Valle de las Lágrimas: El Milagro de los Andes

El avión de los uruguayos 49 años después: mítica, belleza y muerte

Fuimos caminando hasta el sitio de la tragedia y el milagro de los Andes. Aún quedan huellas de lo ocurrido hace 49 años. Aquellos que puedan, deberían hacer esta excursión hacia un sitio que habla del destino y de la condición humana.

Ulises Naranjo
Ulises Naranjo viernes, 29 de enero de 2021 · 08:51 hs
El avión de los uruguayos 49 años después: mítica, belleza y muerte
El Memorial y, bien al fondo, el cerro Sosneado. Foto: Ulises Naranjo

En más de un momento llegué a perder la esperanza. Sobre todo de noche. Delante tenías un baño de realidad que te decía 'de aquí no te puedes ir, es imposible, es espantoso'. Pero al día siguiente, cuando te despertabas, te ponías el uniforme de invencible, salías a luchar e intentabas buscar una solución para poder seguir vivos y volver a casa con nuestras familias”, Antonio 'Tintín' Vizintín, superviviente.

El Valle de las Lágrimas, de Malargüe, sitio donde cayó en 1972 el avión de los uruguayos, ha tomado con las décadas la mítica de los espacios sin tiempo: allí se siente que, hace poco, sucedió algo. Y lo que allí sucedió habla de la compleja condición del ser humano en condiciones extremas y sus maneras de decir delatan silencios largos, formas épicas y metáforas diversas. La religión y la poesía lo saben: cuando algo es enmarañado, milagroso o inconfesable, hay que decirlo con alegorías. 

Echémonos a andar, 49 años después. Nadie que entre por esa quebrada desconoce los hechos: un avión cayó y, los que pudieron, debieron sobrevivir a cualquier costo y, después, vivir para contarlo por el resto de sus días. 

Una de las alas de la nave.

El lugar 

El espacio es imponente. Se trata, pues, de un circo glaciario a relativamente baja altura, 3.600 metros, y de belleza natural insobornable. Ahora, la zona, muy rica para las veranadas de animales de corral, habitualmente surcada desde todo el siglo pasado por puesteros y arrieros, está signada por un hecho que la colocó ante los ojos del planeta: una nave se precipitó en su vientre y, de 45 personas a bordo, sólo 16 sobrevivieron, tras volver a aprender a vivir 72 días en el lugar.

El año que viene se cumplirán 50 años y ya se imagina lo aquellos relatos de la supervivencia volverán a significar, pues, de tanto construidos y reconstruidos, son parte de una memoria colectiva, una historia que mezcla infortunios y esperanzas, azares y pésimos cálculos, suerte y mala suerte, imperdonables inoperancias y perdonables ignorancias, muertes y agonías, proezas y liderazgos, prodigios, al fin, ante dos eternidades insoslayables: las del recuerdo de los que viven y la de los glaciares, que todo lo callan. 

El viaje 

El itinerario de la aventura hacia al avión es sencillo: yendo por la Ruta 40, a la altura de El Sosneado se ingresa a un camino de tierra, durante unos 60 kilómetros, remontando el valle del Atuel Superior y su amplio río. Se recomienda hacerlo en camioneta, aunque, en verdad, vimos varios autos allí, incluso un valeroso Fiat Uno. Hay que llegar hasta el puesto de la familia Araya, a los pies del río Atuel, poco después del abandonado Hotel Termas El Sosneado. 

Allí, de un lado del río estamos en San Rafael y, del otro, hacia donde vamos, en Malargüe. Se inicia el trekking cruzando el Atuel –si es a caballo, mejor, porque el caudal es grande– y se encara por una quebrada, en cuyo final, a 20 kilómetros del lugar y 1000 metros de desnivel, están los restos. 

Muchos prefieren llegar hasta allí a lomo de esforzados y mansos caballos. Nosotros, como parte de una expedición del grupo de montaña Ecoandinia (al frente del cual están Rubén Sindoni y Flavio Morcos), elegimos el mejor modo de vivir la montaña: caminando y, en esta ocasión, contando con los servicios completos de los expertos de Inka Expediciones, bajo la conducción de un andinista: el guía, profesor de Educación Física y psicólogo Juan Pedro Vilche, quien conoce hasta los detalles mínimos del llamado “Milagro de los Andes”.

Así, pues, desde los pies que andan, contaremos esta historia, no sin aclarar que, para hacerlo, hay que estar entrenados, si no se quiere sufrir el andar, en lugar de disfrutarlo.

La primera jornada, hacia el Campamento 1 (2500 metros de altura), llamado “El Barroso”, dura unas 5 horas a ritmo tranquilo y con paisajes preciosos. Para llegar, hay que atravesar caminando dos briosos arroyos con bastante caudal –el Barroso y el Rosado–, lo cual suma a la aventura. En el Campamento 1, sobre una vega, esperan carpas para el pernocte, una carpa-comedor, buena comida y bebida y el imposible cielo de Malargüe, por la noche.

