Se profundiza la rebelión contra la política tradicional a escala global

Lo que pasó la semana pasada en la Ciudad de Buenos Aires fue un eco de lo que está sucediendo con la política a escala global desde hace ya algunos años: un rechazo contundente a sus representantes tradicionales y un ascenso de aquellos que los impugnan con más vehemencia.
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Javier Milei es hoy uno de los máximos exponentes de esta tendencia que empezó a acentuarse cuando el mundo occidental se dio cuenta de la dimensión del fracaso del establishment político para manejar la pandemia de covid. Las políticas de encierro masivo y prolongado inspiradas en China demostraron ser ineficaces para contener la propagación del virus y devastadoras en términos económicos y psíquicos. No es casual que la reacción haya sido libertaria.
Mientras Milei celebraba en Argentina, en Portugal festejaba un candidato que hizo campaña citando uno de sus eslóganes preferidos: “No vengo a guiar corderos, sino a despertar leones”. Su nombre es André Ventura, un comentarista deportivo que se hizo famoso como panelista de televisión por su estilo confrontativo y que en 2019 fundó su partido: Chega!, que significa “¡Basta!”.
Dice que los políticos son parásitos, quiere achicar el Estado, dejar de subvencionar a quienes no trabajan, expulsar a los inmigrantes irregulares y erradicar la ideología de género. Con esa plataforma, empató en el segundo lugar con el Partido Socialista, que hizo su peor elección en décadas. Luís Montenegro, de la conservadora Alianza Democrática, volvió a quedar primero y podrá mantenerse como primer ministro, pero en minoría y con Ventura al acecho.
Más allá de lo controvertidos que puedan ser estos nuevos líderes, sus avances evidencian la profunda desconexión con la realidad de buena parte de la política tradicional. De poco sirve indignarse con las declaraciones altisonantes de los primeros si no se comprende la dimensión del fracaso de la ortodoxia. El ex presidente Joe Biden ofrece un ejemplo que tiene un cariz dramático. La impactante noticia sobre el agresivo cáncer de próstata con metástasis en los huesos que está padeciendo revela muchas cosas. No sólo porque muchos dudan de que se haya enterado recién ahora de una forma tan avanzada de la enfermedad.
El Partido Demócrata y los medios de comunicación afines negaron sistemáticamente que el entonces mandatario tuviera algún problema de salud cuando decidió ir por la reelección a pesar de las abundantes evidencias que los desmentían. Sólo lo presionaron para bajarse después de que el primer debate con Trump los persuadiera de que era poco competitivo. Pero nunca se hicieron la pregunta sobre si era atinado que un hombre de 82 años con tantas señales de deterioro estuviera otros cuatro años en el cargo de mayor responsabilidad que puede haber en el mundo. Lo que ellos se esforzaban por ignorar era notorio hasta para los propios votantes de un partido que, lógicamente, enfrenta hoy los mayores niveles de rechazo de su historia.
Esa enajenación de la realidad que percibe el ciudadano medio está también detrás de la guerra desatada entre la administración Trump y la Universidad de Harvard. La decisión del Departamento de Seguridad Interior de retirarle la autorización para recibir estudiantes extranjeros —que representan el 27% de su matrícula— puede parecer desproporcionada, pero nunca hubiera ocurrido si sus autoridades no hubieran permitido que sus campus se convirtieran en centros de promoción del extremismo antisemita y anti estadounidense.
Durante meses, ante la inacción de la Casa Blanca, de los gobernadores y de los rectores, las universidades de la prestigiosa Ivy League fueron escenarios de tomas en las que se veían banderas de Hamas y Hezbollah, en las que se les negaba el ingreso a estudiantes y profesores judíos y en las que se vandalizaba su patrimonio. Trump decidió que ningún extranjero va a recibir el privilegio de una visa de estudiante si participa en ese tipo de actividades y pretende que las universidades informen sobre lo que hacen estos alumnos. Harvard fue la única en negarse y por eso el Gobierno tomó esta drástica determinación, cuya legalidad será dirimida en la justicia.
