El naufragio de la política internacional: asesinato de Charlie Kirk y los desafíos desde Brasil a Nepal
Cinco episodios —en Estados Unidos, Rusia, Qatar, Nepal y Brasil— evidencian que la violencia reemplaza al diálogo como forma de resolver conflictos globales.

Charlie Kirk en una de sus presentaciones para discutir sobre política.
Hannah Arendt decía que la política y la violencia son opuestos: “Donde una gobierna de manera absoluta, la otra está ausente”. La política en estado puro, en su sentido más interesante, es la institucionalización de un desacuerdo permanente. Es la posibilidad de argumentar, negociar y persuadir sin coerción física, reconociendo la pluralidad que habita en cualquier grupo humano. Es el ejercicio que permite que nosotros seamos considerados por aquellos que piensan distinto como contrincantes legítimos, y no como enemigos a eliminar. Cuando ese proceso naufraga, irrumpe la violencia.
La máxima de Arendt, suscrita por muchos otros pensadores políticos modernos y antiguos, rige tanto para la vida interna de los países como para el orden mundial. El naufragio también: tanto a nivel local como en las relaciones internacionales vemos una política cada vez más impotente para domesticar el conflicto. Eso explica que estemos ante un mundo que parece totalmente fuera de quicio.
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RIP Charlie Kirk
Estados Unidos volvió a ser esta semana el país donde el asesinato es percibido por muchos como una forma de resolver una diferencia que les resulta intolerable. Esta vez, la víctima fue Charlie Kirk, un referente central de la nueva derecha, asesinado en plena gira universitaria en Utah.
Kirk tenía 31 años, estaba casado y tenía dos hijos. Había iniciado su militancia política a los 18, desde los campus universitarios que nunca dejó de recorrer. Defensor ferviente de la familia tradicional, crítico acérrimo del aborto, de la ideología de género y del intervencionismo estatal en la economía, promotor de la fe cristiana. No tenía nada de moderado: sus ideas ocupaban uno de los extremos del espectro ideológico. Pero su método era el debate.
Era eso lo que proponía en cada charla. “Prove me wrong” (demostrame que estoy equivocado), decía el gazebo que lo protegía del sol cuando una bala le atravesó la garganta este miércoles después del mediodía en el campus de la Utah Valley University, en Orem. La apuesta, desde los 18 hasta los 31, fue siempre la misma: hablemos. Exponé tus ideas, yo las mías, y veamos si podés convencerme o si yo te convenzo a vos. La política en su versión más pura. Es lo que quiso eliminar el asesino.
Imágenes sensibles: el momento del disparo contra Charlie Kirk
La muerte del debate
Tyler Robinson, de 22 años, se entregó este viernes, tras 48 horas en las que el FBI demostró una llamativa incapacidad para capturarlo. Quienes lo conocen contaron que estaba muy radicalizado políticamente y que había hablado muy mal de Kirk en los últimos meses. Las balas que no disparó —que hallaron junto al rifle de cerrojo Mauser modelo 98 con mira telescópica que se usó en el homicidio— tenían grabadas consignas como “¡Hey, fascista!” y “Bella ciao”, célebre himno antifascista.
Al margen de lo que pueda estar pasando en la atribulada cabeza de Robinson, que probablemente no vuelva a ver la luz del sol —Trump, amigo de Kirk, pidió la pena de muerte—, es imposible no ver en su acto una marca de la época. Una en la que, para el establishment progresista que anida en las universidades de EE. UU. y de muchos otros países, cualquier persona con ideas conservadoras, de derecha, es un fascista o un nazi que no debe ser aceptado en el debate público. Que debe ser sacado de la cancha, como si fueran delincuentes o promotores de delitos, no personas con una cosmovisión contrapuesta. No es extraño que ese discurso aliente a algunos a pasar al acto para satisfacer esos anhelos de eliminación.
Justo antes de que lo atravesara la bala, Kirk hablaba sobre el ataque perpetrado el 27 de agosto en la iglesia católica Annunciation de Minneapolis, donde Robin Westman, un hombre trans de 23 años, asesinó a dos niños de 8 y 10 años e hirió a varios más. Antes había publicado un video que contenía mensajes contra Dios, la religión, Donald Trump y a favor de ideologías de género radicalizadas.
