Postales mendocinas

Réquiem tardío a la final del Mundial de Qatar: la victoria del olvido

A veces, es sencillo ser feliz: se trata de ganar una competencia deportiva y de no desperdiciar la ocasión de festejarlo, sin desconfiar del distinto. Sacar provecho de esta evidencia puede facilitarnos el trazado de un plan para salir del hoyo en el que se ha acostumbrado a vivir la Argentina.

Ulises Naranjo
Ulises Naranjo lunes, 30 de enero de 2023 · 06:00 hs
Réquiem tardío a la final del Mundial de Qatar: la victoria del olvido
Messi completó su viaje como héroe, con la victoria en Qatar. Foto: twitter.com/barcauniversal

La meta es el olvido. Yo he llegado antes”, Jorge Luis Borges.

Con los años, aprendo a tomarme mis tiempos. Ya no quiero llegar rápido a mis metas, sino llegar bien, entero, consciente, elegante, sobre todo. Esto me lo enseñó, con las hocicadas del caso, el cerro Aconcagua, que varias veces no me admitió en su cumbre y, cuando al fin me permitió besarla, sentí a la vez el regusto de saber que algo había muerto entre nosotros, entre esa montaña sagrada y mi sentido de la aventura. Desde entonces, como andinista, supe menos de mí mismo en cada cumbre. En cambio, cuando cualquier cerro me retuvo entre sus faldas con argumentos diversos, ese momento se volvió nutritivo y memorable: conseguir resultados, llegar a la cima, es comenzar a morir.

Ahora, siendo ya un adulto consistente, digo no a los apremios con asombrosa naturalidad: ya no quiero velocidad, quiero certidumbre; ya no quiero premura y eficacia, quiero permitir al mundo que me cuente sus cosas al oído, en lugar de imponerle mis interpretaciones. Hacer silencio es el único homenaje posible para la música y para el viento. Por eso, los poetas, esos cabrones, prestan tanta atención al silencio en sus poemas.

Soy, además, un fruto honesto de las clases populares. Mi vida creció con el fútbol como toda versión de la épica. Allí donde faltaron los libros, los aeropuertos y las fotos familiares en la playa, sobraron las aventuras en potreros junto a zanjones, perros y viñedos. El fútbol se convirtió en un universo posible para mí, una manera de entender la trama que los días tejían en la urdimbre de mi barrio, que tenía el tamaño del mundo, y de mi dios, uno hecho a mi imagen y semejanza, Diego Armando Maradona.

Diego y el barro. (Getty images)

Durante toda mi vida, hasta hoy, he jugado al fútbol con un goce evidente y una devoción constante; he sido como un monje que confía a ciegas en que ese juego es, en realidad, la síntesis de los doce trabajos que abrirían los portones del paraíso, que nunca se abrieron, sencillamente, porque no hay otro paraíso que no sea conseguir buenos momentos mientras se tenga vida.

Los años trajeron hijos y hacerme cargo de ellos fue la ocasión de correrme a un costado y jugar de actor de reparto: propiciar aventuras, en lugar de protagonizarlas. En términos futboleros, dejé de jugar de 10, para convertirme en un áspero marcador de punta. Y en este punto me encontró la final del campeonato Mundial de Fútbol de Qatar, entre Argentina y Francia, en la que se coronó mi país, luego de 36 años de espera. Vayamos hacia atrás.

Es domingo 18 de diciembre, mediodía y estamos en casa, presos de intereses diversos. Griselda, mi compañera, antes que el fútbol prefiere la música del barroco, pero acompaña con emoción; Lucía, su hija, se ha marchado a ver la final con su padre y Galilea, mi hija de 8, observa el paisaje con reposada misericordia, pues considera, sin más, que la especie humana es un caso perdido y el fútbol lo prueba. Y ahí estamos, el resto, los mortales, hechos un solo paquete de nervios: mi hijo Eliseo, de 18, y sus amigos, Santino, Alejandro, Fari y Mateo.

Sé bien lo que pasa, pero lo callo: no estoy nervioso por mí y tampoco por el resultado de la final. Estoy severamente azogado, porque no quiero que mi hijo y sus amigos vean fracasar las enormes expectativas que han ido construyendo durante el último mes. Yo he triunfado algunas veces y fracasado, un montón, ya estoy viejo. Y no quiero que, otra vez, ellos se queden con sus jóvenes manos vacías.

Sé que se trata sólo de un acontecimiento deportivo, pero me doy cuenta de que hemos puesto mucha reserva emotiva en juego, incluso en el hecho de desear que Lionel Messi, el mejor de nosotros, el bendecido, sea beneficiario de una merecida Asignación Universal por Magia y levante de una buena vez esa maldita copa, porque así es como terminan todas las películas en el cine.

Ya el planeta sabe lo que pasó: ganó Argentina. Y fue memorable: aunque todos y cada uno seremos pasto del olvido, ese olvido demorará un buen rato en borrar lo que ocurrió ese domingo y la manera en que se tatuó en nuestra memoria colectiva. 

