Postales del coronavirus

Epifanía: Somos el virus y el mundo necesita sanar de nosotros

A bordo de una piedra a la deriva, los humanos somos brevísima forma de vida, buscando preservar el latido a cualquier precio, incluso, el de administrar la eliminación minuciosa del resto de las formas vivas. Aquí, una epifanía vírica, a cargo de Ulises Naranjo.

Ulises Naranjo
Ulises Naranjo lunes, 30 de marzo de 2020 · 06:38 hs
Epifanía: Somos el virus y el mundo necesita sanar de nosotros

Mi amado, las montañas,/ los valles solitarios nemorosos,/ las ínsulas extrañas,/ los ríos sonorosos,/ el silbo de los aires amorosos,// la noche sosegada,/ en par de los levantes de la aurora,/ la música callada,/ la soledad sonora,/ la cena que recrea y enamora”. "Cántico espiritual", San Juan de la Cruz.

Nada de esto que sucede nos resulta ajeno. No hay el más nimio atisbo de novedad en esta cantinela. Es sólo que, por primera vez, lo que cada uno pasa ocurre en todo sitio y ocurre a todos, a todas y a todo. La pandemia ha conseguido lo que no la fraternidad, las religiones y el hippismo.

Siempre ha sido el espanto más unificador que el amor. Siempre hemos sabido que la Segadora es el único dios verdadero. Siempre hemos consentido que la especie humana es un acto fallido, una pantomima para nadie, un entremés del absurdo. Siempre nos hemos ocultado le hecho de que, en el fondo, todo esto no tiene ningún sentido.

La única particularidad y la primera y última enseñanza de los virus es la certificación de la certeza de caducidad que nos constituye. Somos lábiles, débiles y transitorios, no debiera ser ninguna novedad, pero nuestras maneras y conductas indican lo contrario.

Es casi un mal chiste: un forma de vida brevísima con un sello “Made in China” se nos monta y nos besuquea en los humedales nasales y todo se viene a pique, como un campeón de sumo en pedo en un callejón de Nagoya. Lo inverosímil es el sustento de los dioses y también de nuestros capítulos más atroces. Así somos, cacatúas que hacen galas de desatinos y sobreviven para contarlo.

He decidido tomar este asunto de otro modo. Siempre trato de tomarme los asuntos de otro modo, pero a este virus –intrínsecamente inocente, naturalmente ávido y vivaz– he decidido considerarlo de manera especial, porque si ha logrado montar su picazón en los huevos de los imperios, pues no quiero imaginar lo que haría en mi barrio, si lo dejásemos andar como una manada de leones en un patio escolar, con sus melenas al viento y sus ojos enrojecidos.

Mi decisión ha sido no asumirlo como enfermedad, sino como una forma de purga, inicialmente, de mí mismo. No hablo de medicina, sino de recogimiento; no pronuncio salud, sino silencio. Hablo de convertir la amenaza en ocasión, ya saben, esas boludeces que suelen decir los coaching, los patrones explotadores, los pastores brasileros y los conductores de televisión.

Por lo pronto, en este aislamiento obligado, cuido de los míos, dejo que me cuiden, trabajo mucho –más que antes–, sigo una rutina diaria de ejercicios –más que antes–,disfruto mi hogar, leo y veo películas –más que antes–.

No está mal, pero intentaré, además, salir de esto como una mejor persona. Sí, iré por más: apelaré al lugar común de la crisis y la oportunidad, apostaré por un proceso interno de decantación de los anhelos. Ya sabrán ustedes, la maceración es el modo en que el universo habla y el arcano de toda respuesta se limita a una cuestión de masa, peso y volumen. La gravedad es la palabra de dios.

Lo decidí hace minutos, en el amanecer de esta mañana de domingo: salí al patio de casa, recién levantado, descalzo, y dejé que el sol que se colaba entre nubes me diera en el hocico. Consagré, entonces, un sentido a esa repentina e inesperada ceremonia, cautivado en una quietud apenas violada en medio de la pureza invicta del aire, la de esa tibieza de los rayos en mis pómulos, como una forma de la dicha revelada.

