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Michelle Obama: "Mi historia"

Te ofrecemos aquí un capítulo del libro de la ex primera dama estadounidense, Michelle Obama, "Mi historia" .

miércoles, 13 de febrero de 2019 · 09:32 hs

Prefacio

Marzo de 2017

Cuando era niña, mis aspiraciones eran simples. Quería un perro. Quería una casa con escalera, de dos plantas para una familia. Por alguna razón, quería una furgoneta de cuatro puertas en lugar del Buick de dos que era el tesoro de mi padre. Siempre decía a la gente que cuando fuese mayor sería pediatra. ¿Por qué? Porque me encantaban los niños y no tardé en darme cuenta de que era una respuesta gratificante para los adultos. «¡Ah, médico! ¡Qué buena elección!» Por aquel entonces llevaba coletas, mangoneaba a mi hermano mayor y, costara lo que costase, sacaba siempre sobresalientes en el colegio. Era ambiciosa, aunque no sabía exactamente a qué aspiraba. Ahora creo que es una de las preguntas más inútiles que un adulto puede formular a un niño: «¿Qué quieres ser de mayor?». Como si hacerse mayor tuviera un punto final. Como si en algún momento te convirtieras en algo y ahí se acabara todo.

Hasta el momento he sido abogada. He trabajado como subdirectora de un hospital y como directora de una organización sin ánimo de lucro que ayuda a gente joven a labrarse una carrera profesional seria. He sido estudiante negra de clase trabajadora en una elegante universidad cuyo alumnado es mayoritariamente blanco. He sido la única mujer, la única afroamericana, en lugares de todo tipo. He sido novia, madre primeriza estresada e hija desgarrada por la tristeza. Y hasta hace poco fui la primera dama de Estados Unidos, un trabajo que, si bien oficialmente no lo es, me ha brindado en cualquier caso una plataforma que nunca habría imaginado. Para mí fue un desafío y una lección de humildad, me elevó y me empequeñeció, a veces todo al mismo tiempo. Apenas he empezado a procesar lo sucedido durante estos últimos años, desde que en 2006 mi marido planteó la posibilidad de aspirar a la presidencia hasta la fría mañana de invierno en que me subí en una limusina con Melania Trump y la acompañé a la investidura de su esposo. Ha sido un viaje trepidante.

Cuando eres primera dama, Estados Unidos se muestra ante ti en todos sus extremos. He asistido a galas benéficas en viviendas privadas que más bien parecen museos de arte, casas en las que la gente tiene bañeras hechas con piedra noble natural. He visitado a familias que lo perdieron todo con el huracán Katrina y, entre lágrimas, agradecían tener una nevera y un fogón que funcionaran. He conocido a personas a las que considero superficiales e hipócritas, y a otras (profesores, cónyuges de militares y muchas más) cuyo espíritu es tan profundo y fuerte que resulta asombroso. Y también he conocido a niños (infinidad de ellos y en todo el mundo), con los que me desternillo de risa, que me llenan de esperanza y que, por suerte, se olvidan de mi título en cuanto empezamos a hurgar en la tierra de un jardín.

Desde mi reticente incursión en la vida pública he sido aupada como la mujer más poderosa del mundo y también apeada a la categoría de «mujer negra malhumorada». A veces he sentido la tentación de preguntar a mis detractores qué parte de esa frase les molestaba más: ¿«Malhumorada», «negra» o «mujer»? He posado sonriente con personas que profieren insultos horribles a mi marido en la televisión nacional, pero que aun así quieren un recuerdo enmarcado para la repisa de su chimenea. He oído hablar de los lodazales de internet que lo cuestionan todo sobre mí, incluso si soy una mujer o un hombre. Un congresista estadounidense en activo se ha burlado de mi trasero. He sentido dolor y rabia, pero casi siempre he intentado tomármelo con humor.

Todavía desconozco muchas cosas sobre Estados Unidos, sobre la vida y sobre lo que me depara el futuro, pero me conozco a mí misma. Mi padre, Fraser, me enseñó a trabajar duro, a reírme a menudo y a cumplir mi palabra. Mi madre, Marian, me enseñó a pensar por mí misma y a utilizar mi voz. Juntos, en nuestro atestado apartamento del South Side de Chicago, me ayudaron a reconocer el valor de nuestra historia, de mi historia, en la historia más general de nuestro país, incluso cuando no es hermosa o perfecta, incluso cuando es más real de lo que te gustaría. Tu historia es lo que tienes, lo que siempre tendrás. Es algo que debes hacer tuyo.

Durante ocho años viví en la Casa Blanca, un lugar con tantas escaleras que no podría contarlas, además de ascensores, una bolera y una floristería. Dormía en una cama con sábanas italianas. Las comidas las preparaba un equipo de chefs de fama internacional mundial y las servían profesionales con más formación que los de cualquier restaurante u hotel de cinco estrellas. Frente a la puerta había agentes del Servicio Secreto, con sus auriculares y una expresión deliberadamente imperturbable, haciendo cuanto podían por no inmiscuirse en la vida privada de nuestra familia. Al final nos acostumbramos, más o menos, a la extraña majestuosidad de nuestro nuevo hogar y a la presencia constante y silenciosa de otras personas.

La Casa Blanca es donde nuestras dos hijas jugaban a la pelota en los pasillos y trepaban por los árboles del jardín sur. Es donde Barack se quedaba hasta muy tarde repasando informes y borradores de discursos en la sala de los Tratados y donde Sunny, uno de nuestros perros, a veces defecaba en la alfombra. Yo podía salir al balcón Truman y observar a los turistas posando con sus paloselfis y asomándose a la verja de hierro para intentar atisbar qué sucedía dentro. Algunos días me agobiaba tener que cerrar las ventanas por seguridad, no poder respirar aire fresco sin causar revuelo. Otras veces me quedaba asombrada con las magnolias blancas que florecían en el exterior, con el ajetreo cotidiano de los asuntos de gobierno y con el esplendor de una recepción militar. Hubo días, semanas y meses en los que detesté la política. Y hubo momentos en los que la belleza de este país y sus gentes me abrumaba tanto que me quedaba sin palabras.

Y entonces se acabó. Aunque lo veas venir, aunque las últimas semanas estén llenas de despedidas emotivas, ese día sigue siendo difuso. Una mano se posa sobre una Biblia; se repite un juramento. Los muebles de un presidente salen y entran los de otro. Se vacían armarios y vuelven a llenarse en cuestión de horas. Y, como si tal cosa, hay otras cabezas reposando en las almohadas nuevas, nuevos temperamentos, nuevos sueños. Y cuando termina, cuando sales por última vez de la dirección más famosa del mundo, en muchos sentidos tienes que encontrarte otra vez a ti mismo.

Así que permíteme empezar con una pequeña anécdota que sucedió no hace mucho. Me encontraba en la casa de ladrillo a la que mi familia y yo nos hemos mudado recientemente. Nuestro nuevo hogar está en una calle tranquila situada a unos tres kilómetros del anterior. Todavía no hemos acabado de instalarnos. En el salón, los muebles siguen organizados igual que en la Casa Blanca. Por todas partes hay objetos que nos recuerdan que aquello fue real: fotos de los días que pasamos en Camp David, recipientes de cocina artesanales hechos por estudiantes nativos americanos y un libro firmado por Nelson Mandela. Lo raro de aquella noche es que no había nadie. Barack estaba de viaje, Sasha había salido con unos amigos y Malia vive y trabaja en Nueva York, donde está terminando su año sabático antes de empezar sus estudios universitarios. Estaba sola con nuestros dos perros, en una casa silenciosa y vacía como no había visto en ocho años.

