Crónica de viaje VI: La Habana, una mamushka de ciudades que nunca deja de sorprender
Una semana sin demasiados sobresaltos en una ciudad que esconde miles de facetas. El encanto y el desfase entre lo esperado y lo encontrado.
Desde La Habana, Cuba
Esta semana no me pasó nada muy extraordinario. No estuve con ningún luchador, ni me metí en rituales mayas con un amigo jipi, ni recibí una bombilla de mate en manos de ningún escritor. Pero estoy en Cuba, un lugar que te atrapa por si solo, sin demasiadas vueltas. Cada persona que llega a Cuba tiene una idea más o menos formada de esta isla, de cómo se vive, cómo está la gente, el Gobierno del Partido Comunista y demás. Sin embargo, cuando uno está aquí empieza a habitar en un desfase entre lo que espera y lo que realmente encuentra. Creo, después de haber hablado con varios viajeros, que la experiencia habanera se termina de completar dependiendo de cómo se relaciona cada uno con ese desfase.
La ciudad es muy distinta según los barrios. Vedado no es lo mismo que Centro Habana, ni este se parece demasiado a La Habana Vieja, a pesar de estar divididos por el Paseo Martí, que cruza el Capitolio y el Parque Central. Incluso, La Habana Vieja puede ser muy distinta si uno va por el lado del Anfiteatro o para el lado de la antigua (aunque acá todo parece un poco antiguo) Estación de Trenes. La Habana es una mamushka de ciudades; son los mulatos que venden lo que tengan a mano para comprar un poco de pan; los taxistas que estudiaron psicología, pero que son apasionados de la música y te piden que los pongas en contacto con algún productor “como Bizarrap” para que los saque de la isla y puedan triunfar en Miami; son las jineteras de 18 años, con sus trenzas que llegan hasta la cintura, que enamoran a turistas europeos para que los lleven de paseo por la isla y luego le dejen algo de dinero por su compañía; son los niños que salen del colegio con un bate de beisbol o una pelota de fútbol; son los taxistas que te pueden cobrar un mismo viaje desde 10 dólares hasta 50 centavos; son los cines abandonados que todavía funcionan; son los músicos que copan cada esquina de la ciudad con su salsa, y también los parlantes que explotan con el reguetón; son los pescadores que pasan sus horas en el Malecón y se convierten casi en una estatua más que pinta la costanera; son los edificios que en algún momento mostraron un sueño de grandeza y hoy los habita la nostalgia en sus paredes y la humedad en sus columnas. Todo eso está en La Habana, una ciudad, como dice Padura, con alma.

Lástima de lugar, ¿verdad?... Pero fíjese que todavía esta ciudad tiene algo mágico, como un espíritu poético invencible, ¿no? Mire, aunque las ruinas circundantes sean cada vez más extensas y la mugre pretenda tragárselo todo, todavía esta ciudad tiene alma, señor Conde, y no son muchas las ciudades del mundo que pueden vanagloriarse de tener el alma así, a flor de piel...
1989. Máscaras (1997), pág. 137*
Cuando pienso en el alma de la ciudad pienso en su belleza tan particular, en los conos en las esquinas que indican las calles que se cruzan. Acá las callen pueden ser números, letras, presidentes, santos, nombres de países, todo lo que alguna vez se le pudo haber ocurrido a algún hombre con poder de decisión esta ciudad en la que viven alrededor de 2.1 millones de personas. Muchas de estas calles no dejan de estar copadas por la basura, un mal que reconocen hasta los más férreos defensores del Gobierno. Pero también hay calles como Línea, Paseo, la 23, San Lázaro que reflejan el encanto que transita por las calles de esta ciudad. La inagotable esperanza de que un mundo mejor es posible camina por La Habana. Esa posibilidad no sólo radica en grandes cambios globales, sino que está en el buen trato que se pueda tener entre los vecinos, en el embellecimiento lo propio o de lo público, con con lo poco que se pueda tener al alcance para eso, y en la alegría que recorre esas calles. Es difícil de explicar. Muchos podrían decir que “se ve feo”. Y es cierto. Pero eso va a depender, en parte, de los lentes que cada uno, en su más pura libertad, elija para entrar a La Habana. También, como se dijo anteriormente, en la forma de relacionarse con el desfase que por defecto se genera entre la idea con la que se llega a esta ciudad y lo que realmente se encuentra. Mi balance, más que positivo.

Termino de escribir estas líneas un sábado a media mañana. A las 8 tenía que buscarme un taxi-colectivo, como llaman acá a las van que hacen recorridos de larga distancia, para ir la ciudad de Trinidad. Pero se rompió el motor y van a pasar a las 13. Hasta que me avisaron que no iban a pasar por la mañana pasaron dos horas en las que estuve en la calle con mis dos mochilas esperando un transporte que nunca llegó. Me quedará en el recuerdo ese rato de la mañana de sábado habanera, donde todos bajan el ritmo, donde un hombre espera en el cordón de la vereda que llegue el pan a la panadería de su barrio, tres chicos organizan para batear (entiendo que así le dicen a pegarle a la pelota de beisbol con un bate), los más grandes se encuentran a tomar un café, los canillitas van casa por casa ofreciendo el diario en papel. Allí veo como una mujer le tira unos billetes desde un segundo piso que desvanecen en la suave brisa del invierno habanero y el hombre le tira el periódico desde la vereda para que la señora, que recién había salido de la ducha porque aun estaba en bata, lo atajara y pudiera leerlo en el balcón de su casa.

Por dos semanas dejo La Habana. Después, vuelvo para ya irme de Cuba y seguir el viaje por Centroamérica. Si todo sale como lo espero (algo que en Cuba es más difícil que en otros lados), cuando estén leyendo esta columna ya voy a estar en Trinidad, una ciudad colonial que queda en el centro de la isla, que da a la costa oeste. Me vuelvo a hospedar en la casa de una familia, recomendada por la señora que me recibió en Viñales, un pueblito rural. Espero seguir descubriendo el encanto de esta isla, que a pesar de sus dificultades y particularidades, no deja de fascinarme. La seguimos.

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