Lo llamaré epifanía: dispuse así que iba a curarme, en especial, como dije, de mí mismo.

Yo no creo, básicamente, en nada que no pueda percibir con mis sentidos: a ver, creo en las formas de vida –desde las minúsculas, como los virus, al planeta como organismo– y creo en vegetales y animales y en la tierra y los cuerpos mojados y en el filo de las piedras y las palabras. Como verán, no creo en ninguna deidad celeste, porque tengo demasiadas creencias de las que ocuparme, representaciones en las que confío porque ninguna me promete un paraíso y porque no me mandan a matar en sus nombres.

Estoy sencillamente entregado al diario acontecer, como página sagrada que se revela, me interpela y obliga a arrogarme determinadas acciones. Todo lo que hago obedece principios muy básicos: respeto por la vida, amor por los míos, entusiasmo por desafíos y aventuras, rechazo a las estridencias, veneración por el arte y la amistad, intolerancia a los estúpidos, coqueteo con los excesos, cinismo a la extravagancia, repudio a la acumulación y empatía con los débiles.

Así las cosas, imaginarán, en este mundo vano, epitelial y consumista, tales elecciones irremediablemente conducen a la luz pálida de cierta soledad sonora que alumbra y alimenta y enamora, pero que te sitia año a año.

Construí mi morada al calor de un breve grupo de pares, en un breve espacio y durante un brevísimo lapso de tiempo. Siempre –hasta hoy– me costó identificar mi suerte con la suerte de la especie. Ahora, coronavirus mediante, me siento solo y acompañado al mismo tiempo, o sea, genuinamente integrado a mi especie.  

Lo entendí, finalmente, al amanecer, en el patio de casa, mientras la luz de sol me bendecía (bendición es una hermosa palabra, sólo hay que quitarle sus ingredientes religiosos), entendí que, al fin y al cabo, este aislamiento obligatorio no es más que una legitimación social de mi aislamiento personal que, con los años, se ha vuelto más notorio.

Recuerdo, ahora, el remate de aquel hermoso poema de Roberto Juarroz: “Me he apartado de todo, pero más de su ausencia./ Y después he vivido más cerca de la vida”. Quizás, al fin y al cabo, la aparición de este virus era un evento necesario.

Ahora, tenemos más en claro que el único asunto relevante de los días bajo el cielo es cómo descubrimos y nos procuramos lo esencial. Lo demás, es pura literatura –como la Biblia, los Vedas, el Tipitaka, el Corán y todos los libros sagrados–; todo es discurso fallido: los ismos y sus rigores, las leyes y sus cegueras, la psicología y sus espirales, los sistemas monetarios y los absolutos colectivos, como Dios, y sus crueldades. “Language is a virus”, nos cantó la encantadora Laurie Anderson, décadas atrás, y cuánta razón tenía.

Aprendamos de los virus: lo único importante es conseguir el alimento y nuestro derrotero histórico en nada nos diferenciaría de las conductas de las ponzoñas.

Así es: somos un virus –el peor de todos, el mejor–. Abordo de una piedra a la deriva, los humanos somos una toxina con vestimenta de colores, una brevísima forma de vida, buscando preservar el latido a cualquier precio, incluso, de administrar la eliminación minuciosa del resto de las formas vivas, manteniéndolas domesticadas o a un pelín de la extinción, dejándolas hacer lo suyo a nuestro favor, bajo límites razonables, de modo que no estorben este ciego ejercicio de opresión que ejecutamos, este dominio sin nobleza, este baile sin pareja, este rechinar de matraca histérica, este afán meramente imperialista, este banquete tendido que nos damos, sobre el pecho de un planeta herido de muerte.

Ulises Naranjo.

Pd : “Va a sanar, va a sanar y va a volver a quebrarse” 

 

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