Valle de las Lágrimas: el avión de los uruguayos

Sobrevivientes de los Andes: ¿por qué no caminaron hacia el río Atuel?

El mundo conoce la historia de los uruguayos que sobrevivieron 72 días a 3600 metros de altura. La pregunta que ronda por lo bajo es por qué no caminaron hacia el este, si a 12 horas de allí, a apenas 20 kilómetros, había un rancho y hasta un hotel, a orillas del río Atuel. Intentaremos responder.

Ulises Naranjo
Ulises Naranjo lunes, 1 de febrero de 2021 · 00:00 hs
Sobrevivientes de los Andes: ¿por qué no caminaron hacia el río Atuel?
La cruz, en el lugar de los hechos (Foto Ulises Naranjo). Foto: Ulises Naranjo

El 12 de diciembre de 1972, dos meses después del accidente, Parrado, Canessa y Vizintín comenzaron a escalar la montaña hacia el oeste... El segundo día, Canessa creyó ver un camino hacia el este y trató de persuadir a Parrado para que se dirigiera en esa dirección. Parrado discrepó y discutieron sin llegar a una decisión”, Wikipedia.

El hombre en el planeta tiene, al menos, unos 2500 años de memoria activa, los suficientes para saber la tragedia es moneda corriente de la historia. Hemos atravesado diluvios, pías guerras impiadosas, magnicidios, cataclismos, holocaustos, hogueras, muertes de dioses, vejaciones colectivas y seculares y bombas nucleares en nombre de la paz, hongos florecidos en vivo, ante el asombro de las audiencias en los livings hogareños. 

Ante tanta muerte, la memoria sólo alcanza a fijar más atención en aquellas tragedias que, por alguna razón, son portadoras de singularidades. Una de ellas sucedió en Mendoza, luego de la caída del avión de la Fuerza Aérea de Uruguay en tierra malargüina, en primavera, precisamente el viernes 13 de octubre de 1972. 

El primer dato peculiar es la proeza de la supervivencia: tras el impacto y luego de agonías, establecimientos de jerarquías y de un alud, finalmente sobrevivieron 16 personas, luego de pasar 72 días a los pies de un glaciar, a 3.600 metros de altura. Dejando de lado, esta vez, los detalles archiconocidos sobre las modalidades de supervivencia adoptadas, habremos de centrarnos en un punto que se oye en voz baja en muchas ocasiones, sobre todo en una sociedad como la nuestra, habituada a la montaña. 

La pregunta que ronda es por qué no probaron caminar, como el mismo curso del agua lo indica, hacia abajo del glaciar, en dirección del valle del Atuel, siendo que, efectivamente, a 12 horas de ese lugar, al borde del río, había un puesto (un rancho, un techo seguro, un hogar, un sitio de crianza de animales) e incluso un hotel abandonado con baños termales, que aún perdura. 

La duda suele ir acompañada de estupor: ¿cómo fue posible que no lo intentaran y en un día o dos llegaban sitios habitables? 

Al pie del cerro que se ve al fondo, está el río Atuel, con una casa y, muy cerca, un hotel abandonado

La rápida respuesta es que, sencillamente, no lo sabían y que, además, fueron informados por los pilotos de que ya estaban en tierras chilenas; por eso, tras 60 días en ese circo glaciario, los tres más osados rumbearon para el oeste y, luego de 11 días, dos de ellos encontraron contacto humano, en Chile. 

Acerca del planteo, se ha hecho referencia a una situación vivida al inicio de esa expedición, cuando, al segundo día de ascenso, Parrado, Canessa y Vizintín observaron el valle mendocino del Atuel en el este: “Canessa creyó ver un camino hacia el este y trató de persuadir a Parrado para que se dirigiera en esa dirección. Parrado discrepó y discutieron sin llegar a una decisión”, dice la historia, que merece un análisis más detallado. 

Ante la contundencia de los hechos, hay circunstancias que determinan la elección del este (Chile), en lugar del oeste (Malargüe). Esas circunstancias dan sentido a la ruta tomada. 

Para empezar, todo se sujeta a un grave error del copiloto y el piloto, signados como causantes de la tragedia por sus malas lecturas de los instrumentos: viajando en un mar de nubes, creyeron estar ya en Chile y se dispusieron a aterrizar, cuando apenas habían sobrevolado la villa de Malargüe y seguían en Argentina. Tras el impacto, antes de morir, el copiloto les aseguró que ya estaban en Curicó, Chile. Y los sobrevivientes le creyeron y jamás zafaron de ese error fundacional. 

