El temporal en primera persona: nunca estamos preparados para la violencia de la naturaleza
El fenómeno meteorológico impactó fuertemente en todo el AMBA provocando muertes, destrozos y numerosas pérdidas materiales. MDZ te cuenta en primera persona los detalles de una noche trágica.
A diferencia de muchos, a nosotros el temporal no nos sorprendió. No fue casualidad, sino contar con la ventaja de haber podido tomar contacto con la información en el momento preciso.
Eran las 23.45 del sábado y la noticia de la tragedia en Bahía Blanca, en una casa donde dos de los tres miembros son periodistas, se convirtió casi en un factor de obediencia debida que nos empujó a trabajar para nuestros respectivos medios.
Entre el estupor por los 13 muertos que había provocado la caída del techo del gimnasio del club Bahiense del Norte, las advertencias del Servicio Meteorológico Nacional por el desplazamiento de la tormenta, primero hacia la Costa Atlántica, y luego hacia la zona del AMBA cobraron un interés particular.
Lo de Bahía Blanca era -y aún lo es- lo suficientemente dramático como para poner toda la atención profesional en ello, pero anticipar los hechos también forma parte de nuestra tarea, casi como un servicio público.
Así fue que MDZ se convirtió en el primer medio nacional en advertir que ese fenómeno devastador que hacía instantes había pegado de lleno en el sur de la provincia, avanzaba rápidamente hacia el conurbano y la Ciudad de Buenos Aires.
Vivimos en Ituzaingó, al oeste del Gran Buenos Aires, y en esta época los árboles están más lindos que nunca, en todo su esplendor. Nuestra casa, ubicada sobre una calle de tierra, está rodeada de árboles añosos que en abril de 2012 sufrieron el impacto violento de un tornado. Este domingo aquel recuerdo se volvió una pesadilla.
Las alertas anticipaban que el viento podría alcanzar los 100 kilómetros por hora y que las tormentas llegarían a eso de las 3 de la mañana. Y así fue.
Era la 1 de la madrugada y, casi como un mantra, no podíamos dejar de pensar en aquello de "la calma que antecede al temporal" mientras mirábamos el cielo, todavía límpido y estrellado. Entramos la sombrilla, trabamos las puertas del patio, aseguramos macetas y muebles de jardín y cubrimos con una funda antigranizo el auto. También llamamos a nuestros padres y les advertimos que se venía algo fuerte.
Nos dormimos los tres. Mi hija en su dormitorio, en el primer piso de la casa, y nosotros en nuestra habitación que mira al sur. A las 3.10 nos sobresaltó un estruendo, una bocanada de viento que pareció arremolinarse en el jardín. El corte de luz fue instantáneo.
El Servicio Meteorológico había acertado con su pronóstico. Desplegamos tareas en equipo: uno fue a despertar a nuestra hija para que bajara y se refugiara en la parte baja de la casa ante el temor de que el viento arrancara parte del techo, como había ocurrido en 2012; el otro fue a entrar a los dos perros que dormían en un ambiente semidescubierto.
El asunto de los perros merece un capítulo aparte. En casa conviven desde hace tiempo Rea, una perra ovejera belga malinois, la raza que utiliza la Gendarmería y otras fuerzas de seguridad por su particular actitud frente al peligro, y Suncho, una mezcla de collie con pastor australiano que a pesar de su origen callejero sufre las tormentas de manera sorprendente.
Dicen que los perros perciben antes que nadie la llegada de las tragedias naturales, que con su reacción podemos saber si estamos ante un apocalipsis. Algo de cierto hay: hace algunos años, otra perra ovejera, Maggie, se metió de prepo en medio de la noche dentro de un placard y no hubo forma de sacarla. Horas después, una inundación nos obligaba a evacuar la casa.
Esta vez los perros se quedaron bien cerca nuestro. Afuera la oscuridad solo se interrumpía con el destello de los rayos, mientras el viento ensordecía. En casa no hay persianas, solo rejas y muchas plantas que las cubren. Nos refugiamos los cinco en una habitación cuya ventana está protegida por una frondosa enredadera. A oscuras, solo iluminados por la luz de una linterna apuntada hacia el techo.
De a ratos nos asomábamos para ver qué pasaba afuera. Volaban chapas, de aquí para allá, los árboles libraban su propia batalla aferrados al suelo, mientras dejaban caer parte de sus ramas. Los nuestros, un aguaribay y una acacia en cuarto creciente que plantamos hace poco en la vereda, contaron con la ventaja de la flexibilidad que les da la savia joven y terminaron inclinados pero no quebrados.
El auto había sido desenfundado y el cobertor era un bollo de tela que rodaba por el jardín. Los celulares no funcionaban. Tampoco había internet, por lógica, una ausencia que todavía perduraba este domingo. No había cómo pedir ayuda si algo grave pasaba.
Fueron 20 minutos, no más, que parecieron una eternidad. Poco a poco la lluvia fue ganando protagonismo y el viento siguió su rumbo, hacia la Ciudad de Buenos Aires, destrozando a su paso árboles y techos.
Nos volvimos a dormir tranquilos porque estábamos bien los cinco. La evaluación del daño llegó recién por la mañana: calles bloqueadas por árboles arrancados de raíz, autos aplastados por ramas, pedazos de telgopor de los techos por doquier y todo lo que se vio después en miles de videos e imágenes.
El silencio era aturdidor. Solo interrumpido por algunas sirenas lejanas y el tronar de las motosierras con las que muchos vecinos y personal de Defensa Civil y bomberos intentaban liberar de árboles la zona. Los celulares tardaron horas en recuperar la conectividad, a pesar de los esfuerzos.
La noche más oscura se había iluminado, la lluvia aún era una molestia y, pese a haber sabido con anticipación lo que se venía, uno nunca está preparado del todo para estas cosas.
Mirá las imágenes del temporal

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