Y tenía hambre. Salí del dormitorio y bajé la escalera con los dos perros siguiéndome. Cuando llegué a la cocina, abrí la nevera. Encontré un paquete de pan, saqué dos rebanadas y las puse en la tostadora. Luego abrí un armario y cogí un plato. Sé que suena raro, pero coger un plato de una estantería de la cocina sin que nadie insistiera en hacerlo por mí y estar allí sola mirando cómo se doraba el pan en la tostadora es lo más parecido a un retorno a mi antigua vida que he tenido hasta el momento. O puede que mi nueva vida justo esté empezando.

Al final no preparé unas simples tostadas, sino que metí las rebanadas en el microondas y fundí unas gruesas lonchas de goteante cheddar entre ellas. Luego llevé el plato al jardín. No tuve que informar a nadie de dónde iba. Simplemente fui. Llevaba pantalones cortos e iba descalza. El frío invernal había remitido por fin. Los crocos empezaban a florecer en los parterres del muro trasero y el aire olía a primavera. Me senté en los escalones del porche y sentí el calor del sol atrapado aún en la losa que tenía bajo los pies. A lo lejos, un perro se puso a ladrar y los míos, confusos, se detuvieron a escuchar. En aquel momento caí en que para ellos debía de ser un sonido estremecedor, ya que en la Casa Blanca no teníamos vecinos, y menos aún vecinos de su especie. Para ellos todo era nuevo. Mientras exploraban el perímetro del jardín correteando, me comí las tostadas en la oscuridad, sintiéndome sola en el mejor de los sentidos. No pensaba en el grupo de guardias armados que se encontraban a menos de cien metros en el puesto de mando construido en el garaje, o en que todavía no puedo salir a la calle sin servicio de seguridad. No pensaba en el nuevo presidente y, de hecho, tampoco en el antiguo.

Por el contrario, pensaba en que al cabo de unos minutos volvería a entrar en casa, lavaría el plato en el fregadero y me iría a la cama, y tal vez abriría una ventana para sentir el aire primaveral. Qué momento tan maravilloso. También pensaba en que esa quietud me estaba ofreciendo la primera oportunidad real para reflexionar. Cuando era primera dama, al concluir una semana ajetreada tenían que recordarme cómo había comenzado. Pero el tiempo empieza a parecer diferente. Mis niñas, que llegaron a la Casa Blanca con sus Polly Pocket, una manta llamada Blankie y un tigre de peluche llamado Tiger, ya son adolescentes, mujeres jóvenes con planes y voz propia. Mi marido también está adaptándose a la vida después de la Casa Blanca, recobrando el aliento. Y yo, en este nuevo lugar en el que estoy, siento que tengo muchas cosas que contar.

Mi historia

1

Pasé casi toda mi infancia oyendo el sonido del esfuerzo. Llegaba en forma de música mediocre, o al menos música amateur, que se colaba por los tablones del suelo de mi habitación: el golpeteo de las teclas del piano de mi tía abuela Robbie a manos de sus alumnos mientras aprendían lenta, rudimentariamente las escalas. Mi familia vivía en South Shore, un barrio de Chicago, en una pulcra casa de ladrillo propiedad de Robbie y su marido Terry. Mis padres alquilaron un apartamento en la segunda planta, y mis tíos abuelos vivían en la primera. Robbie era tía de mi madre y durante muchos años había sido generosa con ella, pero a mí me parecía terrorífica. Remilgada y seria, dirigía el coro de la iglesia local y era también la profesora de piano oficial de nuestra comunidad. Llevaba unos tacones discretos y unas gafas de lectura colgadas del cuello con una cadena. Tenía una sonrisa burlona, pero, a diferencia de mi madre, no le gustaba el sarcasmo. A veces la oía reprender a sus alumnos por no haber estudiado lo suficiente o a sus padres por haberlos llevado tarde a clase.

«¡Buenas noches!», exclamaba en pleno día con la misma exasperación con la que uno diría «¡Por el amor de Dios!». Al parecer, pocos satisfacían las expectativas de Robbie.

Sin embargo, el sonido del esfuerzo se convirtió en la banda sonora de nuestras vidas. Había golpeteo por las tardes y por las noches. En ocasiones venían señoras de la iglesia a practicar himnos, y su devoción atravesaba las paredes. Según las normas de Robbie, los niños que asistían a clases de piano no podían trabajar en más de una canción a la vez. Desde mi dormitorio los oía intentarlo, nota incierta a nota incierta, para ganarse su aprobación y dar el salto de «Hot Cross Buns» a la «Canción de cuna» de Brahms, pero solo después de muchas tentativas. La música nunca resultaba molesta, tan solo persistente. Subía por el hueco de la escalera que separaba nuestro apartamento del de Robbie. En verano entraba por las ventanas abiertas y acompañaba mis pensamientos mientras jugaba con mis Barbies o edificaba pequeños reinos con bloques de construcción. El único respiro lo teníamos cuando mi padre llegaba a casa al acabar el primer turno en la planta de filtración de aguas de la ciudad y ponía el partido de los Cubs en el televisor, a tal volumen que acallaba todo lo demás.

Era finales de los años sesenta en South Side de Chicago. Los Cubs no eran malos, pero tampoco excelentes. Me sentaba en el regazo de mi padre, él en su butaca reclinable, y lo escuchaba explicar que el equipo sufría el habitual agotamiento del término de la temporada o por qué Billy Williams, que vivía en Constance Avenue, muy cerca de nosotros, bateaba tan bien desde el lado izquierdo de la base. Fuera de las canchas de béisbol, Estados Unidos se hallaba sumido en un enorme e incierto proceso de transformación. Los Kennedy estaban muertos. A Martin Luther King Jr. lo habían asesinado en un balcón de Memphis, lo cual desencadenó disturbios en todo el país, incluida Chicago. La Convención Nacional Demócrata de 1968 se tiñó de sangre cuando la policía persiguió a los manifestantes contrarios a la guerra de Vietnam con porras y gas lacrimógeno en Grant Park, situado unos quince kilómetros al norte de donde vivíamos. Entretanto, las familias blancas abandonaban la ciudad en tropel, atraídas por los barrios residenciales, la promesa de mejores escuelas, más espacio y probablemente también más blancura.

Yo no me daba cuenta de nada de todo aquello. Era solo una niña que jugaba con sus Barbies y sus bloques de construcción, que tenía dos progenitores y un hermano mayor que cada noche dormía con la cabeza a unos noventa centímetros de la mía. Mi familia era mi mundo, el centro de todo. Mi madre me enseñó muy pronto a leer; me llevaba a la biblioteca pública y se sentaba a mi lado mientras yo pronunciaba en voz alta las palabras impresas en una página. Cada día, mi padre iba a trabajar enfundado en un uniforme azul de empleado municipal, pero por la noche nos enseñaba lo que significaba amar el jazz y el arte. De niño había estudiado en el Art Institute of Chicago, y en la secundaria pintaba y hacía esculturas. En la escuela también había participado en competiciones de natación y boxeo, y de adulto era aficionado a todos los deportes televisados, desde el golf profesional hasta la NHL, la liga nacional de hockey. Le gustaba ver triunfar a la gente fuerte. Cuando mi hermano Craig se interesó por el baloncesto, mi padre dejaba monedas encima del marco de la puerta de la cocina y lo animaba a saltar para cogerlas.

Todas las cosas importantes se hallaban en un radio de cinco manzanas: mis abuelos y mis primos; la iglesia de la esquina, donde no asistíamos mucho a catequesis; la gasolinera a la que en ocasiones me enviaba mi madre a comprar un paquete de Newport; y la licorería, que también vendía pan Wonder, caramelos a un centavo y leche por litros. En las cálidas noches de verano, Craig y yo nos dormíamos con los vítores de los partidos de sófbol de la liga de adultos que se disputaban en el parque público cercano, donde de día nos encaramábamos a los columpios y jugábamos al pilla-pilla con otros niños.

