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El annus horribilis de Europa: razones de una falla multiorgánica

Las sanciones de Estados Unidos contra el excomisario europeo, que encarnó la ambición regulatoria de Bruselas, son el síntoma de un continente hostigado por su principal aliado, en medio de una crisis que es, al mismo tiempo, económica, política, demográfica e identitaria.

El annus horribilis de Europa: razones de una falla multiorgánica.

El annus horribilis de Europa: razones de una falla multiorgánica.

Que el 2025 será recordado como el año del quiebre de la Alianza Atlántica entre Europa y Estados Unidos es algo que advertimos hace poco en este espacio. Lo ocurrido esta semana muestra que la ruptura es más profunda de lo esperado.

Lo nuevo: la administración Trump decidió imponer vetos de visado a cinco altos funcionarios europeos. A la cabeza, Thierry Breton, el excomisario (ministro) que fue el gran arquitecto del mercado digital europeo. Washington acusa a Breton y al resto de haber censurado opiniones estadounidenses con “regulaciones asfixiantes” a sus grandes empresas tecnológicas. En la lista están, además, figuras como Imran Ahmed, del Center for Countering Digital Hate, y activistas de HateAid y del Global Disinformation Index, todos señalados por coaccionar a plataformas para moderar contenidos.

La respuesta europea fue de indignación automática: Bruselas, París y Berlín hablaron de una agresión contra la soberanía regulatoria europea y de un intento de intimidar a quienes combaten el odio y la desinformación en redes. Pero el choque no quedó sólo en el plano diplomático. Imran Ahmed, residente legal en Washington, tuvo que recurrir a un juez federal para frenar una posible detención y deportación. El magistrado le concedió una medida cautelar que, por ahora, congela la sanción.

Este episodio es el último de una larga serie en este annus horribilis de Europa: un continente que hizo de la regulación su identidad —y su perdición—, que intenta disciplinar el discurso público en nombre de una corrección política exasperante, y que a las amenazas de Rusia y China le suma ahora el bullying de quien fuera su mayor aliado y protector. Un EE.UU. versión MAGA que lo trata como un actor periférico, casi irrelevante. El tratamiento puede ser condenable, pero el diagnóstico es difícil de rebatir.

Europa, que durante décadas fue la cumbre de la civilización occidental es hoy la expresión más acabada de su decadencia: estancamiento económico, atraso tecnológico, desplome demográfico, parálisis estratégica y crisis identitaria. Una auténtica falla multiorgánica.

La regulación como bandera

Antes de que Trump pusiera nombres propios en su lista negra, Europa ya había dejado claro cuál es su obsesión: controlar el ecosistema informativo. Regular las plataformas, moderar contenidos, perseguir discurso de odio, vigilar desinformación, exigir transparencia.

En octubre, Bruselas anunció hallazgos preliminares contra TikTok y Meta por no garantizar suficiente acceso a datos para investigadores y por no ofrecer mecanismos adecuados para denunciar contenidos ilegales o apelar decisiones de moderación. La semana pasada fue más lejos: multó a X (ex Twitter) con 120 millones de euros por violar sus obligaciones de transparencia: desde la verificación de cuentas hasta el repositorio público de anuncios y el acceso a datos para académicos. Es la primera gran sanción formal bajo la nueva normativa y un mensaje directo a Silicon Valley.

En ese tablero, Thierry Breton no es una víctima neutra. Fue el comisario que se puso al frente de esa campaña, el que se filmaba mandando cartas duras a Musk, el que se jactaba de que, en Europa, “lo que es ilegal offline, es ilegal online”. Que hoy sea él quien aparece en el listado de sancionados de Estados Unidos dice mucho de la fractura transatlántica, pero dice todavía más de la centralidad que tiene, para Europa, la idea de regular la conversación pública.

En la división internacional del trabajo, Europa regula lo que otros inventan. No es casual que no haya redes sociales europeas. En ese entorno no hay mucho lugar para innovación.

La IA, desde la tribuna

La inteligencia artificial es el ejemplo más claro de este desbalance. Mientras las grandes plataformas de IA —desde los modelos de propósito general hasta las nubes que los alojan— se desarrollan principalmente en Estados Unidos y China, Bruselas dedica sus energías a diseñar y desplegar el AI Act, el primer marco regulatorio integral del mundo para esta tecnología.