Campamento 1, "El Barroso"

La segunda jornada es la más larga: se sube hasta el llamado Memorial, tras unas seis horas de marcha (la última hora es la más trajinada). Así, se llega a los restos, que están a casi 3.600 metros de altura, al pie de un majestuoso circo glaciario, que llega a los 4.600 metros y da inicio al Valle de las Lágrimas, en el límite entre Argentina y Chile. El regreso hasta el Campamento 1 tomará unas 4 horas. Una jornada de 10 horas de marcha que será recompensada, en nuestro caso, con un chivo malargüino y un vacío a las brasas, hechos por arrieros. 

Al día siguiente, tras tres horas de andar, se llega a los vehículos y de ahí a casa. Fin de esta aventura de tres días.

El encuentro con la historia 

Todo el grupo, 17 personas (10  mujeres, 7 hombres), llega en buena forma hasta el Memorial. Mientras el guía Juan Pedro Vilche brinda su visión de los hechos, salimos a tomar algunas fotos y a homenajear, en silencio, a quienes allí descansan, bajo una montón de piedras y una cruz de metal, repleta de rosarios y cruces. 

Es el llamado “Memorial”, creado por militares uruguayos que llegaron poco después del hallazgo de los supervivientes. En ese lugar, enterraron los restos que hallaron, en una fosa común. Algunos lo llaman “Santuario” y es, claramente, el sitio hasta donde llegar para hacer silencio, algo que puede dificultarse por la cantidad de gente que visita en lugar. 

El grupo de andantes; sentadas y sentados: Patricia Lingua, Daniela Furlán, Eliana De Paola, Eugenia Sayavedra, Gabriela Sor, Mariela Benítez, Pablo Roldán, Mariana Tablón, Marcela Breitman, Claudia Campos, Silvia Otoya y Daniel Posada. Parados: Rubén Sindoni, Flavio Morcos, Gabriel Gei y Juan Pedro Vilche.  

Hay decenas de objetos que han sido llevados hasta allí: mezclan el tributo con el afán de dejar por sentado que se estuvo: pequeñas lápidas, camisetas de rugby, imágenes de vírgenes, pelotas ovaladas, placas con mensajes diversos, banderas de Uruguay, ropas, flores de plástico, gorras, más rosarios y cruces… Tanto hay que debió ponerse un cartel pidiendo a la gente que, por favor, deje de dejar objetos allí.

Un montón de restos del avión hay también allí. A lo largo del tiempo, muchas de las partes se las llevaron personas estúpidas y desalmadas, pero aún quedan restos apreciables, por aquí y por allá: ruedas, un pedazo de ala, alguna ventanilla, hierros retorcidos y pedazos de motor. Hay también una pirámide truncada de mármol con los nombres tallados de las 45 personas. Esta construcción es común a varias culturas en sus monumentos funerarios y centros ceremoniales; de hecho, están presentes en las culturas inca, maya y tibetana. Fue puesta en el lugar por la gente de Las Leñas, propietarios, a la sazón, de esas tierras recónditas.

Subimos glaciar arriba, donde comienza a neviscar y el silencio y sus ruidos son más intensos. Vemos la canaleta por la que se precipitó el avión; vemos las grietas del glaciar, una de las cuales deglutió el fuselaje; vemos un par de ruedas, todavía infladas, aún asidas a su pata de acero; vemos un ala caída, como de ángel y, allá abajo, a apenas veinte kilómetros, vemos el cerro el Sosneado, a cuyo pie dejamos los vehículos.

La nevisca y la soledad en la montaña son los premios no buscados a esta travesía. No hay ganas de nada: ni de comer ni de beber ni de tomar fotos o videos y, mucho menos, de hablar. Definitivamente, hay sitios hechos para hacer silencio y este es uno de ellos.

¿A esto vinimos? Pues, sí: vinimos a hacer silencio al Glaciar de las Lágrimas.

Con todo el respeto posible y sin dios alguno a quien elevar plegaria, nos sentamos en una piedra en la que, tal vez, algún otro antes se sentó, lábil y discreto, lleno de estupor y desesperanza, pero con la llama de su latido tenazmente perdurable: buscaba, como todos, sobrevivir. La ventisca no cede y nosotros tampoco sabemos ya cómo salir de este lugar tan cercano y tan lejano. Volver a casa, a veces, es excusa suficiente como para mantenerse a salvo. Nos ponemos de pie, damos las gracias e iniciamos el regreso. 

Ulises Naranjo (texto, fotos y video) 

Agradecimientos: Inka Expediciones (2614250871) y grupo Ecoandinia 

 

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