Craig y yo nos llevamos menos de dos años. Él ha heredado la mirada tierna y el espíritu optimista de mi padre y la implacabilidad de mi madre. Siempre hemos estado unidos, en parte gracias a la lealtad inquebrantable y un tanto inexplicable que desde el principio Craig pareció sentir hacia su hermana pequeña. Hay una vieja fotografía familiar en blanco y negro en la que aparecemos los cuatro sentados en un sofá, mi madre sonriendo conmigo en el regazo y mi padre serio y orgulloso con Craig en el suyo. Llevamos ropa de misa, o tal vez de boda. Yo tengo unos ocho meses y llevo un vestido blanco planchado, y soy una matona rechoncha y seria con pañales que parece estar a punto de zafarse de las garras de su madre y mira a la cámara como si fuera a comérsela. A mi lado está Craig, un caballero con una pequeña pajarita, americana y expresión sobria. Tenía dos años y, con el brazo extendido hacia el mío y sus dedos protectores rodeando mi muñeca regordeta, ya era la viva imagen de la vigilancia y la responsabilidad fraternal.

Cuando se hizo la foto vivíamos al otro lado del pasillo de mis abuelos paternos en Parkway Gardens, un complejo de edificios de estilo modernista con apartamentos de protección oficial, asequibles, situado en el South Side. Fueron construidos en los años cincuenta y se habían diseñado como propiedad cooperativa para aliviar la escasez de viviendas entre las familias negras de clase trabajadora después de la Segunda Guerra Mundial. Más tarde se deteriorarían a causa de la pobreza y la violencia de las bandas, y la zona se convertiría en una de las más peligrosas de la ciudad. Sin embargo, mucho antes, cuando yo todavía era una niña, mis padres, que se habían conocido de adolescentes y se habían casado cuando rondaban los veinticinco años, aceptaron una oferta para mudarse a la casa de Robbie y Terry en un bonito barrio situado unos kilómetros más al sur.

En Euclid Avenue éramos dos familias viviendo bajo un techo no muy grande. A juzgar por la distribución, la segunda planta probablemente era un apartamento anexo para una o dos personas, pero encontramos la manera de meternos cuatro. Mis padres ocupaban el único dormitorio y Craig y yo compartíamos una zona más amplia que supongo que correspondía al salón. Cuando fuimos más mayores, mi abuelo, Purnell Shields, el padre de mi madre, un carpintero más voluntarioso que hábil, trajo unos revestimientos de madera baratos y construyó una partición improvisada para dividir la sala en dos espacios semiprivados. Luego instaló una puerta en acordeón en cada uno y creó una pequeña zona común en la que podíamos guardar nuestros juguetes y libros.

Me encantaba mi habitación, donde había el espacio justo para una mesa estrecha y una cama individual. Tenía todos mis animales de peluche encima de la cama y cada noche los colocaba meticulosamente alrededor de mi cabeza como un ritual para estar más cómoda. Al otro lado de la pared, Craig llevaba una especie de existencia gemela en una cama arrimada a los paneles de madera en paralelo a la mía. La partición era tan endeble que podíamos hablar desde el lecho, y a menudo nos lanzábamos una pelota hecha con un calcetín por el hueco de veinticinco centímetros que había entre la pared y el techo.

La zona de la tía Robbie, en cambio, era como un mausoleo. Tenía los muebles tapados con unos plásticos que me resultaban fríos y pegajosos cuando osaba sentarme encima de ellos con las piernas desnudas. Las estanterías estaban abarrotadas de figuritas de porcelana que no podíamos tocar. A veces yo pasaba la mano por una colección de adorables caniches de cristal (una madre de aspecto delicado y tres cachorritos), pero luego la apartaba por temor a la ira de Robbie. Cuando no había clase, en la primera planta reinaba un silencio sepulcral. El televisor y la radio siempre estaban apagados. Ni siquiera sé si conversaban mucho. El nombre completo del marido de Robbie era William Victor Terry, pero por alguna razón nos dirigíamos a él solo por su apellido. Terry era como una sombra, un hombre de aire distinguido que llevaba traje todos los días de la semana y apenas hablaba.

Llegué a concebir las dos plantas como universos diferentes gobernados por sensibilidades rivales. Arriba éramos ruidosos y no sentíamos remordimientos por ello. Craig y yo nos lanzábamos la pelota y nos perseguíamos por el apartamento. Rociábamos el suelo del pasillo con Pledge, un abrillantador para muebles, a fin de deslizarnos más lejos y más rápido con los calcetines, y a menudo chocábamos contra las paredes. En la cocina celebrábamos combates de boxeo entre hermanos y utilizábamos los dos pares de guantes que mi padre nos había regalado por Navidad, junto con instrucciones personalizadas para lanzar buenos golpes. Por la noche, nos entreteníamos todos con juegos de mesa, nos contábamos historias y chistes y poníamos discos de los Jackson 5 a todo volumen. Cuando Robbie se hartaba, empezaba a pulsar con insistencia el interruptor de la escalera común, que también controlaba la bombilla del pasillo del piso de arriba; era su manera de pedirnos educadamente que bajáramos la voz.

Robbie y Terry eran más mayores. Se habían criado en otra zona y tenían intereses distintos. Habían visto cosas que nuestros padres no habían visto, cosas que Craig y yo no podíamos ni imaginar en nuestra bulliciosa niñez. Esto es una versión de lo que mi madre decía si nos alterábamos demasiado por la irritabilidad del piso de abajo. Aunque desconocíamos el contexto, nos pedían que recordáramos que ese contexto existía. En el mundo, nos explicaban, todas las personas llevan a cuestas una historia invisible y solo por eso merecen cierta tolerancia. Según descubrí muchos años después, Robbie había denunciado a la Universidad Northwestern por discriminación; en 1943 se había matriculado en ella para asistir a un taller de música coral y le negaron una habitación en la residencia de mujeres. Le indicaron que podía alojarse en una pensión de la ciudad, un lugar «para gente de color». Terry, por su parte, había trabajado de maletero en una línea ferroviaria nocturna con llegada y salida en Chicago. Era una profesión respetable, aunque mal remunerada y desempeñada siempre por negros, que mantenían sus uniformes inmaculados mientras cargaban equipajes, servían comidas y satisfacían las necesidades de los pasajeros, lo cual incluía abrillantarles los zapatos.

Años después de jubilarse, Terry seguía viviendo en un estado de anestesiada formalidad, vestido de forma impecable y con un carácter un tanto servil, sin reivindicarse en ningún sentido, al menos que yo apreciara. Era como si hubiera renunciado a una parte de él para sobrellevar las cosas. Lo veía cortando el césped bajo el calor estival con zapatos de cordones, tirantes, un sombrero de ala estrecha y las mangas de la camisa pulcramente remangadas. Se permitía un solo cigarrillo al día y un cóctel al mes y, aun así, no se soltaba como hacían mis padres después de tomar un whisky con soda o una cerveza Schlitz, algo que, en su caso, ocurría varias veces al mes. Parte de mí quería que Terry hablara, que desvelara los secretos que guardaba. Imaginaba que tenía muchas historias interesantes sobre las ciudades que había visitado y sobre el comportamiento de la gente rica en los trenes, o tal vez no, pero en todo caso no oímos ninguna. Por alguna razón, nunca contaba nada.

Tendría unos cuatro años cuando decidí que quería aprender a tocar el piano. Craig, que estaba en primer curso, tocaba todas las semanas el instrumento de pared de Robbie y volvía relativamente ileso, así que me sentía preparada. De hecho, estaba bastante convencida de que ya sabía tocar por osmosis directa después de todas las horas que me había pasado escuchando cómo otros niños interpretaban torpemente sus canciones. Ya tenía la música en la cabeza. Solo quería bajar y demostrarle a mi exigente tía abuela el talento que poseía, y que convertirme en su alumna estrella no entrañaría para mí ningún esfuerzo.