El esquema es, como siempre, gradual y minucioso. El AI Act entró en vigor en agosto de 2024, pero empezó a aplicarse por etapas: desde el 2 de febrero de 2025 están prohibidas ciertas prácticas de “riesgo inaceptable” (como el social scoring estatal) y rigen obligaciones de “alfabetización en IA”; desde el 2 de agosto de 2025 se activaron las reglas específicas para modelos de propósito general (GPAI) y su gobernanza.

De nuevo, la paradoja: Europa se convierte en referencia mundial en cómo hay que regular la IA… pero contempla desde la tribuna la competencia entre las grandes potencias por dominar esta tecnología. Mientras discute códigos de conducta, transparencia algorítmica y etiquetado de contenido generado por máquinas, los grandes modelos siguen saliendo de San Francisco, Seattle, Shenzhen o Pekín.

Síntomas de un continente dominado por el miedo. Los países con las normativas más progresistas del mundo son, en el fondo, los que tienen la mentalidad más conservadora.

Una economía estancada

No hay que ser economista para darse cuenta de que esta aversión al riesgo aniquila cualquier perspectiva de crecimiento. Tras dos años de contracción, la propia Comisión Europea admite que la mayor economía del bloque, Alemania, apenas se contenta con quedar estancada en este 2025.

En el conjunto de la UE, las previsiones de otoño hablan de un crecimiento del 1,4% en 2025 y 2026, con un potencial que se reduce por el envejecimiento de la población y la caída de la fuerza laboral. Los empresarios europeos son todavía más pesimistas: BusinessEurope calcula que la economía del bloque creció solo un 1% en 2025 y advierte que ese ritmo es “insuficiente para enfrentar los desafíos globales”.

Demografía: la bomba silenciosa

La dimensión más brutal de la crisis es demográfica. Eurostat lo dijo sin rodeos este año: en 2024 nacieron 3,56 millones de bebés en la Unión Europea, un 8,2% menos que en 2022 (3,88 millones). Es la mayor caída anual desde que hay registros, en 1961. La tasa de fecundidad promedio cayó a 1,38 hijos por mujer, con un rango que va de 1,06 en Malta a 1,81 en Bulgaria.

Italia es un caso testigo. En 2024 tuvo apenas unos 370.000 nacimientos, el menor número desde la unificación del país, con una fecundidad de 1,18 hijos por mujer. En los primeros siete meses de 2025, la tendencia empeoró: menos de 198.000 bebés, un 6,3% menos que el año anterior, y una tasa de 1,13. El propio ministro de Economía habló de una crisis despiadada.

España sigue un camino similar: en 2024 registró 318.005 nacimientos, un 0,8% menos que en 2023, y su tasa de fecundidad cayó a 1,10. Un tercio de los bebés nacen ya de madres extranjeras, lo que suaviza el golpe estadístico, pero no corrige el problema de fondo. Y agrava otro, que tiene que ver con la identidad nacional.

Descontrol migratorio

Los números, en frío, dicen para algunos que Europa estaría resolviendo su problema migratorio. Frontex informó que en los primeros once meses de 2025 las entradas irregulares en las fronteras externas de la UE cayeron un 25%, hasta algo más de 166.900 cruces. Hay una fuerte baja en las rutas de África occidental y los Balcanes, aunque el Mediterráneo central sigue siendo el punto más caliente.

No obstante, en algunos países ni siquiera se puede decir eso. En el Reino Unido, fuera ya de la UE pero atado al mismo debate, el 20 de diciembre se registró un récord histórico para un día de diciembre: 803 personas cruzaron el Canal de la Mancha en 13 botes pequeños. Con eso, el total anual llegó a 41.455 llegadas, apenas por debajo del máximo de 2022.

Por otro lado, aún en los casos donde disminuyó el flujo de ingresos, es posible que apenas estemos ante una contención tardía de esta crisis. Los problemas de orden público, seguridad ciudadana y sentido de pertenencia, que son indisociables del fenómeno migratorio, se agravan año a año.

El Mercosur, una oportunidad perdida

Pocos ejemplos muestran tanto la parálisis europea como el no acuerdo con el Mercosur. Sobre el papel, es una jugada geopolítica evidente: un mercado de 700 millones de habitantes, la posibilidad de diversificar importaciones y exportaciones en un mundo de bloques, un gesto estratégico hacia América Latina en plena disputa con China y ante la hostilidad creciente de Estados Unidos.

