La Máquina de la memoria

El recreo inolvidable

Los recreos son los mejores momentos de un día de escuela. Incluso para experimentar situaciones de peligro, ejecutar actos heróicos y superar problemas.

Martina Funes
Martina Funes domingo, 23 de mayo de 2021 · 07:21 hs
El recreo inolvidable
Foto: Ariella Pientro

Por Martina Funes /  tinafunes@gmail.com

Nunca fui de esas niñas que querían faltar a la escuela, lo cual es bastante extraño por mi timidez constitutiva, a la que sufría como una maldición. En aquellos años intercambiar palabras o gestos requería un esfuerzo titánico. Cualquier conversación con adultos o niños me exigía una concentración de trapecista que me dejaba agotada.

Hablarle a una maestra era una actividad cuidadosamente organizada, necesitaba una preparación digna de plan para un crimen perfecto. Había que evitarla a toda costa, y si no quedaba otra alternativa, era necesario pensar paso por paso: cómo acercarse, qué decir primero, varias frases posibles ante una misma respuesta, dónde mirar y, sobre todo, cómo hacer todo eso y permanecer invisible.

Mi madre, que sabía esto como sabía hilvanar un ruedo o pegar un botón, intentaba ayudarme a superarlo, y me asignaba tareas imposibles para mí. Me pedía, por ejemplo, que llamara por teléfono a una de sus amigas y le preguntara algo en su nombre. O que me bajara del auto y tocara el timbre de una casa para entregar un paquete a un desconocido con un mensaje que debía recordar de memoria. Jamás logré completar ninguna de esas misiones. En verdad ni siquiera lo intentaba: los teléfonos casualmente siempre estaban ocupados, los timbres no funcionaban o las casas estaban casualmente deshabitadas cuando yo llegaba a la puerta.

Sin embargo, en el jardín de cuatro, se me presentó una prueba que me obligó a sobreponerme y apagar todas las alarmas de advertencia que sonaban en mi cabeza.

En mi escuela primaria los alumnos del kindergarden, como se decía en aquel tiempo, éramos “bambis” si estábamos en la sala de la señorita Susana. Recuerdo especialmente la hora de la merienda, no tanto porque me importara comer -era flaquísima-, sino porque se compartía cualquier cosa que llevábamos. Algún compañero elegido por su buena conducta -o tal vez al revés, para promover un comportamiento más adecuado- pasaba con una bandeja en la que cada bambi debía poner algo y podía, a la vez, tomar otra cosa distinta. Para mí era fascinante encontrar golosinas exóticas en esa fuente sustituta: el mejor día resultaba cuando conseguía unas obleas triples rellenas de una crema azucaradísima de frutilla y vainilla.

Pero el momento favorito de cualquier día de escuela eran los recreos. El patio de la Escuela Normal no se diferenciaba demasiado de una plaza cualquiera de la ciudad de Mendoza. Tenía columpios, subibajas, toboganes de diferentes alturas, areneros -mis preferidos, por los tesoros que podían estar enterrados y porque me recordaban a la playa-, una calesita con volante y dos juegos estrella: una estructura de caños anaranjados que a nosotros nos parecía gigantesca y a la que le decíamos el submarino -sospecho que tenía esa forma- y una casita de troncos a la que no siempre nos dejaban subir.

En el arenero estaba yo un recreo cualquiera buscando joyas, o tal vez intentando construir un castillo, cuando percibí que algo diferente pasaba en un rincón del patio. No es que hubiese gritos o algún sonido de alerta. Algo impreciso me hizo levantar la cabeza hacia una ronda de niños que me daban la espalda. Lo que fuese que estuviera ocurriendo se concentraba en el centro de esa rueda. Cuando me acerqué y logré traspasar la barrera de hombros entrelazados vi algo que me provocó una mezcla de horror y fascinación y, por varios segundos, la confusión y esa timidez que me seguía a todos lados como si fuese mi sombra me hicieron dudar acerca de lo que tenía que hacer.

En el medio de la ronda estaba el chico más bajito de todo el jardín, un rubiecito con ojos acuáticos y cara angelical que no parecía llegar a los cuatro años. Tenía los pantalones a punto de abandonar su cintura y dos de nuestros compañeros, con vocación de futuros médicos, intentaban probar sus habilidades en un paciente real. Uno de los chicos consiguió contrabandear de su casa una jeringa completa, y consideró una idea excelente probar su pulso y las bondades curativas del agua corriente en una nalga de verdad -las muñecas eran muy aburridas y el plástico muy duro-. La jeringa, ya llena de agua y su correspondiente aguja, estaban preparadas para inocular a la víctima cuando el espanto le ganó a mi timidez.

Había que actuar rápido, quedaban segundos. Era necesario identificar la solución y concretarla a todo vapor. Fue así que salí corriendo hasta que encontré a una de las seños, justo a tiempo para evitar el desastre.

Sospecho que todavía hoy los autores de la travesura no pueden olvidar que esa pusilánime haya frustrado su temprana vocación por la salud pública.

Durante años estuve doblemente orgullosa de haber intervenido para detener lo que ante mis ojos era ni más ni menos que una catástrofe. Había sido capaz de sobreponerme a mi timidez y actuar. Además pude impedir una de las peores torturas que habitaba todas mis pesadillas infantiles: una inyección.

¿Fue una hazaña para presumir? Hoy no estoy segura.

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