El piano de Robbie se encontraba en una pequeña habitación cuadrada en la parte trasera de la casa, cerca de una ventana con vistas al patio. En una esquina tenía una maceta con una planta y en la otra una mesa plegable en la que los alumnos podían rellenar las hojas de ejercicios. Durante las clases se sentaba muy erguida en una butaca con respaldo alto, marcando el ritmo con un dedo e inclinando la cabeza, atenta a cada error. ¿Le tenía miedo a Robbie? No exactamente, pero había algo temible en ella y representaba una autoridad rígida que no había visto en ningún sitio. Exigía excelencia a todos los niños que se sentaban en la banqueta del piano. Yo la veía como una persona a la que debías ganarte o tal vez conquistar de algún modo. Con ella parecía que siempre había algo que demostrar.

En la primera clase me colgaban las piernas de la banqueta; eran tan cortas que no me llegaban al suelo. Robbie me regaló un cuaderno de iniciación a la música, lo cual me encantó, y me enseñó a colocar correctamente las manos sobre las teclas.

«Muy bien, presta atención —dijo regañándome antes de que hubiera empezado siquiera—. Busca el do central.»

Cuando eres niño te parece que el piano tiene mil teclas. Solo ves una extensión negra y blanca inabarcable para dos brazos pequeños. Pronto aprendí que el do central era el punto de referencia, la línea territorial que separaba la mano derecha de la izquierda, la clave de sol de la de fa. Si podías colocar el pulgar sobre el do central, todo lo demás encajaba de manera automática. Las teclas del piano de Robbie eran sutilmente desiguales tanto en color como en forma, y con el paso del tiempo habían saltado algunos fragmentos de marfil, de modo que parecían una dentadura descuidada. Al do central le faltaba una esquina, un trozo del tamaño de mi uña, lo cual siempre me ayudaba a ubicarlo.

Descubrí que me gustaba el piano. Sentarme delante de él me parecía natural, algo que debía hacer. Mi familia estaba plagada de músicos y melómanos, sobre todo del lado de mi madre. Un tío mío tocaba en una banda profesional y varias de mis tías cantaban en coros eclesiásticos. Tenía a Robbie, que además del coro y las clases dirigía algo denominado Operetta Workshop, un humilde programa de teatro musical para niños al que Craig y yo asistíamos todos los sábados por la mañana en el sótano de la iglesia. Sin embargo, el epicentro musical de la familia era mi abuelo Shields, el carpintero, que además era el hermano menor de Robbie. Era un hombre despreocupado y barrigudo con una risa contagiosa y una barba entrecana y desaliñada. Cuando era más joven vivía en la zona oeste de la ciudad y Craig y yo lo llamábamos «Westside», pero se trasladó a nuestro barrio el mismo año que empecé con las clases de piano y lo rebautizamos «Southside».

Southside se había separado de mi abuela hacía décadas, cuando mi madre era adolescente. Vivía con mi tía Carolyn, la hermana mayor de mi madre, y mi tío Steve, su hermano menor, a solo dos manzanas de distancia, en una acogedora casa de una planta que el abuelo había cableado de arriba abajo para instalar altavoces en todas las habitaciones, incluido el cuarto de baño. También fabricó un mueble para el salón donde guardaba el equipo de música, gran parte del cual encontró en mercadillos. Tenía dos tocadiscos desparejados, dos viejos magnetófonos de bobina y unas estanterías repletas de discos que había coleccionado a lo largo de los años.

Había muchas cosas en el mundo de las que Southside desconfiaba. Era una especie de teórico de la conspiración de la vieja escuela. No confiaba en los dentistas, motivo por el cual apenas le quedaban dientes. No confiaba en la policía y no siempre confiaba en los blancos, ya que era nieto de un esclavo de Georgia y había pasado sus primeros años de infancia en Alabama durante la época de Jim Crow, antes de instalarse en Chicago en los años veinte. Cuando tuvo hijos, Southside se dejó la piel para protegerlos, asustándolos con historias reales e imaginarias sobre lo que les podía suceder a unos niños negros si se adentraban en el barrio equivocado e insistiendo en que debían evitar a la policía.

Al parecer, la música era un antídoto para sus preocupaciones, una manera de relajarse y espantarlas. A veces, cuando cobraba un jornal por su trabajo de carpintero, Southside se daba el lujo de comprar un disco nuevo. Solía organizar fiestas para la familia en las que la música lo dominaba todo, lo cual nos obligaba a alzar la voz. Celebrábamos la mayoría de los acontecimientos importantes de la vida en su casa, así que desenvolvíamos los regalos navideños al ritmo de Ella Fitzgerald y soplábamos las velas de cumpleaños al son de Coltrane. Según mi madre, cuando Southside era más joven intentó inculcar la afición por el jazz a sus siete hijos y despertaba a todo el mundo al amanecer poniendo uno de sus discos a un volumen atronador.

Su amor por la música era contagioso. Cuando Southside se mudó a nuestro barrio, me pasaba tardes enteras en su casa, donde cogía discos aleatoriamente y los reproducía en su equipo. Cada uno de ellos era una aventura fascinante. Aunque era pequeña, no me prohibía tocar nada. Más tarde me regaló mi primer disco, Talking Book de Stevie Wonder, que guardaba en su casa en una estantería especial que asignó a mis álbumes favoritos. Si tenía hambre, me preparaba un batido o freía un pollo entero para los dos mientras escuchábamos a Aretha, Miles o Billie. Para mí, Southside era tan grande como el cielo. Y el cielo, tal como yo lo imaginaba, tenía que ser un lugar rebosante de jazz.

En casa yo seguía haciendo progresos como músico. Sentada frente al piano de pared de Robbie, no tardé en aprender las escalas (lo de la osmosis resultó ser real) y me lancé a hacer los ejercicios de repentización que me daba. Puesto que nosotros no teníamos piano, me veía obligada a ensayar con el suyo en el piso de abajo. Esperaba a que no hubiera ningún alumno y a menudo arrastraba a mi madre para que se sentara en el sillón tapizado a escucharme tocar. Aprendía una pieza del cancionero y después otra. Probablemente no era mejor que los otros estudiantes de la tía Robbie, titubeaba igual, pero estaba motivada. Para mí, aprender era algo mágico y me procuraba una emocionante satisfacción. En primer lugar, entendía la sencilla y alentadora correlación entre el tiempo que ensayaba y lo que conseguía. Y también percibí algo en Robbie: estaba demasiado enterrado para calificarlo de placer absoluto pero, aun así, emanaba de ella algo más liviano y alegre cuando ejecutaba una canción sin equivocarme, cuando mi mano derecha hilvanaba una melodía mientras la izquierda tocaba un acorde. Lo notaba al mirarla de reojo: desfruncía ligeramente los labios y su dedo rebotaba un poco al marcar el ritmo.

Aquella sería nuestra luna de miel, que tal vez se habría prolongado si yo hubiera sido menos curiosa y más reverente con su método pianístico. Pero el libro de lecciones era tan grueso y mis progresos con las primeras canciones tan lento que me impacienté y empecé a saltarme páginas, y no unas pocas. Leía los títulos de las canciones más avanzadas e intentaba tocarlas durante mis prácticas. Cuando estrené orgullosa uno de aquellos temas delante de Robbie, ella echó por tierra mi hazaña con un despiadado «¡Buenas noches!». Me abroncó igual que había abroncado a muchos alumnos antes que a mí. Yo solo quería aprender más cosas y más rápido, pero Robbie lo interpretó como un delito rayano en la traición. No la impresioné lo más mínimo.

A pesar de todo, no escarmenté. Era una niña a la que le gustaba obtener respuestas concretas a sus preguntas y razonar las cosas hasta un final lógico, aunque resultara agotador. Era mandona y tendía a lo dictatorial, como podría atestiguar mi hermano, a quien frecuentemente ordenaba salir de nuestra zona de juego común. Cuando creía tener una buena idea sobre algo no aceptaba un no por respuesta. Y así fue como mi tía abuela y yo acabamos enfrentadas, ambas coléricas e inflexibles.

