Presenta:

China, Ucrania, Irán y más: Trump quiere usar el “arte de la negociación” para todo

El presidente estadounidense cerró una gira por Oriente Medio repleta de anuncios y promesas de acuerdo, pero hay conflictos que van a necesitar mucho más que eso para resolverse.
Donald Trump en una improvisada cumbre con Volodímir Zelenski durante las exequias papales Foto: Servicio de prensa presidencial de Ucrania
Donald Trump en una improvisada cumbre con Volodímir Zelenski durante las exequias papales Foto: Servicio de prensa presidencial de Ucrania

Faltaban 30 años para que se convirtiera en el presidente más disruptivo de la historia estadounidense cuando Donald Trump publicó 'El arte de la negociación', un libro en el que explica que el éxito en los negocios - y en la vida - se basa en saber identificar oportunidades, asumir riesgos calculados y combinar persuasión y estrategia para cerrar acuerdos favorables. El autor - como no podría ser de otra manera - se presenta como un maestro de la negociación que quiere compartir su conocimiento único para que otros puedan aplicar su método en sus respectivos campos de actuación.

El libro fue un best-seller que vendió más de un millón de copias desde 1987 y contribuyó a cimentar la fama de Trump como un gran negociador. Como alguien capaz de obtener victorias y logros importantes gracias a esa virtud. Es parte de la marca que lo llevó a la presidencia en 2017 y que le permitió regresar ahora, cuando su carrera parecía terminada. La nula capacidad de Joe Biden para conseguir avances en los intereses de Estados Unidos en el plano internacional realzó por contraste los méritos de Trump

Sobre esas capacidades está machacando su equipo de comunicación en una de las semanas más importantes de su segundo mandato, en la que acaba de concluir su primera gira, en la que recorrió Arabia Saudita, Qatar y los Emiratos Árabes Unidos. Su discurso inaugural en Riad fue, sin dudas, refrescante para un presidente estadounidense: admitió que fue un error colosal haber iniciado guerras e invertido miles de millones de dólares en Oriente Medio para forzar a sus países a adoptar valores occidentales que tienen poco que ver con su civilización. En su lugar, ofrece un nuevo enfoque, basado en los intereses económicos comunes. El mensaje es claro: no venimos a cambiar sus reglas, sólo a hacer buenos negocios. El arte de la negociación.

Es prometedor que Washington aborde Oriente Medio con una lógica completamente opuesta al fallido consenso que republicanos y demócratas mantuvieron durante décadas en torno a la idea de exportar a la fuerza la democracia liberal, que causó desastres en la región. Fue este mismo enfoque el que permitió durante el primer mandato de Trump el avance más significativo en mucho tiempo en esta región: los Acuerdos de Abraham, por los que Emiratos Árabes, Baréin, Sudán y Marruecos normalizaron sus relaciones diplomáticas y comerciales con Israel. 

El límite de esta estrategia radica en que la geopolítica es mucho más compleja que el mundo de los negocios y hay conflictos que difícilmente puedan resolverse a través de acuerdos. Sobre todo, de negociaciones rápidas como las que pretende Trump, ávido de mostrar resultados concretos en poco tiempo, porque sabe que su poder empezará a mermar dramáticamente en 18 meses, cuando lleguen las elecciones de medio término. 

La cuestión Hamas es un buen ejemplo de estos límites. Trump había prometido que todos los rehenes estarían libres a esta altura, pero sólo consiguió que los terroristas entreguen a Edan Alexander, el único israelí-estadounidense que retenían con vida. Lo que Israel sabe y la administración Trump parece reacia a admitir es que las negociaciones con Hamas entraron en un punto muerto del que difícilmente puedan salir.

Para una organización maximalista, que tiene como fin último la destrucción del estado de Israel y la desaparición de todos los judíos de Oriente Medio, la única forma de aceptar la liberación de los 58 rehenes que le quedan —de los cuales se presume que entre 20 y 23 estarían con vida— es a cambio de un retiro total de Gaza por parte de Israel. En otras palabras, necesitan garantías de que van a poder volver a atacar a Israel en el futuro. De lo contrario, prefieren que las Fuerzas de Defensa maten hasta el último de ellos, pero pagando el precio de muchas muertes civiles en el camino.

Lo mismo ocurre con Irán, su principal benefactor. Trump abortó un plan conjunto con Israel para atacar su programa nuclear, que tiene como fin el desarrollo de la bomba atómica. A pesar de que era el momento propicio para ejecutarlo, porque el régimen de los ayatollahs está en su momento de mayor vulnerabilidad histórica, Trump consideró que era demasiado riesgoso. Probablemente no iba a ser una solución definitiva y exponía a Estados Unidos a tener que volver a involucrarse militarmente en la región, cosa que no quiere bajo ningún concepto. Entonces empezó a seducirlo la idea de llegar a un entendimiento con la República Islámica. Ya hubo tres rondas de diálogo en Omán y en plena gira el Presidente afirmó que “Irán parece haber aceptado los términos”, que son muy parecidos a los que había firmado con Obama en 2015 y que el propio Trump había rechazado en su primer mandato. 