Hasta el miércoles a la noche, por ingenuidad o complicidad, algunos podían pensar que no era tan grave permitir que grupos radicalizados hicieran estas cosas al grito de “Palestina Libre”. Les va a costar mucho más después de ver cómo un joven sin antecedentes penales ni psiquiátricos asesinó a dos empleados de la Embajada de Israel en Estados Unidos en pleno Washington DC al grito de “Palestina Libre, esto es por Gaza”.
Después de muchos años de estar expuesto a ese discurso antisemita que demoniza a Israel y legitima el uso de la violencia en su contra, Elías Rodríguez, antiguo militante del Partido Socialismo y Liberación, decidió asesinar a Yaron Lischinsky, de 28 años, y a Sarah Lynn Milgrim, de 26, que acababan de salir de un evento en el Museo Judío de la Capital. Cuando se justifica la violencia en nombre de una causa supuestamente justa, sólo cabe sentarse a esperar que alguien pase de la palabra a la acción.
Por eso es tan preocupante el informe oficial que se conoció esta semana en Francia, que revela una infiltración generalizada de la Hermandad Musulmana en distintas instituciones culturales, religiosas y sociales de la comunidad islámica. Esa organización nacida en Egipto a principios del siglo XX fue la primera en plantear que el islam debía convertirse en un gran movimiento político, que sometiera a todo el mundo bajo la Sharia. Es la raíz de todas las organizaciones extremistas que conocemos en la actualidad.
Es una fenomenal “amenaza a la cohesión nacional”, según las palabras de Bruno Retailleau, ministro del Interior de Emmanuel Macron. Sin embargo, en otra muestra de la desconexión con lo real que caracteriza a la dirigencia occidental, en vez de poner eso en el centro de la escena, el Gobierno opta por poner a Israel en la picota para tratar de calmar a esos grupos cada vez más radicalizados.
Francia, Reino Unido y Canadá —tres países con graves problemas derivados del aumento del islamismo— se pusieron al frente de una campaña de presión internacional contra el gobierno de Benjamin Netanyahu por la última ofensiva israelí contra el grupo terrorista Hamas en Gaza. Una campaña que fue agradecida por Hamas a través de sus canales de comunicación.
“Cuando asesinos en masa, violadores, asesinos de bebés y secuestradores les dan las gracias, ustedes están en el lado equivocado de la justicia, la humanidad y la historia”, les respondió Netanyahu. Israel está en una guerra terrible contra un grupo que, en el fondo, representa la misma amenaza que enfrentan Francia, Reino Unido y Canadá.
Sin embargo, los tres gobiernos, en lugar de apoyar a Israel, lo condenan. Esa alienación de la realidad es la que explica que el Frente Nacional no deje de crecer en Francia y que el partido Reform UK del populista Nigel Farage haya sido el más votado en las elecciones municipales del 1 de mayo en Reino Unido, donde el gobernante Partido Laborista quedó cuarto.
Si el Partido Liberal logró retener el poder en los comicios generales celebrados en Canadá tres días antes fue exclusivamente por el vuelco que provocó en la opinión pública canadiense el asedio desatado por Trump, que promete convertir al país en el estado número 51. El primer ministro Mark Carney se conforma con que, al menos por ahora, dejó de amenazar con nuevas subas de aranceles. No pueden decir lo mismo los europeos, que se atragantaron durante el almuerzo este viernes al ver que Trump se despertó con ganas de anunciar que desde el próximo 1 de junio se le va a cobrar una tarifa del 50% a todos los bienes provenientes de la Unión Europea.
“Las negociaciones no están llevando a ningún lado”, se lamentó el Presidente en el mensaje que publicó en su red social. Es que a diferencia de Londres, que accedió a la mayor parte de los pedidos de Washington a pesar de que se le mantiene el arancel del 10% dispuesto por Trump para todo el mundo, Bruselas pretende una alícuota más baja para remover las barreras no arancelarias que objeta Estados Unidos. La noticia interrumpió un mes de calma en las finanzas globales y provocó caídas generalizadas en los mercados europeos y americanos.
Lo más preocupante de la crisis que están atravesando las democracias occidentales es que la respuesta de los líderes que emergen en reacción a la falta de credibilidad de los partidos tradicionales es tan extrema que crea nuevos problemas. Nadie sabe cómo van a terminar estos experimentos inéditos, como el segundo gobierno de Trump. Pero no hay muchas razones para creer que van a resolver la crisis que los llevó a la cúspide del poder.