—¿Cómo puedes enfadarte conmigo por querer aprender una canción nueva?

—No estás preparada. Así no se aprende a tocar el piano.

—Sí que estoy preparada. Acabo de tocarla.

—No se hace así.

—Pero ¿por qué?

Las clases de piano se convirtieron en algo épico y complicado, sobre todo por mi negativa a seguir el método prescrito y por la negativa de Robbie a ver algo bueno en mi espontánea interpretación de su cancionero. Según recuerdo, había discusiones semana tras semana. Las dos éramos testarudas. Yo tenía mi punto de vista y ella el suyo. Entre disputa y disputa, yo seguía tocando el piano y ella seguía escuchando y ofreciendo un alud de correcciones. Yo apenas le atribuía ningún mérito por mi mejora como intérprete y ella apenas me atribuía ningún mérito por mejorar. Aun así, las clases continuaron.

En el piso de arriba, a mis padres y a Craig les resultaba muy divertido. Se desternillaban durante la cena cuando les contaba mis batallas con Robbie, todavía furiosa mientras comía los espaguetis con albóndigas. Craig, en cambio, no tenía problemas con ella, ya que era un niño alegre y un alumno de piano ortodoxo y poco implicado. Mis padres no manifestaban compasión alguna por mis calamidades, y tampoco por las de Robbie. Por lo general, no intervenían en cuestiones que no estuviesen relacionadas con la escuela y desde el principio esperaron que mi hermano y yo resolviéramos nuestros asuntos. Al parecer, consideraban que su labor era escucharnos y apoyarnos cuando fuera necesario entre las cuatro paredes de nuestro hogar. Y aunque otros padres tal vez habrían regañado a un niño por ser insolente con un adulto, como yo había hecho, también lo obviaron. Mi madre había vivido intermitentemente con Robbie desde que tenía alrededor de dieciséis años, cumpliendo las esotéricas normas que imponía, y es posible que en el fondo se alegrara de que alguien cuestionase su autoridad. Volviendo la vista atrás, creo que a mis padres les gustaba mi carácter luchador y me alegro por ello. En mi interior ardía una llama que querían mantener viva.

Una vez al año, Robbie organizaba un elegante recital para que sus alumnos pudieran actuar con público. A día de hoy sigo sin saber cómo lo hizo, pero obtuvo acceso a una sala de ensayos de la Universidad Roosevelt, en el centro de la ciudad, y celebraba sus recitales en un magnífico edificio de piedra situado en Michigan Avenue, cerca de donde tocaba la Orquesta Sinfónica de Chicago. El mero hecho de ir allí me ponía nerviosa. Nuestro apartamento de Euclid Avenue se encontraba unos catorce kilómetros al sur del distrito del Loop, que con sus relucientes rascacielos y sus aceras abarrotadas me parecía algo místico. Mi familia solo iba al centro unas pocas veces al año para visitar el Art Institute o ver una obra de teatro, y los cuatro viajábamos como astronautas en la cápsula del Buick de mi padre.

Para él, cualquier excusa para conducir era buena. Adoraba su coche, un Buick Electra 225 de color bronce y dos puertas al que llamaba con orgullo Deuce and a Quarter. Siempre lo tenía abrillantado y encerado; respetaba religiosamente el calendario de mantenimiento y lo llevaba a Sears para la rotación de neumáticos y el cambio de aceite igual que mi madre nos llevaba al pediatra para un chequeo. A nosotros también nos encantaba el Deuce and a Quarter. Tenía una línea elegante, y con sus estrechas luces traseras era moderno y futurista. Era tan espacioso que parecía que estuvieras en una casa. Casi podía ponerme de pie al pasar las manos por el techo revestido de tela. Por aquel entonces, el cinturón de seguridad era opcional, así que Craig y yo siempre íbamos dando bandazos en la parte de atrás y nos asomábamos por encima del asiento delantero cuando queríamos hablar con nuestros padres. La mitad del tiempo lo pasaba con la barbilla apoyada en el reposacabezas para estar al lado de mi padre y ver exactamente lo mismo que él.

El coche era otro nexo de unión para mi familia, una posibilidad de hablar y viajar al mismo tiempo. A veces, después de cenar, Craig y yo suplicábamos a mi padre que nos llevara a dar una vuelta sin rumbo concreto. Algunas noches de verano íbamos a un cine al aire libre situado al sudoeste de nuestro barrio para ver las películas de El planeta de los simios. Aparcábamos el Buick al anochecer y esperábamos a que la proyección empezara. Mi madre nos servía pollo frito y patatas que había llevado de casa, y Craig y yo cenábamos en el asiento trasero apoyando la comida en el regazo y procurando limpiarnos las manos en las servilletas y no en el asiento.

Tardaría años en comprender lo que significaba para mi padre conducir aquel coche. De niña solo podía intuirlo: la liberación que sentía al ponerse al volante, el placer que le causaba tener un motor eficiente y unos neumáticos perfectamente equilibrados zumbando debajo de él. Tenía algo más de treinta años cuando un médico le informó de que la extraña debilidad que había empezado a notar en una pierna era el inicio de un descenso largo y, con toda probabilidad, doloroso hacia la inmovilidad total; de que algún día, debido a una misteriosa desconexión de las neuronas cerebrales y la columna vertebral, no podría caminar. Ignoro las fechas exactas, pero al parecer el Buick llegó a la vida de mi padre más o menos por la misma época que la esclerosis múltiple. Y, aunque nunca lo dijo, ese coche debía de proporcionarle una especie de alivio indirecto.

Ni él ni mi madre se obcecaron con el diagnóstico. Todavía faltaban décadas para que una simple búsqueda en Google arrojara una mareante variedad de gráficas, estadísticas y explicaciones médicas que daban o arrebataban esperanzas. En cualquier caso, dudo que mi padre hubiera querido verlo. Aunque fue educado en los preceptos de la Iglesia, no habría rezado a Dios para que lo salvara. No habría buscado tratamientos alternativos o un gurú, ni un gen defectuoso al que culpar. En mi familia tenemos la vieja costumbre de bloquear las malas noticias, de intentar olvidarlas casi en el preciso instante en el que llegan. Nadie sabía cuánto tiempo llevaba encontrándose mal cuando acudió a la consulta, pero supongo que fueron meses, si no años. No le gustaba ir al médico. No le gustaba quejarse. Era una persona que aceptaba las cosas tal como vinieran y seguía adelante.

Sé que el día de mi gran recital de piano ya cojeaba un poco, que el pie izquierdo era incapaz de seguir el ritmo del derecho. Todos los recuerdos que guardo de mi padre incluyen alguna manifestación de su discapacidad, aunque ninguno queríamos denominarla así todavía. Mi padre se movía con más lentitud que otros padres. A veces lo veía detenerse antes de subir un tramo de escalera, como si necesitara planear la maniobra antes de acometerla. Cuando íbamos a comprar al centro comercial, él se quedaba sentado en un banco y se contentaba con vigilar las bolsas o echar una cabezada mientras el resto de la familia deambulaba libremente.

Al dirigirnos al centro para el recital de piano me acomodé en el asiento trasero del Buick con mi bonito vestido, mis zapatos de charol y mis coletas, y experimenté el primer sudor frío de mi vida. Actuar me provocaba ansiedad, aunque en el apartamento de Robbie había ensayado hasta la extenuación. Craig llevaba traje y estaba preparado para interpretar su canción, pero la idea no lo inquietaba. De hecho, se quedó profundamente dormido, con la boca abierta y una expresión alegre y despreocupada. Craig era así. Toda la vida he admirado esa tranquilidad suya. En aquella época jugaba en una liga infantil de baloncesto y disputaba partidos cada fin de semana y, por lo visto, ya sabía templar los nervios antes de una actuación.

