¿Cómo zafaron?

Epidemia: así sobrevivieron los tatarabuelos hace 134 años

En 1886 estalló en Mendoza una gran epidemia. Se cortó el suministro de agua y el cementerio se llenó de cadáveres insepultos. Entre el caos, unos cuantos presos de convirtieron en inesperados salvadores.

Facundo García
Facundo García sábado, 14 de marzo de 2020 · 00:00 hs
Epidemia: así sobrevivieron los tatarabuelos hace 134 años
tatarabuelos Mendocinos en la entrada del zoológico (circa 1910). Archivo General de la Nación.

En 1884 llegó el ferrocarril a Mendoza. Era un avance, porque personas y mercancías podían viajar con facilidad. Al mismo tiempo implicaba un peligro, ya que los vagones trasladaban la peste. Así es como dos años después el cólera recaló en la provincia y se desató la peor pesadilla: una epidemia.

El cine y la historieta tientan a la imaginación con los tópicos del terror, y tan errados no están. Es que si bien aquella vez no se registraron ataques de zombis, sí hubo otros peligros. El libro Vida y muerte en Mendoza, de la investigadora Emilce Nieves Sosa, pone en escena las situaciones apocalípticas que sacudieron la provincia durante esa epidemia. El texto detalla que la primera víctima fatal se registró el 8 de diciembre de 1886 y desde ahí la muerte se expandió como el agua de las acequias. El símil no es arbitrario: fueron precisamente las acequias de Mendoza uno de los elementos que facilitaron la propagación de la enfermedad, especialmente en los sectores más pobres de la ciudad.

Nadie quería entrar al cementerio

En el sector más viejo de Mendoza -alrededor de lo que es hoy el Área Fundacional- se ubicaba un hospital que vertía sus desperdicios justamente en los canales que otros utilizaban para consumo y riego. De este modo, en la zona antigua, y sobre los distritos de San José (Guaymallén) y la Chimba (Las Heras) se empezó a ver enfermos de rostros afantasmados. Era desolador: la diarrea causada por el cólera puede hacer que una persona pierda hasta 20 litros de agua por día.

Pero claro, las acequias y canales estaban contaminados. Por ende "se prohibió el uso del agua de las acequias para beber" e incluso se cortó la irrigación pública en varios distritos, lo que dejó sin acceso a los habitantes de los arrabales. Los animales morían de sed, las fincas se secaban y la peste no cedía. La municipalidad regaba las calles con agua y cal, pero el cementerio seguía recibiendo un cadáver tras otro; hasta que se acumularon los cuerpos sin enterrar y los sepultureros, aterrorizados ante la posibilidad de contagiarse, abandonaron su trabajo y se fueron.

El cronista del diario "El Ferrocarril" -una publicación de entonces- apunta:

"Todo el personal encargado de la apertura de fosas y de sepultar cadáveres resistíase a proseguir en la tarea, no obstante el precio extraordinario fijado como remuneración para dicho trabajo (diez pesos al día). A todas las tristezas de aquellas horas nefastas, vino pues, a unirse el cuadro de nuestra necrópolis, albergando a centenares de cadáveres insepultos".

Los tatarabuelos nos miran a través de las décadas. Foto: Archivo General de la Nación.

Tumberos

Solo en la Ciudad de Mendoza llegaron a morir 48 personas por día. Los finados quedaban a la intemperie, borboteaba el verano y el olor debe haber sido insoportable. El intendente era Luis Carlos Lagomaggiore: al no convencer a los empleados del cementerio ni a ningún otro mendocino para hacer el trabajo sucio de enterrar los cuerpos, apeló a sesenta reos que estaban en la cárcel. Dicen que los tentó con un sueldo y varios aceptaron. También es posible que los haya obligado. Como sea, los criminales se convirtieron en improvisados salvadores para aquella sociedad pujante pero en pánico.

Cuenta el cronista de El Ferrocarril que los presos "permanecieron en su labor humanitaria hasta que la epidemia declinó sencillamente" y que la mayoría -tal vez todos- sobrevivieron y retornaron a sus celdas.

Fueron afortunados. Al final de la crisis, se calcula que habían fallecido entre 2 y 4 mil habitantes. Ahora la peste puede volver como en aquella época, aunque bajo los avatares que le impone el siglo XXI. El ferrocarril, en casi todas sus líneas, desapareció. Y los presos son miles.  

 

 

 

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