Ahora que me tomo mis tiempos, también para escribir, prendo la máquina y me preparo un Cynar, con tónica, limón y hielo. No sé hacia dónde me llevará la escritura y no me molesta: es más, disfruto la instancia de recordar cómo viví aquella final corrido a un costado de mis ansias, por momentos, bajo un silencio duro, construido con mármoles helénicos y bajo una tensión semejante a la de las partículas que sostienen el universo. Lo reitero: no pensaba en mí, sino en mi hijo, Eliseo, y en sus amigos, pues verlo tan entusiasmados me hacía calcular la feroz estatura de sus caídas, ante la derrota.

Durante años, he citado que las cacerías enseñan más que las capturas, que ir camino a la cumbre es mejor que conseguirla, que trastabillar en un poema es mejor que terminarlo, que siempre es más gozosa la travesía que la posada y todo ese discurso se me vino en contra, cuando oré -como si acaso una deidad hubiera- para que ellos vivieran un momento de felicidad que habría de grabárseles de por vida, con el buril de la dicha.

A ver, empecemos de nuevo. No hay apuro y tampoco dónde ir.

Mírennos, con ternura, si lo quieren: estamos Eliseo, sus cuatro mejores amigos y yo saltando como estúpidas jirafas drogadas en el living de casa. Miren ahora cómo nos abrazamos con Eliseo, llorando y riendo, un largo rato, una hermosa eternidad. Todavía siento su tibieza, la tersura de su piel, la firmeza de sus músculos y las alternancia irregular de su respiración. Lloramos y reímos y tratamos de que el otro contenga para que el corazón no estalle. 

El abrazo. (Foto: Griselda López Zalba)

Es mi hijo. En verdad, como no acierto a saber cuánto es que lo amo, digo que lo amo todo lo imposible. Él transformó mi vida y yo, como devolución, intenté criarlo con minucioso compromiso para que, además de buena persona, fuera constructor de sus sueños y que disfrutara de jugar al fútbol, como yo lo había hecho: decenas de veces hemos jugado juntos, hombro con hombro, y atesoro esos momentos como de los mejores de mi vida. Y claro: de esto, a querer que el país en el que nació tu hijo, gane un campeonato mundial de fútbol, hay sólo un penal bien pateado.

Mírenme con la camiseta puesta, yo que siempre preferí el ascenso a la cumbre, llorando a pata ancha, portador sintomático de una torpe y melosa felicidad colectiva. Ahora, varias semanas después, puedo confesar que deseé la cumbre para mi hijo y sus amigos, que arrastraban con varios intentos y se merecían sentir lo que sintieron. De vez en cuando, bien lo saben los caminantes, hay que llegar hasta algún sitio donde haya agua y dejar la mochila a un costado.

Fue nuestro turno de negar la carencia y, aunque la única meta es el olvido, nosotros, los aún lastimosamente vivos, los que no recordamos prácticamente nada de lo que sucedido en la historia humana, recordaremos ese vano logro deportivo, mientras latir nos toque. 

Por eso, cualquiera de estas noches, levantemos el hocico en silencio hacia el cielo. Hagámoslo porque venimos de la oscuridad y vamos hacia ella; el bronce y el mármol también serán cenizas. Y hasta las cenizas serán cenizas. Miremos el cielo y sólo demos las gracias, porque, ante tanta saña y virulencia de la nada, ante tanto trajín dificultado por la economía de los días, nada mejor, a veces, que tomarnos un descanso y negar la crueldad del infinito y montar un carnaval en la vereda de casa.

Festejemos, amigos, y sintamos el deber de recordar estos días. Eso que llamamos memoria, es apenas un destello tibio, tímido y breve, en la inmensa confusión que constituye el universo. Esa bruma espesa y despótica que lo habita es el olvido, la sustancia que todo lo rige. Y nuestra misión es negarlo, en la medida de lo posible.

Acabamos de ganar la final. Salgan a la puerta y escuchen: suenan bocinazos callejeros, se alzan banderas celestes y blancas y un mar de cabecitas -sin distinción de credos, razas, ideologías y cuentas bancarias- se va generando en cada ciudad. Nosotros, en casa, elegimos preparar unos tragos y el almuerzo y, a cada rato, volver a abrazarnos. 

Fuimos felices. (Foto: Griselda López Zalba)

A veces, es sencillo ser feliz: sólo se trata de ganar una competencia deportiva y de no desperdiciar la ocasión de festejarlo, sin desconfiar del otro, del distinto. Sacar provecho de esta curiosa evidencia puede facilitarnos un poco el trazado de un plan para salir del hoyo en el que se ha acostumbrado a vivir la Argentina. 

Agoniza el último domingo de enero del 2023: pronto se irá para siempre. Han pasado ya varias semanas desde la final ganada y un zonzo optimismo sigue acompañándome. Pienso que oponerse a lo absoluto, pelear contra lo imposible, osar negar el olvido, sea tal vez el único rasgo de nobleza valedero que debiéramos encomendarnos. La libertad debería ser medida con la vara que evalúa lo que hacemos con nuestro ínfimo latido, ante la poderosa y oscura confusión que nos rodea. La única gloria posible es la pelea y, muy cada tanto, venceremos por penales y tendremos la obligación moral de celebrarlo.

¿Por qué? No sé; qué querés que te diga, no te lo puedo explicar, porque no vas a entender: las finales que perdimos tantos años las lloré. 

Ulises Naranjo.

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