Mi padre solía elegir el aparcamiento más cercano a nuestro destino y gastaba lo que hiciera falta para minimizar la distancia que tendría que recorrer con sus piernas inseguras. Aquel día encontramos la Universidad Roosevelt sin problemas y nos dirigimos a lo que parecía la sala de conciertos, enorme y con buena acústica, en la que tendría lugar el recital. Me sentía diminuta allí dentro. A través de los elegantes ventanales se divisaba el extenso césped de Grant Park y, más allá, la espuma blanca de las olas del lago Michigan. Las sillas de color gris metalizado, dispuestas en hileras ordenadas, fueron llenándose poco a poco de niños nerviosos y padres expectantes. Y en la parte delantera, sobre un escenario elevado, estaban los dos primeros pianos de media cola que había visto en mi vida, con su gigantesca tapa de madera maciza abierta como las alas de un mirlo. Robbie también estaba allí, yendo de un lado para otro con un vestido de estampado floral como si fuera la guapa del baile (aunque una guapa con aspecto de matrona) y cerciorándose de que sus alumnos habían llevado la partitura. Cuando estaba a punto de empezar el espectáculo, pidió silencio al público.

No recuerdo el orden en que tocamos aquel día. Solo sé que, cuando me llegó el turno, me levanté de la butaca y caminé con mi mejor porte hacia el escenario, subí los escalones y me senté delante de uno de los relucientes pianos. Lo cierto es que estaba preparada. Aunque Robbie me parecía brusca e inflexible, también había interiorizado su devoción por el rigor. Conocía tan bien la canción que apenas tuve que pensar y empecé a mover las manos.

Sin embargo, había un problema, que descubrí en el momento en que me disponía a deslizar los deditos sobre las teclas. Estaba sentada frente a un piano perfecto, con sus superficies cuidadosamente desempolvadas, sus cuerdas afinadas con precisión y sus ochenta y ocho teclas formando una impecable franja blanca y negra. El inconveniente era que no estaba acostumbrada a la perfección. De hecho, no la había visto jamás. Mi experiencia pianística se reducía a la pequeña sala de música de Robbie, con su descuidada planta y sus vistas a nuestro modesto patio. El único instrumento que había tocado era el imperfecto piano de pared, con su maraña de teclas amarillentas y su do central convenientemente descascarillado. Para mí, un piano era eso, del mismo modo que mi barrio era mi barrio, mi padre era mi padre y mi vida era mi vida. Era lo único que conocía.

De repente fui consciente de las personas que me observaban desde las butacas mientras miraba sin parpadear las teclas brillantes y solo encontraba uniformidad. No tenía ni idea de dónde colocar las manos. Con la garganta encogida y el corazón en un puño, alcé la vista hacia el público intentando no exteriorizar el pánico, buscando un puerto seguro en el rostro de mi madre. En lugar de eso, vi en la primera fila una figura que se ponía en pie y levitaba pausadamente hacia mí. Era Robbie. Por entonces habíamos discutido mucho, al punto de que la veía un poco como una enemiga. Pero, en el momento de mi merecido castigo, se situó a mi lado como si fuera un ángel. Tal vez comprendió mi estado de conmoción. Tal vez sabía que las disparidades del mundo acababan de materializarse por primera vez ante mí. Es posible que solo quisiera acelerar las cosas. Fuera como fuese, y sin mediar palabra, puso delicadamente un dedo sobre el do central para que supiera por dónde empezar. Y a continuación, volviéndose hacia mí con una imperceptible sonrisa de aliento, me dejó tocar mi canción.

2

En otoño de 1969 empecé preescolar en la escuela Bryn Mawr, donde llegué con la doble ventaja de saber leer palabras básicas y de tener un hermano popular en segundo curso. El centro, un edificio de ladrillo de cuatro plantas y con un patio delantero, se encontraba a un par de manzanas de nuestra casa de Euclid Avenue. Tardabas dos minutos en llegar caminando o, si emulabas a Craig, un minuto corriendo.

Me gustó el colegio desde el primer momento. Me caía bien la profesora, una mujer blanca diminuta llamada señora Burroughs, que a mí me parecía viejísima aunque debía de rondar los cincuenta años. El aula contaba con grandes ventanales soleados, una colección de muñecas para jugar y una gigantesca casita de cartón al fondo. Hice amigos en mi clase y me sentía más unida a los que, como yo, parecían tener ganas de estar allí. Mi capacidad para leer me aportaba seguridad. En casa había trabajado afanosamente con los libros de Dick y Jane, cortesía del carnet de la biblioteca de mi madre, y me complació oír que nuestra primera tarea como alumnos de preescolar sería aprender a leer palabras nuevas a golpe de vista. Nos asignaron una lista de colores que estudiar, no los tonos, sino los términos: «rojo», «azul», «verde», «negro», «naranja», «morado» y «blanco». La señora Burroughs nos preguntaba de uno en uno sosteniendo en alto grandes tarjetas de papel manila y pidiéndonos que leyéramos la palabra que llevaban impresa en letras negras. Un día observé a las niñas y los niños de mi clase levantándose y leyendo las tarjetas de colores, acertando y fallando en grados diversos hasta que se quedaban sin respuesta y les indicaban que se sentaran. Creo que aquello pretendía ser un juego, igual que un certamen de ortografía, pero se intuían una criba sutil y la tristeza y la humillación de los niños que no pasaban del rojo. Por supuesto, en 1969 nadie hablaba de autoestima ni de mentalidad de crecimiento en una escuela pública de South Side en Chicago. Si llegabas de casa con ventaja, en la escuela te recompensaban por ello y te calificaban de «brillante» o «dotado», lo cual no hacía sino mejorar tu confianza. Las ventajas se sumaban con rapidez. Los dos niños más inteligentes de mi clase de preescolar eran Teddy, un estadounidense de origen coreano, y Chiaka, una afroamericana, y ambos serían los mejores durante años.

Me había propuesto seguirles el ritmo. Cuando me tocó leer las tarjetas de la profesora, me levanté y lo di todo. Recité «rojo», «verde» y «azul» de un tirón. Sin embargo, el «morado» me llevó un segundo y el «naranja» me resultó difícil. Pero cuando llegaron las letras B-L-A-N-C-O me quedé paralizada. Se me secó la garganta al instante, mi boca era incapaz de modular el sonido y mi cerebro descarrilaba estrepitosamente al intentar buscar un color parecido al blanco. Fue un fracaso absoluto. Noté una extraña esponjosidad en las rodillas, como si fueran a fallarme. Pero, antes de que eso ocurriera, la señora Burroughs me pidió que volviera a sentarme. Y fue justamente entonces cuando recordé la palabra en su plena y sencilla perfección. «Blanco. Blaaanco.» La palabra era «blanco».

Aquella noche, tumbada en la cama con los animales de peluche alrededor de mi cabeza, solo podía pensar en la palabra «blanco». La deletreé mentalmente, hacia delante y hacia atrás, y me reprendí por mi estupidez. El bochorno era un peso, algo de lo que jamás podría desprenderme, aunque sabía que a mis padres no les importaba si había leído correctamente todas las tarjetas. Yo solo quería mejorar. O, tal vez, no quería que me consideraran incapaz de mejorar. Estaba convencida de que la profesora me tenía por alguien que no sabía leer o, peor aún, que no lo intentaba. Me obsesioné con las estrellas doradas del tamaño de una moneda de diez centavos que la señora Burroughs había entregado aquel día a Teddy y Chiaka para que las lucieran en el pecho como emblema de su logro o, quizá, como un signo de que estaban predestinados a algo grande y el resto no. Al fin y al cabo, ambos habían leído todas las tarjetas de colores sin titubear.

