La Máquina de la memoria

El doble festejo de la Tribu en el cierre del año

La fiesta de fin de año es especial. Y lo era para esa tribu que vivió la niñez y adolescencia en los años '80. Un familión alrededor de la mesa y un recuerdo con nostalgia.

Martina Funes
Martina Funes domingo, 26 de diciembre de 2021 · 07:48 hs
El doble festejo de la Tribu en el cierre del año

Por Martina Funes tinafunes@gmail.com

Para los niños de mi familia las celebraciones eran siempre sinónimo de diversión: estábamos juntos y jugábamos. Además las festividades de fin de año estaban teñidas de una mística muy particular, flotaba un halo de emoción en el ambiente que no entendíamos muy bien pero que interpretábamos como de una importancia superior. Entre los primos teníamos un acuerdo tácito esos días; respetar las reglas, portarnos bien.

Vengo de una Tribu bastante numerosa para la que los festejos eran, incuestionablemente, sinónimo de encuentro. En los momentos de máxima participación llegábamos a sumar cerca de cincuenta personas -según el año y los embarazos de turno-. Pero además, la generosidad de mi abuela, anfitriona obligada y orgullosa, incluía y agregaba a parientes políticos, amigos y, en definitiva, a quien hiciera falta para que nada amenazara con poner en peligro la reunión completa de sus nueve hijos con sus parejas y la totalidad de sus nietos.

Pascuas, días de la madre y del padre; la Fiesta de la Vendimia, e incluso la Navidad eran celebraciones para que al menos la mitad de sus descendientes se juntaran en un caserón, que se extendía hasta la mitad de la manzana en pleno centro de Mendoza. Se situaba a muy pocos metros de la Plaza Independencia y era un lugar privilegiado para disfrutar del Carrusel o la Vía Blanca de las Reinas, y también para disparar bombitas y agua en sus diferentes formas desde el balcón los días de Carnaval.



Por supuesto para mis primos la Navidad era importantísima porque, además de la ansiedad que nos provocaba estar todos juntos, ataviados con nuestras mejores ropas, esperábamos los regalos que se acumulaban en torre debajo del árbol. Los menores que integrábamos la Tribu merodeábamos cerca de los paquetes y tratábamos de espiar cuál nos correspondía a cada uno. Claro que quien se aventuraba sufría la inmediata expulsión de algún adulto hasta que, inmediatamente después de los brindis y saludos, llegaba el momento de la distribución de presentes. Siempre sentí que la cantidad de regalos era una enormidad. Ahora, en retrospectiva, descubro que no eran muchos: no faltaba nada, pero había una austeridad controlada que de todos modos provocaba felicidad infinita.

Eso sí, nadie, absolutamente ninguno de todos los integrantes del familión podía faltar a la víspera de año nuevo. Había un acuerdo no escrito ni declarado, pero indestructible, que estipulaba que las seis mujeres y los tres varones que criaron mis abuelos, aceptaban que -pasara lo que pasase- el primero de enero de cualquier año se esperaba todos juntos, sin excusas ni excepciones. Es que, además, había un motivo de mucho peso: una de las hermanas de mi mamá cumple años el 31 de diciembre, suma 365 días de vida a la vez que recibimos el nuevo año.

Durante toda mi infancia y adolescencia, y por muchos años, esa doble fiesta era lo más importante que le podía pasar a la Tribu: todos lo sabíamos, incluso el bebé de turno que recién llegaba a la familia.

Como es de suponerse cada uno de esos festejos estaba fuertemente ritualizado. Vale decir que a los niños nos dejaron creer que el escudo de la Plaza Independencia se iluminaba cada año en honor a la homenajeada de la familia, a propósito de su aniversario. Y esos colores brillantes eran lo primero que notábamos exaltados todos los chicos desde la vereda, antes de entrar a la casa de nuestros abuelos. Esa era la comprobación de que empezaba la fiesta: el escudo ya estaba encendido.

A propósito de los rituales, y de la misma manera que muchas familias mendocinas que padecen la temperatura de los diciembres, había una serie de platos fríos de comida que no podían faltar la noche del 31. Y como sucede también hoy, alguien cantaba primero, segundo y tercero para decidir quién cocinaba qué y cuánto era necesario de cada receta. La cocina era una exposición de fuentes, platos y contenedores que no cabían en ninguna heladera ni mesa.

Esa noche en el ambiente ondeaban sensaciones que no se percibían en otras celebraciones familiares y el momento más impactante para mis ojos era cuando llegaban las doce y todos nos saludábamos. En esos intercambios de buenos deseos siempre había un mensaje que cada uno de los adultos tenía para compartir conmigo y entre ellos. Eran habitualmente palabras húmedas y entrecortadas por la emoción sobre todo lo lindo que ese nuevo año tendría para que yo descubriese. Pero lo que siempre me conmovió y no olvidé jamás fueron todos esos abrazos: su duración, su intensidad -apretaban fuerte-, el calor y el perfume particular asociado a ese saludo.

Sin embargo, lo verdaderamente importante para los chicos eran, primero las estrellitas, los chasqui boom, las cañitas voladoras, y cualquier cosa que iluminara el cielo y que durara -de ser posible- hasta que se hiciera de día. Y, algunos años más adelante, también la música, muchas melodías y bailes descontrolados y felices. Resulta que uno de los integrantes del grupo era un gran bailarín, apasionado por las canciones, los chistes y la alegría en general -lo perdimos el año pasado- y no pudimos despedirlo como merecía: con muchas bromas, y diferentes y reiteradas versiones del mismo tema musical.

La verdad es que no fueron pocos los años que nos encontraron a grandes y chicos bailando y cantando bajo lluvias torrenciales en el jardín. Celebrábamos: un cumpleaños importante, que llegaba un año lleno de posibilidades, que estábamos juntos y que, en pocas horas o días nos iríamos de vacaciones -también como Tribu-.

Hoy somos menos, el adhesivo más fuerte que teníamos -mis abuelos-, hace tiempo que ya no está. Y como toda gran familia por un lado nos expandimos y por otro nos atomizamos. No nos juntamos todos contra viento y marea las vísperas de año nuevo. Pero ese día -desde que me despierto-, espero las doce con la misma ilusión con la que esperaba esos abrazos fuertes y esos deseos húmedos de emoción. Y siento, en cada momento de ese largo día, que es una de las fechas más importantes y especiales de mi año.

 

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