La Máquina de la memoria

La figurita difícil

Una historia de amor detrás de un trabajo. Una historia de pasión "y obsesión" detrás de una colección. El chocolate como hilo conductor y una enseñanza.

Martina Funes
Martina Funes domingo, 27 de junio de 2021 · 07:01 hs
La figurita difícil

Por Martina Funes tinafunes@gmail.com

En mis excursiones por la habitación de mi abuela siempre me extrañó encontrar papelitos y envoltorios de metal entre sus cosas: noté que ella atesoraba y dejaba, estratégicamente distribuidos por diferentes rincones, bombones, chocolatines y sus envases, alisados o prolijamente plegados. Ella era la única hija mujer de tres hermanos, la del medio, y la regalona de su papá.

Su casa era el lugar al que yo viajaba para descubrir tesoros ocultos en esos lugares impensados: nunca en espacios previsibles como la cocina o la despensa. Encontraba delicias debajo de su almohada, en algún cajón de su placard, dentro del costurero, o entre una pila de libros de su mesa de luz. En una persona que yo consideraba grandísima de edad todo eso me parecía intrigante y divertido. No recuerdo haber recibido una respuesta contundente cuando le preguntaba por qué guardaba y escondía papeles y chocolates y, por supuesto, yo resultaba siempre beneficiada con esa costumbre, que recién entiendo ahora.

El chocolate, el objeto que une varias historias.

Mi bisabuelo -su papá- fue un inmigrante de Irlanda que llegó de niño a la Argentina con sus padres y otros nueve hermanos a vivir en Adrogué, en Buenos Aires. Comenzó a trabajar desde muy chico como cadete en una fábrica de chocolates, El Águila, que había fundado el francés Abel Saint en 1880. Ese irlandés decidido creció con el perfume del chocolate como un ingrediente más de su personalidad y su fisonomía esbelta y espigada. Con esfuerzo y determinación se recibió de contador y, a lo largo de los años, llegó a ser representante de Aguila Saint y gerente de varias de las sucursales que le tocó establecer y administrar.

Para ese entonces los descendientes de Saint habían transformado esa empresa en una de las fábricas más avanzadas de la época, al tostado del café y el chocolate para taza -la bebida sin alcohol más popular de esos tiempos- le sumaron infinidad de productos asociados. Le tocó entonces al abuelo de mi mamá atravesar un segundo desarraigo, separarse de sus nueve hermanos y sus padres y dejar Buenos Aires para recorrer algunas provincias argentinas, donde imaginaba una sucursal de Águila y la convertía en realidad.

Pero antes de eso, varios años antes, conoció a una niña que llegó a Adrogué desde Milán con su familia, y que lo deslumbró con la mirada transparente de sus ojos verdes, su carácter decidido de modales suaves y su confianza en un porvenir alentador. Cuando llegó el momento no dudó en casarse con ella y moldeó, en ese instante, el germen que dio origen a mi Tribu.

Como representante de esa chocolatería mi bisabuelo fundó Águila en San Luis, donde nació mi abuela, y luego se trasladó con su familia a Mendoza. Esta provincia de los cielos siempre despejados, el clima seco, y esa amplitud térmica que favorece a los viñedos, lo convenció de afincarse definitivamente entre las montañas y distribuir sus días entre la gerencia de la compañía de los Saint y sus propias plantaciones de uva y frutales de exportación en Agrelo y Fray Luis Beltrán.

La argentina de principios del siglo XX.

En esos años del 1900 su familia creció en una casa de la calle Garibaldi, entre San Juan y Rioja, alrededor del olor, la textura y el sabor del chocolate. Mientras él diversificaba sus intereses y se convertía en un referente entre los empresarios locales: así fue fundador e integró el directorio del Banco de Mendoza y de la Mercantil Andina, entre otras firmas relevantes. Durante sus años en esta Provincia desplegó su carácter afable, una generosidad ilimitada -que era la marca sobresaliente de su personalidad- y la fascinación por la ópera, un amor que le heredó a la tercera de sus nietas mujeres -mi madre-.

Como una pieza fundamental de su estrategia comercial, cuando comenzó a declinar la popularidad  del chocolate como infusión y hábito alimenticio preponderante, Águila comenzó a incluir figuritas de papel dentro de sus chocolatines. El objetivo era completar un álbum, que una vez lleno, se podía canjear por una bicicleta.

El álbum de Aguila.

Una mañana helada del invierno mendocino, en la sucursal y depósito que la compañía de los Saint tenía en las inmediaciones del Acuario, en la calle Ituzaingó, entró un niño de pantalones cortos y determinación férrea y solicitó, de inmediato, una audiencia con el gerente.

Lo recibió entonces el padre de mi abuela, detrás de un imponente escritorio de roble macizo, sobre el que habían, prolijamente alisados y plegados, diferentes envoltorios de chocolatines y bombones, estratégicamente distribuidos en pilas. Invitó al pequeño a tomar asiento y a exponer el motivo de su visita. El niño, sin perder tiempo, abrió una maleta de suela color crudo y, antes de decir una palabra, depositó sobre el escritorio tres álbumes de los chocolatines Águila casi enteramente completos. A los tres les faltaba solamente una figurita, a los tres la misma, la más complicada de conseguir, esa que se imprimía en cantidades controladas y limitadísimas: la figurita difícil.

-Vengo a hacerle una propuesta, dijo el niño. -Puedo romper delante suyo, ahora mismo, los tres álbumes y empezar a juntar todas las figuritas de nuevo. Yo vuelvo a comprar todos los chocolates necesarios para completar otro álbum, de cero. Pero usted me tiene que dar la difícil.

El gerente, en virtud del puesto que ocupaba y la responsabilidad que tenía, contestó lo que debía contestar: -no me podés pedir eso. Tenés que comprender que para mí, acceder a tu pedido, es hacerle trampa a la empresa para la que trabajo. Sería una deslealtad; pero además, sería también injusto con todos los coleccionistas de figuritas que quieren, tanto como vos, completar el álbum y lo intentan día tras día. No puedo complacerte, se disculpó.

La "figurita difícil" ha sido motivo de obsesiones de muchos niños.

El coleccionista, naturalmente, se sintió herido en lo más profundo. Tomó sus posesiones, dio media vuelta y con furiosos pisotones al piso, emprendió la salida del despacho. Justo antes de que franqueara la puerta el gerente lo frenó y le ofreció una ofrenda de paz. -No te vayas tan enojado, le pidió. Te convido un chocolate para que, mientras lo pruebes, comprendas mi situación y cuál es mi obligación como representante de esta compañía.

El chico paró en seco y dio la vuelta más calmo, y mientras llegaba otra vez al escritorio, mi bisabuelo abrió una caja fuerte revestida en madera de alrededor de un metro cincuenta de altura. Desde dentro sacó un chocolatín y se lo entregó, mientras lo despedía con un apretón de manos. Una vez más el niño dio la vuelta para salir, un poco más tranquilo, aunque igualmente decepcionado. Siguió caminando mientras con una mano manipulaba el envoltorio de la tableta de cacao, azúcar y leche, y con la otra sostenía la maleta de cuero. Bajó uno, dos, tres, cuatro, escalones que conectaban la entrada de la empresa con la ancha vereda y, cuando estaba pisando el último escalón, soltó la valija para descubrir, dentro del envoltorio, una de las clásicas figuritas de ese álbum que ya conocía de memoria: era la difícil.

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