A la mañana siguiente pedí otra oportunidad.

Cuando la señora Burroughs respondió que no y añadió alegremente que los alumnos de preescolar teníamos otras cosas que hacer, lo exigí.

Me compadezco de los niños que tuvieron que ver cómo me enfrentaba por segunda vez a las tarjetas de colores, en esa ocasión más despacio, haciendo pausas deliberadas para respirar después de pronunciar cada palabra y negándome a que los nervios me cortocircuitaran el cerebro. Y funcionó, con el negro, el naranja, el morado y, especialmente, el blanco. Prácticamente grité la palabra «blanco» antes de ver las letras en la tarjeta. Ahora me gusta imaginar que a la señora Burroughs la impresionó aquella niña negra que reunió valor para mostrar iniciativa. No sabía si Teddy y Chiaka se habían percatado siquiera. No tardé en reclamar mi trofeo, y aquella tarde me marché a casa con la cabeza alta y una estrella de papel dorado prendida en mi camisa.

En casa me sumergía en un mundo de dramas e intrigas y elaboraba una interminable telenovela de muñecas. Había nacimientos, enemistades y traiciones. Había esperanza, odio y a veces sexo. Mi pasatiempo preferido entre la escuela y la cena era ir a la zona común situada entre mi dormitorio y el de Craig, esparcir las Barbies por el suelo e idear escenarios que me parecían tan reales como la vida misma, y a veces incluía a los G.I. Joe de mi hermano en la trama. Guardaba los vestidos de las muñecas en una pequeña maleta de vinilo con motivos florales. A cada Barbie y G.I. Joe les asigné una personalidad. Incluso eché mano de los desgastados cubos del alfabeto que mi madre había utilizado años antes para enseñarnos las letras. A ellos también les di nombre y una vida interior.

Casi nunca me juntaba con los vecinos que jugaban en la calle después del colegio y tampoco invitaba a casa a ningún compañero, en parte porque era una cría quisquillosa y no quería que nadie tocara mis muñecas. Había estado en casa de otras niñas y había visto escenarios de película de terror: Barbies a las que les habían arrancado el pelo o pintarrajeado la cara con rotulador. Y si había aprendido algo en la escuela era que las dinámicas de los niños podían ser caóticas. Detrás de cualquier escena adorable que pudieras presenciar en un parque infantil se ocultaba la tiranía de las jerarquías y las alianzas cambiantes. Había abejas reina, abusones y seguidores. Yo no era tímida, pero tampoco sabía si necesitaba ese desorden fuera de la escuela. Por el contrario, canalizaba mi energía en ser la única fuerza motriz en mi pequeño universo de la zona común. Si aparecía Craig y tenía la audacia de mover un solo cubo, me ponía a gritar. Tampoco me abstenía de pegarle cuando era necesario, por lo general un puñetazo directo al centro de la espalda. La idea era que las muñecas y los cubos necesitaban que yo les insuflara vida, cosa que hacía diligentemente imponiéndoles una crisis personal tras otra. Como cualquier deidad que se precie, yo estaba allí para verlos sufrir y crecer.

Entretanto, desde la ventana de mi habitación podía observar casi todo lo que acontecía en nuestra manzana de Euclid Avenue. A última hora de la tarde veía al señor Thompson, un afroamericano alto que era propietario del edificio de tres viviendas que había en la otra acera, metiendo un voluminoso bajo eléctrico en la parte trasera de su Cadillac para actuar en un club de jazz. También veía cómo los Mendoza, la familia mexicana del piso de al lado, llegaban en su camioneta cargada de escaleras tras una larga jornada pintando casas y recibían el saludo de sus perros cuando se acercaban a la valla.

El nuestro era un barrio de clase media y multirracial. Los niños no se juntaban por el color de la piel, sino por quién estuviera en la calle con ganas de jugar. Entre mis amigas había una niña llamada Rachel, cuya madre era negra y tenía acento británico; Susie, una pelirroja de cabello rizado, y la nieta de los Mendoza siempre que estaba de visita. Éramos una mezcla heterogénea de apellidos (Kansopant, Abuasef, Yacker, Robinson) y demasiado jóvenes para darnos cuenta de que a nuestro alrededor todo estaba cambiando con rapidez. En 1950, quince años antes de que mis padres se mudaran a South Shore, el barrio era blanco en un noventa y seis por ciento. Cuando me fui a la universidad en 1981 había aproximadamente ese mismo porcentaje de negros.

Craig y yo nos criamos justo en la confluencia de ese cambio constante. Las calles que nos rodeaban albergaban a familias judías, a familias de inmigrantes, a familias blancas y negras, a gente que estaba prosperando y a gente que no. En general, los vecinos cuidaban el césped, vigilaban a sus hijos y extendían cheques a Robbie para que les enseñara a tocar el piano. De hecho, mi familia a buen seguro pertenecía al sector pobre del barrio. Éramos de los pocos que conocíamos que no tenían casa propia, hacinados como estábamos en la segunda planta de Robbie y Terry. South Shore todavía no había seguido los pasos de otros barrios, en los que la gente acomodada había partido tiempo atrás hacia las zonas residenciales, los comercios habían cerrado uno tras otro y se había instalado el deterioro, pero la tendencia era claramente visible.

Empezábamos a notar los efectos de esa transición, sobre todo en el colegio. Mi clase de segundo curso era un caos de críos revoltosos y gomas de borrar voladoras, lo cual, según mi experiencia y la de Craig, no era la norma. Por lo visto, la culpable era una profesora incapaz de imponerse y a la que incluso parecían no gustarle los niños. Al margen de eso, no estaba claro que a nadie le molestara la incompetencia de la profesora. Los alumnos lo usaban como pretexto para portarse mal y ella justificaba de ese modo el pésimo concepto que tenía de nosotros. A su juicio, éramos una clase de «niños malos», aunque no contábamos con orientación ni estructura alguna y habíamos sido condenados a un aula triste y oscura en el sótano del colegio. Cada hora que pasábamos allí era larga e infernal. Sentada en una silla verde vómito (el color oficial de los años setenta), yo me desanimaba por no aprender nada y esperaba la pausa para el almuerzo, momento en el cual podía ir a casa, comer un bocadillo y quejarme.

De pequeña, casi siempre canalizaba mi enojo a través de mi madre. Mientras yo despotricaba de mi nueva profesora, ella escuchaba sin alterarse y decía cosas como «Vaya, cariño» o «¿De verdad?». Nunca alimentaba mi ira, pero se tomaba en serio mi frustración. Otra persona tal vez habría dicho educadamente: «Ve y hazlo lo mejor que puedas». Pero mi madre sabía distinguir entre una pataleta y una inquietud real. Sin que me enterase, fue a la escuela e inició una maniobra de presión entre bastidores que se prolongó varias semanas y que permitió que otros niños con un alto rendimiento y yo fuéramos sacados discretamente de clase, sometidos a una batería de pruebas y, unos siete días después, trasladados de forma permanente a un aula luminosa y ordenada de tercer curso situada en la planta de arriba, y a cuyo cargo estaba una profesora sonriente y sensata que conocía su profesión.

Fue un cambio pequeño pero trascendental. En aquel momento no me paré a pensar qué sería de aquellos compañeros que se habían quedado en el sótano con la profesora que no sabía enseñar. Ahora que soy adulta, me doy cuenta de que los niños saben desde muy tierna edad cuándo los están subestimando, cuándo los adultos no están lo bastante implicados en la tarea de enseñarles a aprender. Esa ira puede manifestarse en forma de rebeldía. No es ni mucho menos culpa suya. No son «niños malos», tan solo intentan sobrevivir a unas circunstancias adversas. Sin embargo, en aquel entonces simplemente me alegré de haber escapado. Muchos años después me enteré de que mi madre, que por naturaleza es irónica y tranquila pero también la persona más comunicativa que pueda haber, fue a ver a la profesora de segundo curso y le dijo con toda la amabilidad de la que fue capaz que la docencia no era lo suyo y que debería estar trabajando de cajera en una droguería.