El 3 de septiembre de 2025, la Comisión Europea dio el paso técnico decisivo: adoptó las propuestas de decisión del Consejo para la firma y conclusión de dos instrumentos paralelos, el EU-Mercosur Partnership Agreement (EMPA) y un acuerdo comercial interino. En otras palabras: dejó todo listo para que los gobiernos le pusieran la firma.

Pero ahí se frenó todo. Francia e Italia encabezan la resistencia, con el argumento de proteger a sus agricultores frente a la “competencia desleal” sudamericana. Tractores bloqueando Bruselas, pancartas contra “la carne del Mercosur”, gobiernos asustados por grupos de presión poco representativos de los intereses mayoritarios. Otra muestra de cómo el miedo se impone a la ambición de crecimiento.

Ucrania: esfuerzo sin estrategia

En el plano de la guerra, el contraste es igual de doloroso. Europa no tuvo nunca una estrategia sostenible a largo plazo. Frente a esta tragedia, lo único que pudo hacer fue reaccionar con grandes anuncios inspirada por el pavor que le tiene a la voracidad de Putin. En 2024, Josep Borrell recordaba que la UE había aportado ya 122.000 millones de euros en ayuda militar y financiera y había entrenado a decenas de miles de soldados ucranianos.

En 2025, los países del bloque comprometieron más de 23.000 millones de euros en asistencia militar, según la actual jefa de la diplomacia europea, Kaja Kallas. Y este diciembre, los líderes de la UE acordaron un préstamo de 90.000 millones de euros para sostener las finanzas ucranianas en 2026 y 2027, financiado con deuda conjunta.

No es poco. Pero, otra vez, el problema no es el esfuerzo, sino la estrategia. Europa paga, pero no decide. Niega públicamente cualquier reconocimiento de las anexiones rusas, pero a la vez admite que no va a entrar en guerra directa con Moscú. Habla de victoria ucraniana, pero diseña paquetes de ayuda que sirven, a lo sumo, para evitar una derrota catastrófica. Y tal vez ni siquiera para eso: al ritmo actual de las batallas, Rusia podría tardar 18 meses en conquistar el territorio que le está exigiendo ahora en las negociaciones.

El resultado es una posición incómoda: demasiado comprometida como para retirarse, demasiado dependiente de Estados Unidos como para marcar un rumbo propio. Europa sigue atrapada entre el miedo a Rusia y la imposibilidad de asumir el costo de una escalada real. Parálisis estratégica.

Una acuciante crisis de identidad

La crisis europea no es sólo económica o geopolítica. Es también, tal vez habría que decir antes que nada, identitaria. Esta Navidad lo dejó en evidencia.

En España, Pedro Sánchez difundió un mensaje navideño cuidadosamente desprovisto de referencias religiosas explícitas. Habló de “las fiestas”, de la diversidad de formas de vivirlas y cerró con una fórmula que lo resume todo: “Las vivas como las vivas, sí me gustaría desearte unas felices fiestas”. Lo curioso es que durante Ramadán no tiene dudas en saludar a la minoría musulmana del país.

En Italia, Giorgia Meloni hizo exactamente lo contrario. Volvió a reivindicar su vieja consigna de la “revolución del pesebre”: hacerlo aunque “en las escuelas digan que no se puede porque ofende a quien cree en otra cultura”. Definió la Navidad como un “símbolo de raíces, identidad y valores compartidos que merecen ser custodiados y no puestos de lado por moda o por miedo”.

Entre Sánchez y Meloni hay algo más que diferencias ideológicas. Hay dos maneras de responder a una Europa que no sabe bien quién es. Una apuesta por una neutralidad inclusiva que se esfuerza por no ofender a nadie. La otra, por una reafirmación explícita de la identidad cristiana como núcleo cultural.

Al mismo tiempo, en Francia, Alemania y Bélgica, los mercados navideños se celebran bajo guardia permanente. Esta semana, las autoridades detuvieron a cinco hombres sospechosos de planear un ataque con vehículo contra un mercado en Baviera, un año después de que un atentado similar en Magdeburgo dejara seis muertos y más de 300 heridos. En otros mercados no hubo atentados, pero sí manifestaciones violentas de quienes hacen todo lo posible por censurar la Navidad.