi.

Pablo Icardi
Pablo Icardi sábado, 8 de abril de 2023 · 10:32 hs
Imágenes de la felicidad en un país que niega el pasado, con un presente que duele y un futuro incierto
Foto: Gentileza
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La historia de Anita ha sido relatada desde que ella era una niña. Su vida es un aguafuerte, una síntesis de la decadencia de las políticas sociales de Argentina. Creció en la calle, sufrió las adicciones, estuvo en orfanatos, en la tapa de los diarios, en los ejemplos de instituciones acartonadas. Peleó, literalmente, por todo. Fue vendedora ambulante, obrera de la construcción, guardia de seguridad y lo que pudiera. Ahora trata de huir de la calle; pero le cuesta. La encontré, casi de casualidad. Y en un mar de dolores, hubo un gesto que me sacudió: me mostró una foto de un niño en un changuito, sonriendo; un instante de luz que atraviesa las paredes; que pausa la dolorosa realidad que empuja a Anita. “Esto me genera felicidad", dice ante una pregunta ingenua. La foto es de su nieto; con poco más de 30 ella ya es abuela y la sonrisa de su nieto se transformó en la razón diaria para levantarse.

Hay un instante donde una persona puede sentirse frágil y egoísta. Alcanza con abrir los ojos ante otros para percibirlo así cuando se camina envuelto en la queja individual o, peor, en el disfrute por trivialidades. Sí, hay personas que sufren mucho más y también quienes son mucho más felices a pesar de remar contra la corriente.

Por eso planteamos un ejercicio sencillo y casi metafísico: en qué momentos uno se siente feliz, en un país que presiona para olvidar el pasado, que tiene un presente doloroso y que está construyendo un futuro incierto.  

En las respuestas espontáneas hay diversidad de miradas, pero una constante: se ponderan las experiencias, construir proyectos de vida y, sobre todo, el vínculo con el otro; con algún otro cercano, con algún otro que quieren que sea cercano, con algún otro al que esperan.

Aguafuertes

“Niñez no tuve”, dice Anita. Claro, se la robaron; no tuvo instantes de felicidad que pueda traer a la memoria rápido. Nada más miserable que haberle quitado la esperanza a varias generaciones de mendocinos. Ella nació a fines de los 90 y es del grupo de personas que se criaron cuando Argentina explotó; cuando el país se deshizo. Sus amigos, muchos muertos, sufrieron lo mismo. En cambio, Anita logró construir felicidades por momentos. Como mujer, al haber aprendido a sobrevivir; como madre, poniéndolo el cuerpo para no dañar a sus hijos. “Feliz me hizo encontrarme a mí misma, salir de las cosas que me hacían mal. Ahora me hace feliz ver a mis hijos saltando, jugando, riendo. Mi nieto me hace feliz”, dice. “Me va a hacer feliz tener un lugar, tener un futuro para ellos me va a hacer feliz”, explica, sin tener que pensar mucho, la joven.

En Mendoza 4 de cada 10 personas no tienen los ingresos mínimos para vivir. Pero en zonas vulnerables casi la totalidad de las personas están en esa condición. Es decir, no sirve ese ejercicio de contar 10 personas y creer que de ese grupo hay 4 que son pobres, pues la desigualdad se potencia: en el radio urbano visible la pobreza está camuflada (aunque cada vez menos); en los barrios de Mendoza es universal. La pelea por la supervivencia deja en segundo plano la posibilidad de tener instantes de felicidad; posterga los ratos para que Anita mire la sonrisa de su nieto o a su hijo saltando en una plaza. En cambio, tiene que salir con todos a vender algo a la calle.

La felicidad la encuentra en los momentos intangibles para los que ella casi no tiene tiempo. Particular coincidencia. “La felicidad para mí es ese ratito cuando veo a mis hijas escribir, leer, reírse, jugar, mirarme”, dice Poli, que trabaja 15 horas al día y vive sin necesidades económicas. “Cada vez tengo menos tiempo, llego cansado; salgo temprano, vuelvo tarde”, se recrimina. El miedo a perder esa vida lo paraliza y por eso no cambia. “Quiero que mis hijos tengan un futuro seguro; por eso trabajo tanto”, dice con culpa. Anita y Poli no se conocen; Anita y Poli sufren y disfrutan por lo mismo.

