Salud pública y postales mendocinas

Manifiesto a favor del aborto legal, seguro y gratuito

Ha pasado de todo, incluso ha muerto gente a cuenta de las creencias de otro. Dejemos a cada quién decidir qué ocurrirá con sus células. Aquí no se obliga a nadie, ni siquiera a salvar dos o más vidas. En Mendoza hay 500.000 personas -la mayoría niños- esperando ser ‘salvadas’ vía oportunidades.

Ulises Naranjo
Ulises Naranjo domingo, 29 de noviembre de 2020 · 07:05 hs
Manifiesto a favor del aborto legal, seguro y gratuito

Uno de mis primeros textos literarios fue un cuento. Se llamó “Película” y me marcó por un par de razones: con él, allá por 1990, gané “La Bienal de Arte Joven”, que incluía un viaje que me sirvió para hacer amigos para toda la vida y, además, porque su narrativa delató cierta preocupación, que se convirtió en constante con los años, por ciertos temas que vivía y veía a diario en los barrios más humildes mendocinos, en uno de los cuales habitaba.

No tengo reparos en “espolear” mi cuento, pues resultará difícil rescatarlo del inmaculado olvido (ni yo lo tengo). Delataré sin más algunos de sus hilos narrativos, los que recuerdo: “Película” cuenta la historia –verídica– de una niña de 14 años que -víctima de una relación sexual no consentida en su entorno –violación– y de un embarazo naturalmente no buscado- fue llevada por las mujeres de la familia a que una matrona de suburbio le hiciera un aborto. Aquella “enfermera” hizo su trabajo con agujas de tejer grises de 40 centímetros y roñosos repasadores de cocina, en un entorno clandestino y mugriento, pues así es como abortan las mujeres humildes, mientras las otras, más aposentadas o pudientes, desde siempre abortan de modos más dignos: quirófano prístino, cirujano discreto, música chill out, enfermera sigilosa y postoperatorio incluido, como debe ser.

Digamos ya mismo que no se trata de aborto sí, o aborto, no. Se trata de que el aborto es una herramienta habitual y muy difundida en todas las clases sociales, pero que sólo criminaliza y mata a las mujeres pobres. 

Se trata de que, en Argentina, cada día, abortan como pueden las humildes y muchas fallecen y, a la vez, se trata de que, cada día, abortan como se debe las más favorecidas -creyentes o no, bilingües, adolescentes acompañadas por sus madres o no, cetogénicas o no, casadas o no, felices o no, abusadas o no- y también lo hacen aquellas mujeres laburantes de clase media que se gastan un ojo de la cara en pagar un médico, para no correr el riesgo de morir desangradas en un tugurio.

Aquel cuento de mi juventud concluye con la muerte de la niña, víctima de violación y de esa práctica ilegal, peligrosísima y, además, estigmatizante en la vida y en la muerte. Así también ocurrió en la vida real. Al día siguiente, todo siguió igual en el barrio. Aquí, “no ha pasado nada”; aquí pasó más de lo mismo y nadie deberá hablar del tema. Por supuesto, la niña no ligó ni velorio ni free-pass al paraíso y nadie jamás volvió a hablar del tema, como si, en lugar de una víctima, se tratase de una bruja homicida y terrorista. Las razones reportadas del deceso fueron inventadas: leucemia, o algo así.

Así de cortito, muere la humilde: violada o no, mayor o menor, ocultada y negada, ilegal y condenada, sometida a una práctica quirúrgica de elevadísimo riesgo y, ya muerta, es inicialmente despreciada y, al fin, olvidada por ser insospechada protagonista de lo inconfesable. ¿Y qué pasa, en tanto, con los hombres, incluido su violador y su Dios misericordioso? Unos y otro siguen escribiendo la historia con un rojo y húmedo falo ciego.