El primer ministro Netanyahu no está pudiendo convencer a su aliado de lo evidente: Irán no puede abandonar su programa nuclear, porque es la única forma de blindar su plataforma de apoyo a actividades terroristas a través de las cuales promueve su revolución islámica y daña a sus enemigos dilectos: Estados Unidos e Israel, el gran y el pequeño Satán en la terminología persa. Cualquier cosa que firme será solo para ganar tiempo. Pero al maestro de la negociación le serviría para mostrarle al mundo una nueva presea. 

Estos son ejemplos de que no siempre es posible un acuerdo. Abundan los casos testigo a lo largo de la historia. Rusia lo pagó con más de 20 millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial después de que Stalin sellara con Hitler el Pacto Molotov-Ribbentrop, por el que la Alemania Nazi y la Unión Soviética se comprometían a no agredirse. No había lugar para una negociación con un actor como Hitler, para el que la política era un partido que se jugaba a muerte. ¿Qué se puede acordar con alguien capaz de ordenar la Solución Final?

Justo cuando se cumplen 80 años de la derrota del nazismo, Rusia vuelve a estar en el centro de conversaciones con baja probabilidad de éxito. Ahora está en el lugar del agresor frente a una Ucrania que, a pesar de sus reparos, está dando todas las señales posibles de que quiere llegar a un acuerdo que ponga fin a la guerra. Pero nada parece ser suficiente. Días atrás, Trump le imploraba a Zelensky que acepte reunirse con Putin en Turquía, luego de que el dictador ruso sugiriera que estaría dispuesto a un cara a cara. El presidente ucraniano dijo que estaría allí si Putin aceptaba un cese del fuego de 30 días, una propuesta que originalmente salió de la Casa Blanca. El Kremlin rechazó —otra vez— cualquier tipo de tregua, pero insistió en negociar en Ankara. Finalmente, cuando Zelensky aceptó ir igual a Turquía, Putin desistió de concurrir a la cita que él mismo había promovido y en su nombre envió a una delegación de bajísimo nivel, casi una burla.

Es interesante ver la reacción de Trump cuando se encuentra ante estas evidencias tan contundentes de los límites de su muñeca negociadora. En un extraordinario giro retórico, afirmó que en realidad nunca creyó que Putin iba a acudir a la reunión y planteó que la única forma de que fuera su par ruso sería si él mismo estuviera presente, algo que jamás había dicho. La explicación de este proceder es sencilla: aunque quisiera torcerle el brazo a Putin, no lo va a intentar porque sabe que es muy poco probable que lo logre. Al haber aplicado casi todas las sanciones económicas posibles, y al no estar dispuesto a optar por una vía militar que sería catastrófica para el mundo, Trump es consciente de que no tiene cómo presionar a Moscú. Entonces opta por ir adaptando el discurso para disimular que su estrategia no está funcionando.

El problema de fondo es que Rusia no está lista para una negociación. Por eso, su propuesta es una rendición incondicional de Ucrania. Por menos que eso, prefiere continuar con una guerra cuyos mayores costos ya absorbió y frente a la que se siente muy confiado. Esto, sin tener en cuenta de que su economía se reorganizó en torno a la guerra, otra razón para prolongarla. 

Hay un frente más en el que el arte de la negociación enfrenta obstáculos difíciles de franquear. Y es el más importante de todos: China. Scott Bessent, el secretario del Tesoro, sorprendió al mundo el pasado domingo al afirmar que habían llegado a un principio de acuerdo con sus pares chinos en Suiza. Estados Unidos bajó sus aranceles de 145% a 30% y China de 125% a 10%. El acuerdo estará vigente por 90 días, mientras siguen conversando sobre los distintos acápites. No hay dudas de que así como está es un logro para Trump porque Estados Unidos subió 10% el arancel promedio respecto de cómo había quedado al final del mandato de Biden y China tuvo que bajarlo 10%. 

Sin embargo, los aranceles no son un fin en sí mismos, sino un medio a través del cual cumplir dos objetivos centrales: reducir el déficit comercial y reindustrializar al país, tanto por razones económicas como geopolíticas. Por el momento, nada hace pensar que esta modificación en las fórmulas arancelarias o los acuerdos como los que se anunciaron con China esta semana y la anterior con Reino Unido sean suficientes para modificar la matriz productiva de Estados Unidos. Muchos creen que esas metas son de cumplimiento casi imposible y que, en todo caso, requerirían una combinación compleja de políticas de incentivo a sostener en el largo plazo, no un acuerdo comercial puntual. Trump lo sabe, porque firmó dos acuerdos de este tipo con China en su primer mandato y está viendo como el problema se agravó. 

La negociación es un arte importantísimo en la política y Trump ha demostrado cualidades que contrastan con el inmovilismo de sus antecesores. Pero no alcanza. El riesgo que enfrenta Estados Unidos —y Occidente detrás suyo— es que por imponer la lógica de la negociación a todo, termine con una política exterior fallida, que lo deje a mediano plazo en una posición más vulnerable frente a sus rivales.