Al caminar, al levantar la mirada más allá de la ceguera diaria, hay gestos de felicidad que antes parecían invisibles. La síntesis es el amor; no necesariamente el amor romántico. La mayoría de los que respondieron apuntan a esa explosión de dopamina y serotonina que se produce algunas veces al mirar al otro o a uno mismo.

Estamos rodeados, a riesgo de empalagar con cursilerías. Cada vez que estaciono en calle Sargento Cabral hay un hombre guapo, joven, con barba que camina lento; muy lento; pausa los pasos. Abraza, cada vez, a una señora, a quien le sigue el tranco corto. La señora se cansa; se siente. El joven trabaja, imagino que es kinesiólogo de un hogar de ancianos que está en la Quinta Sección. Pero su caminar cansino, la mirada de compañero que tiene con la señora dice mucho más. Ella se siente amada; él le brinda mucho más que su oficio. En su mirada hay amor. Todos los días, una vuelta a la manzana, lento, sin que el tiempo sea un parámetro. Lento para que la felicidad dure más.

Se dicen felices

Los instantes de felicidad producen una reacción química al instante. Los recuerdos de la felicidad tienen, además, un agregado; las imágenes que nuestra imaginación le pueden aportar. Como dice Gabriel García Márquez en "Vivir para contarla", la vida no es lo que pasó, sino lo que uno recuerda que pasó. Con la felicidad ese recuerdo suele ser mejor. El futuro que uno imagina feliz está plagado de deseos, ese motorcito que nos quiere llevar hasta la zanahoria que tenemos delante de los ojos. 

“Me ha hecho feliz mi niñez. Me hace feliz ver a mis hijas. Me va a hacer feliz tener un proyecto”, explica Lita. “Él me hace feliz”, le dice a su compañero, Leo, a quien tiene a su lado, se sorprende y se queda petrificado de amor. Para Catarina la felicidad fue “sentir que era útil o necesaria”. Hoy, lo refleja en una idea que es profunda y casi un privilegio: poder elegir. A futuro, va más allá, con una idea existencialista: “autoconocerme”, dice. “Crear, viajar, ser parte de un proyecto, hacer lo que me gusta”, refuerza.

"Me hace feliz jugar a la pelota, desde que soy chico en el barrio y ahora con mis amigos. También estar al pedo, leer un libro y dormirme con mi novia", dice Marcos; que se autodefine como el macho típico y conservador. "A futuro quiero poder ser yo, siempre; sin caretajes y que me dejen ser", afirma. Mariana va a contramano. "No puedo ser feliz con otros que sufren. Desde mi familia, hasta un chico que pide", afirma. Sí, recuerda instantes, flashes de felicidad. "Cuando me recibí. Cuando nació mi hijo. Cuando me festejaron mi primer cumpleaños o el primero que me acuerdo", recuerda.  

Es exageradamente ambicioso pensar en ser feliz. Pero hay momentos eternos. Recuerdo una cena con la que me esperaban luego de un día de trabajo en la madrugada bajo la lluvia, escena que se repitió en miles de momentos. El recuerdo de comer chocolate con coco a escondidas junto a mi abuela. La despedida de mi madre cuando partí de viaje para no volver, cuando mi hermano me llevó en brazos luego de quebrarme una pierna, cuando una de mis hijas me guiña el ojo de manera cómplice antes de hacer algo trascendente, el dibujo de la más grande con las manos enredadas y un cartel que decía Papá, la infinidad de momentos de amor después de hacer el amor, el alivio inconmensurable que llega cuando le baja la fiebre a una de las chicas, la caricia de una madre (porque probablemente hay más de una), más de una lágrima, un abrazo de amigo. En el “gracias” que me dice Anita tan solo por haberla escuchado y mirarla a los ojos.

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