Siempre –bah, siempre… más bien, de vez en cuando, pero inevitablemente– recuerdo a aquella niña, cuando intento dimensionar la gigantesca parábola social que significa la prohibición del aborto, aceitada con el fenomenal cinismo de ciertas personas –pías y prósperas, en la mayoría de sus casos– que defienden ese asunto de “las dos vidas”. Poniendo lo mejor de mí, me pregunto si es un afán en serio eso de “salvar las dos vidas”. ¿Debo creer? Imagino, entonces, una marea de gente verdaderamente involucrada con la tarea de ‘salvar’ las vidas de los que fueron ‘salvados’ y nacieron y ahora necesitan un rescate social perdurable, a través de oportunidades de educación y prosperidad, semejantes a las que reciben sus hijos, nuestros hijos. 

Sin embargo, durante décadas, he comprobado a diario que no: no quieren salvar ninguna vida, quieren, a lo sumo, convencerse –con certificado de legitimidad de los efectores de poder celestial de turno– de que están salvando la propia, como si, en definitiva, una vez muertos hubiera algo de que salvarse. Sin embargo, hagámonos los tontos y supongamos que les creemos. Manos a la obra: ¿ hasta cuándo salvamos las vidas? ¿Hasta que nacen y las confinamos a una villa inestable de derechos o hasta que se hacen niñas y niños cagados de hambre y les damos las espaldas porque quién carajo las manda a esas chiruzas a tener tantos guachos para cobrar planes sociales?

¿O los salvamos hasta que llegan a la preadolescencia y automáticamente obtienen los doctorados en negras y negros de mierda a los que hay que meterles balas, porque son todos vagos, drogadictos, putas, chorros y hasta zurdos? 

¿Cómo vincular semejante intención de salvar dos vidas con el sistemático abandono institucional y la constante criminalización social que padece buena parte del 40% de la población que vive en la pobreza, en Mendoza y el país, un país en el que, cada 4 horas, una niña menor de 15 años entra a sala de partos? ¿De qué salvación hablan? La de sus propias y cínicas conciencias, con seguridad. ¿De la salvación divina? Pues, no es divina y no ha de ser salvación.

¿Cómo entender que son las mismas personas aquellas pro-vida que salen a manifestarse en la calle (venciendo sus pudores ante la exposición, lo masivo, la infectadura, el feminismo y el populismo), con pañuelos celestes bendecidos y aquellas otras que ignoran y/o desprecian a casi la mitad de la población con la que conviven, precisamente, aquellos cientos de miles de personas desfavorecidas, ante nuestros históricos favorecimientos estructurales?

¿Aman la vida por venir? ¡Pues amen más la vida que los rodea, clama y los necesita! ¡Vivan con una sola túnica o, bueno, con dos, porque en invierno refresca! ¡Llévense a sus hogares a alguna familia indigente, tal cual haría Jesucristo, aquel muchacho pobre, de sangre judía, hijo de un humilde carpintero y una ama de casa muchos años menor; aquel que cagó a piñas a los mercaderes y dijo que ni en pedo un rico entraría al Reino de los Cielos.

Eso no ha ocurrido ni ocurrirá, porque, para aprender a salvar, antes, hay que aprender a renunciar y a reconocer al distinto, como propio. Y los milagros no existen. 

No lo harán, porque el asunto no es honrar la humanidad, sino constituirse en soldados de lo abstracto para mantener operativos los resortes del status-quo. Pulsear a favor de la inmovilidad de cosas y sucesos y, de este modo, preservar sus estándares morales y de vida, a fin de que no se vean afectados.

Es esta una monumental hipocresía: el militado desvelo ante el no gestado o no nacido, al mismo tiempo que se ejercita una meditada crueldad e indolencia contra los nacidos, marrones y contundentes, como un tronco flotando a la deriva, a la buena de Dios, hacia el precipicio.