La muerte de Kirk, que fue clave en la captación de votos para Trump en 2024, motivó al expresidente a declararlo mártir y otorgarle de forma póstuma la Medalla de la Libertad, el máximo reconocimiento presidencial en Estados Unidos. A quienes invadieron el Capitolio el 6 de enero de 2021, disconformes con el triunfo de Biden, no los condecoró, pero sí los indultó. Aquel ataque había sido otra muestra del naufragio de la política. En ese caso, alentado por el propio Trump. Son todas señales de la evaporación de cualquier posibilidad de que exista, aunque sea frágil, un puente entre los extremos que separan a la política estadounidense. Pero no pasa solo en el gigante del norte. Es un síntoma global.
La provocación de Putin
La conmoción por el asesinato de Kirk distrajo la atención de la escalada de tensiones con Rusia, que esta semana decidió dar un paso que hasta ahora había evitado: 19 drones rusos cruzaron el espacio aéreo ucraniano y penetraron cientos de kilómetros en territorio polaco, forzando a su Fuerza Aérea a derribarlos. Fue la primera acción militar de un país de la OTAN contra Rusia desde que empezó la guerra en Ucrania. No hubo heridos, pero sí destrozos en una casa y, sobre todo, mucha preocupación.
Donald Tusk, primer ministro polaco, calificó lo sucedido como la provocación más grave desde la Segunda Guerra Mundial y convocó al Artículo 4 del Tratado de la OTAN, que implica un llamado a consultas urgentes entre los 32 miembros de la alianza. Es el paso previo al Artículo 5, que obligaría a todos a responder militarmente si la amenaza se confirma. Así de grave es el punto al que se ha llegado. Así de cerca está el mundo de jugar con fuego en serio.
Todo indica que Rusia busca poner a prueba la solidez de la alianza atlántica. Medir cuán real es la voluntad de sus miembros de defender a uno de los suyos en apuros. Lo hace, además, justo después de que 26 países declararan desde París su disposición a enviar tropas de paz a Ucrania, algo que Moscú considera inaceptable.
Putin, respaldado por sus recientes encuentros con Xi Jinping y con Narendra Modi, por la alianza militar con Corea del Norte y por la cobertura diplomática de la Organización para la Cooperación de Shanghái, se muestra cada vez más confiado. Los pasos que da lo llevan a ratificar el rumbo, que no apunta a una confrontación directa con la OTAN, sino a profundizar la guerra en Ucrania hasta cumplir sus objetivos, sin preocuparse por las advertencias occidentales.
La respuesta de Trump fue ambigua. Consultado por la incursión de drones rusos en Polonia, su primera reacción se limitó a un mensaje enigmático: “Allá vamos”, escribió en su red social. Luego, sugirió que los drones podrían haber ingresado al espacio aéreo polaco por error, aunque aclaró que no le gustaba lo que estaba sucediendo. Nada que pueda hacer dudar a Putin.
Un paso en falso de Israel
La misma confusión preocupante se propaga por Medio Oriente. Por primera vez desde la hollywoodense Operación Entebbe en Uganda, en 1976, Israel atacó un país que no es considerado formalmente enemigo. El blanco fue Qatar, donde la cúpula de Hamás se encontraba reunida para debatir una propuesta de mediación de Estados Unidos.
Doha alberga desde 2012 a los líderes de la organización terrorista, conducida hoy por Jalil al-Haya, Zaher Javarín, Muhammad Ismail Darwish y Ghazi Hamad. Este último es el que había declarado días después del ataque del 7 de octubre de 2023 que, si era necesario, repetirían esa “operación” una, dos o cien veces. Junto a los otros, fue uno de los que se filmó orando y celebrando mientras veía por televisión la masacre. Todos ellos son objetivos militares válidos. La pregunta es si era el momento y el lugar para atacarlos. Una pregunta que devuelve una respuesta categórica tras saber que la misión fracasó: solo murió personal de custodia, pero los principales líderes sobrevivieron.