Con las décadas transcurridas, la historia del avión ha ganado carácter simbólico, pues se ha tejido una trama épica sustentada en las proezas de los sobrevivientes, quienes, en su país y al viajar por el mundo, son tratados como héroes y brindan conferencias sobre superación personal, a partir de los detalles de los hechos. 

Como siempre, nada de lo sucedido podría comprenderse debidamente sin el contexto. Es el año 1972 y las personas a bordo son de Uruguay, un país cuya mayor altura de relieve es 514 metros. La mayoría de los viajeros son jóvenes que ronda los 20 años, quienes, si bien deportistas, carecen de experiencia en la montaña (algunos no conocían la nieve). Hubo quienes –como algunos sobrevivientes ilustraron en el documental “La sociedad de la nieve”– eran “nenes de papá y mamá”, chicos católicos de clases privilegiadas y excelente calidad de vida, sin mayores contratiempos y residentes de la exclusiva zona de Carrasco. No tenían equipamiento de altura ni gps (recién se inventó el año siguiente); no contaban con brújula ni cartas ni mapas y tampoco, claramente, debida alimentación. Para peor, la puerta de la agonía lenta se abrió, cuando la única evidencia de la que dispusieron fue pésima información a cargo de los militares a cargo de la aeronave. 

Estuvimos allí hace unos días y sí, es cierto: toda la formación andina empuja a ir caminando hacia abajo, hacia el este, pero ellos no lo sabían ni lo intentaron. El mensaje, la solución, la certeza, la evidencia en sus manos de manos de la autoridad era otra: ya estaban en Curicó, Chile, e ir hacia abajo, hacia el oeste, les suponía adentrarse en los Andes. Encima, allá al fondo, a 20 kilómetros, donde está el valle y el puesto de arrieros y el hotel abandonado con aguas termales, hay un gran cerro que mete miedo por su envergadura, el Sosneado. Para ellos, al oeste había más y más montañas. 

Restos del avión y una expedición visita el lugar.

Hoy, con “el diario del lunes”, sabemos que el trecho de descenso desde el lugar del impacto, puede hacerse en un par de días o en uno solo, dependiendo de la fortaleza de los pasos, pero es otro el mundo desde el cual se analizan los hechos. 

Efectivamente, todo hubiera cambiado si caminaban hacia abajo, pero no lo hicieron. Y así es la vida: se define por lo que ha sido y no por lo que pudo ser. 

Todo hubiera sido distinto de no mediar un temporal, pero lo hubo. Todo hubiera cambiado si piloto y copiloto hubiesen leído bien sus instrumentos, pero no lo hicieron. Todo hubiera cambiado si el avión Farichild FH-227D conseguía elevarse dos metros más lo que lo hizo, evitando los últimos riscos de la montaña, pero no se consiguió. Se hubieran salvado varias vidas más, de saber que los glaciares provocan aludes en primavera. Todo hubiera cambiado si Parrado, quien es corto de vista, hubiera sido convencido por Canessa, quien vio un camino hacia el este, pero no hubo convencimiento. 

Nada de todo aquello sucedió. Por eso, entonces, pasó lo que pasó y los que latían debieron disponerse para construir una historia de la supervivencia que traspasa a varias generaciones.

El año que viene, se cumplirán 50 años y ese espacio –lleno de luz, de silencio, de resignada santidad y de vestigos– volverá a cobrar significados y a generar estupor, admiración y asombro en quienes se asomen destejer los detalles de la historia.

Quienes vivieron para contarlo, allí aprendieron como se muere y, se intuye, ahora, día a día, tienen plena conciencia de que muere con una lentitud conocida. Vivieron para inventarse una imagen distinta de aquel espacio de despedidas y para demostrarse que sus vidas son más que aquella célebre anécdota. 

Así, pues, nos enseña la experiencia las virtudes de su oficio: aprender a envejecer. 

La forma que encontraron los sobrevivientes para resistir y encontrar sentidos ha sido transformar la calamidad en relato. Al modo griego, son protagonistas (“los que combaten antes”, “los que combaten primero” e, incluso “los que mueren antes”) y nos cuentan lo vivido a nosotros, que nos acercamos hasta allí como turistas, a lo sumo, como viajeros, tratando de entender la fragilidad de los cuerpos y también de las decisiones. 

Hacemos silencio en el lugar de los hechos. Si bien es enero, cae una nevisca sin dulzura. Nos sentamos en una piedra y cerramos los ojos. Damos nuestro respeto a los que allí dejaron sus latidos y damos gracias a quienes los conservaron para demostrarnos que la vida es un don valioso, breve y extraordinario. 

Ulises Naranjo. (texto y fotos) 

Agradecimientos: Inka Expediciones y grupo Ecoandinia.

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