Intentando ser empáticos, preguntémonos cómo es que ese amor a un feto no lleva a tantos píos a comprometerse con contundentes niños que, de a decenas y y decenas y decenas de miles, soportan privaciones, renuncias, dolores e incumplimientos de derechos básicos a lo largo y ancho de la provincia y del país. Por el contrario, los ignoran, desprecian, criminalizan y firman petitorios para que bajen la edad de imputabilidad. ¿Cómo es que un compromiso pro-vida no se traslada a un compromiso con la vida? ¿Cómo puede ser que dos células calentonas en fenomenal abrazo puedan para ellos más que un contundente niño morocho o una preciosa niña con la pancita hinchada por su mala dieta? Y está claro que no hablamos de un compromiso de limosna a la laboriosa Cáritas. Si son salvadores de vida, salven de verdad. Seamos justos: no todos son así, no, sólo la inmensa mayoría. Realmente, esta evidencia me azora y enfurece. Y perdonen si molesto, pero estoy molesto.

En mi inquieta vida profesional repleta de historias contadas y vividas en primera persona, he sabido de las dos vertientes –ocultas, por supuesto– del aborto: la del casero, mortal, y la del profesional, seguro: son dos abismos, ambos muy traumáticos para las mujeres, bajo un mismo sino trágico: la imposibilidad de las féminas de decidir por sí mismas qué hacer con sus cuerpos.

¡Increíble, actual, tan cierto! ¡No pueden decidir qué hace con sus propios cuerpos! 

Y así es, mientras convivimos con otras mujeres y hombres, que sí deciden qué hacer con todos los cuerpos, determinando quiénes están capacitados, aceptados, para gozar de derechos por la meritocracia de sus latidos, mientras las de su clase abortan con todas las medidas de seguridad del caso.

En esta grieta, un lado propone el aborto legal, seguro y gratuito y el otro, el aborto ilegal (que jamás ha sido disuadido por penalización alguna), inseguro sólo para los humildes y pago para todas y todos, creando un verdadero festival de mercado millonario y clandestino, con profesionales y clínicas que todos conocen, pero nadie delata.

Mientras un lado prohíbe al otro tomar sus decisiones, el otro permite al prohibitivo de las dos vidas que mantenga su postura, la dignifique y la ejerza: si no quieren abortar, pues, muy bien: ¡no aborten! ¡Las y los apoyamos! Y hasta iremos al bautismo del bebé si son parientes y nos invitan, porque nos encantan los bebés, aunque no creamos en los dioses, que –desde siempre– tienen, entre los dedos de los pies, costras de humana sangre seca, que corrió como ríos celestes en los Cielos y en la Tierra.

Podría seguir con argumentos, pero considero que mi aporte fundamental, el más significativo en pos de un aborto legal, seguro y gratuito en Argentina, lo hice hace poco, cuando me sometí una vasectomía. Me la hice, primero y principal, porque yo no quería más hijos y, segundo y principal, porque no deseaba agredir simbólicamente ni de ningún modo a mi pareja, quien tampoco desea volver a procrear y, por cierto, jamás abortaría, a la vez que ella jamás prohibiría a nadie la decisión de qué hacer con su cuerpo, incluso la de abortar. Por derecho, ella no tiene quién la prohíba, la ponga en riesgo de muerte y la criminalice por decidir qué hacer con sus células; ahora es el momento de que tampoco sean prohibidas las que piensan de otro modo.  

Que sea ley. Y sea este mi manifiesto en pos del aborto legal, seguro y gratuito en Mendoza, Argentina y el mundo, para todas las mujeres que lo quieran y que jamás, nunca jamás, haya un aborto obligado para quienes lo rechazan: militaríamos a su favor si así ocurriera. Que sea ley y que nadie más impida a unas y otras gozar de sus derechos. Que sea ley y que cada quién haga con su culo una acuarela o una sopaipilla y el que quiera, salve vidas si es rescatista y, por supuesto, ¡que Viva la Pepa! Una Pepa plena en sus derechos, oportunidades y toma de decisiones.

Ulises Naranjo

Postdata:

El aborto según George Carlin

 

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