El costo diplomático fue inmenso. Qatar aloja la mayor base aérea de Estados Unidos en Medio Oriente y viene de regalarle un lujoso Boeing 747 a Trump para que lo convierta en su nuevo Air Force One. La Casa Blanca, molesta por el momento elegido, reconoció que el blanco podía ser legítimo, pero advirtió que era algo que no le servía a Israel ni a Estados Unidos. Israel quiso mostrar que el emirato que organiza mundiales y paga campañas de imagen también financia al terrorismo. Algo sabido, pero no admitido por Occidente, cegado por los millones cataríes. La operación fue otro golpe para la ya mancillada reputación internacional de Israel, que sigue sin saber cómo terminar la guerra en Gaza.
Nepal: colapso institucional y furia generacional
No muy lejos de ahí, Nepal le mostraba al mundo lo que ocurre cuando un sistema político colapsa. República desde 2008, el país estalló cuando una generación entera, nacida entre 1997 y principios de los 2000, decidió rebelarse contra una casta gobernante sin legitimidad y con privilegios obscenos.
En un país marcadamente pobre, de base agraria y con gran dependencia de las remesas de migrantes, la furia se acumuló durante años. Pero lo que desató el incendio fue la decisión del gobierno de bloquear el acceso a las redes sociales en las que sus hijos, los llamados “Nepo Kids”, ostentaban su vida de excesos. El resultado fue la quema del parlamento, linchamientos de funcionarios y la muerte de la esposa de un ex primer ministro en el incendio de su casa.
Con las Fuerzas Armadas inicialmente reacias a intervenir, el país cayó en el caos total. Recién después del colapso, los militares se desplegaron para imponer un orden mínimo. Es el ejemplo brutal de lo que pasa cuando la política deja de cumplir su función esencial: ser la instancia donde se tramitan los conflictos.
Brasil: justicia politizada y política vaciada
En América Latina, todas las miradas estuvieron puestas en Brasil, donde el Supremo Tribunal Federal condenó a Jair Bolsonaro a 27 años y tres meses de cárcel por intento de golpe de Estado. La votación fue de cuatro jueces contra uno. Pero el voto en disidencia, del juez Luiz Fux, fue demoledor. No solo cuestionó la competencia del tribunal, sino que detalló todas las irregularidades de un proceso guiado mucho más por decisiones políticas que por rigor jurídico.
Flávio Dino y Cristiano Zanin, dos de los cinco jueces de la sala primera del máximo tribunal del país que votaron a favor de la condena, son amigos y fueron abogados de Lula da Silva. El relator del caso fue Alexandre de Moraes, principal impulsor de todas las investigaciones contra Bolsonaro y enemigo declarado del expresidente desde 2020. Fux, el único con perfil técnico, cuestionó que no se haya respetado el proceso ordinario ni garantizado el debido derecho a la defensa.
Señaló, además, que nunca hubo hechos consumados: no se firmó ningún decreto, no se dio ninguna orden al Ejército, sino que se realizaron reuniones y conversaciones que podían ser reprochables políticamente, condenables moralmente, pero no configuraban un golpe según el derecho. Y que no podía imputarse a Bolsonaro por lo ocurrido el 8 de enero de 2023, cuando una turba irrumpió en los edificios de los tres poderes de la democracia, porque hacía una semana que ya había dejado la presidencia. De la misma forma, consideró que no podía confundirse actos graves de violencia y desacato a la autoridad con lo que supone un plan organizado para deponer a un gobierno.
Fux advirtió que el rol del juez no es valorar lo que está bien o mal, sino lo que es legal o no. Y que, con ese juicio, el STF se alejaba de su función constitucional. La condena, como se esperaba, se concretó igual. La política como ámbito para la deliberación sobre los asuntos públicos quedó aún más golpeada de lo que estaba. Y la Justicia, como ya había pasado luego del proceso plagado de arbitrariedades que condenó a Lula a pasar más de 500 días en la cárcel, vuelve a perder credibilidad como árbitro.