Con el paso del tiempo, mi madre empezó a insistir en que saliera a la calle y me relacionara con los niños del barrio. Tenía la esperanza de que aprendiera a desenvolverme en sociedad igual que hacía mi hermano. Como ya he mencionado, a Craig se le daba bien conseguir que las cosas difíciles parecieran fáciles. En aquel entonces causaba cada vez más sensación en la cancha de baloncesto; era un chico ágil y lleno de vida y estaba creciendo con rapidez. Mi padre lo animaba a buscar la competición más dura que hubiese, y más tarde lo enviaría solo a la otra punta de la ciudad para que jugara con los mejores. Pero, por el momento, lo dejaba enfrentarse a los talentos del barrio. Craig cogía la pelota e iba a Rosenblum Park, donde pasaba por delante de las barras y los columpios en los que me gustaba jugar, y luego cruzaba una línea invisible y desaparecía tras una hilera de árboles situada al otro extremo del parque, donde se encontraban las canchas de baloncesto. A mí aquello me parecía un abismo, un bosque oscuro y mítico plagado de borrachos, matones y tejemanejes ilegales, pero cuando Craig empezó a frecuentar aquella zona del parque me aclaró que allí nadie era tan malo.

A mi hermano el baloncesto parecía abrirle cualquier frontera. Le enseñó a tratar con desconocidos cuando quería jugar en un partido callejero. Aprendió una forma amigable de hablar groseramente a sus oponentes más corpulentos y rápidos en la cancha. También lo ayudó a desmontar varias creencias arraigadas sobre quién era quién y qué era qué en el barrio, lo cual reforzó la idea (algo que había sido un credo para mi padre desde hacía mucho tiempo) de que la mayoría de la gente podía ser buena si la tratabas bien. Incluso los personajes sospechosos que merodeaban delante de la licorería de la esquina se alegraban de ver a Craig, lo llamaban y le chocaban la mano cuando pasábamos.

—¿Cómo es que los conoces? —le pregunté, incrédula.

—No lo sé. Simplemente los conozco —respondió él encogiéndose de hombros.

Yo tenía diez años cuando por fin me relajé lo suficiente para salir a la calle, una decisión motivada en gran parte por el aburrimiento. Era verano y no había clase. Craig y yo íbamos cada día en autobús a un campamento gestionado por el ayuntamiento en un parque situado a orillas del lago Michigan, pero volvíamos a casa a las cuatro y todavía quedaban muchas horas de sol por llenar. Las muñecas me interesaban cada vez menos y, sin aire acondicionado, el calor se hacía insoportable en nuestro apartamento a última hora de la tarde, así que empecé a seguir a Craig por el barrio y alternaba con otros niños que no eran de la escuela. Al otro lado del callejón trasero había una pequeña comunidad llamada Euclid Parkway, donde se habían construido unas quince viviendas alrededor de un espacio verde común. Era una especie de paraíso sin coches y lleno de críos que jugaban al sófbol, saltaban a la comba o se sentaban en las escaleras de las casas a pasar el rato. Pero antes de poder acceder al grupo de chicas de mi edad que frecuentaban Parkway tuve que pasar una prueba, personificada en DeeDee, una niña que estudiaba en una escuela católica cercana. DeeDee era atlética y guapa, aunque siempre hacía pucheros y te miraba con aire de suficiencia. Se sentaba a menudo en la escalera de la vivienda de su familia con otra niña más popular llamada Deneen.

Deneen siempre fue amable conmigo, pero, por alguna razón, a DeeDee yo no parecía caerle bien. Cada vez que iba a Euclid Parkway ella murmuraba comentarios hirientes, como si por el hecho de estar allí le hubiera estropeado el día a todo el mundo. A medida que avanzaba el verano, los comentarios eran cada vez más audibles. Empecé a desanimarme, pero sabía que tenía alternativas. Podía seguir siendo la niña nueva a la que acosaban, podía renunciar a ir a Parkway y regresar a casa con mis juguetes o podía intentar ganarme el respeto de DeeDee. Y esta última opción encerraba otra: podía intentar razonar con ella, ganármela con palabras u otra clase de diplomacia infantil, o limitarme a cerrarle la boca.

La siguiente vez que DeeDee hizo uno de sus comentarios me abalancé sobre ella echando mano de todo lo que me había enseñado mi padre para propinar un puñetazo. Ambas caímos al suelo en una maraña de brazos y piernas. Al instante, todos los niños de Euclid Parkway se apiñaron alrededor de nosotras, lanzando gritos alimentados por la emoción y la sed de sangre propia de la escuela de primaria. No recuerdo quién acabó separándonos. Tal vez fue Deneen, mi hermano o algún padre que había acudido a la escena, pero cuando todo terminó se había oficiado una especie de bautismo silencioso. Me había convertido oficialmente en un miembro aceptado por la tribu del barrio. DeeDee y yo salimos ilesas. Manchadas de tierra y jadeantes, no estábamos destinadas a ser amigas íntimas, pero al menos me había ganado su respeto.

El Buick de mi padre seguía siendo nuestro refugio, nuestra ventana al mundo. Los domingos y las noches de verano nos paseábamos en él por el simple hecho de que podíamos hacerlo. A veces acabábamos en un barrio conocido como Pill Hill, algo así como «La colina de las píldoras», porque, al parecer, vivían allí muchos médicos afroamericanos. Era una de las zonas más bonitas y acomodadas de South Side. Allí la gente tenía dos coches y tupidos parterres de flores en el camino de entrada.

Mi padre miraba a los ricos con cierta desconfianza. No le gustaba la gente engreída y tenía sentimientos encontrados sobre la propiedad de viviendas en general. Hubo una época en la que mis padres barajaron la posibilidad de comprar una casa situada no muy lejos de la de Robbie, y un día la visitaron con un agente inmobiliario, pero al final descartaron la idea. En aquel momento yo estaba totalmente a favor. Creía que el hecho de que mi familia pudiera vivir en un lugar con más de una planta tenía algún significado. Pero mi padre era prudente por naturaleza, consciente de las contrapartidas, y entendía la necesidad de guardar algunos ahorros para épocas de escasez. «Si inviertes todo en una casa terminarás siendo pobre», nos decía, porque mucha gente se desprendía de sus ahorros y pedía demasiados préstamos, así que al final tenía una bonita vivienda pero ninguna libertad.

Mis padres nos hablaban como si fuéramos adultos. No nos sermoneaban y respondían a todas nuestras preguntas, por pueriles que fuesen. Nunca zanjaban una conversación por comodidad. Podíamos hablar durante horas, a menudo porque Craig y yo aprovechábamos la mínima oportunidad para interrogarlos sobre cosas que no entendíamos. Cuando éramos pequeños, preguntábamos por qué iba la gente al aseo o por qué era necesario tener un trabajo, y luego los acribillábamos con más dudas. Coseché una de mis primeras victorias socráticas gracias a una pregunta motivada por el interés propio: «¿Por qué tenemos que desayunar huevos?». Ello desencadenó un debate sobre la necesidad de proteínas, que a su vez me hizo preguntar por qué la mantequilla de cacahuetes no contaba como tal, cosa que, después de más debate, hizo que mi madre revisara su postura sobre los huevos, que nunca me habían gustado. Durante nueve años, consciente de que me lo había ganado, me preparaba cada mañana un grueso bocadillo de mantequilla de cacahuete y confitura y no consumí un solo huevo.

Con el paso del tiempo hablábamos más sobre drogas, sexo y decisiones vitales, sobre raza, desigualdad y política. Mis padres no esperaban que fuéramos santos. Recuerdo que mi padre insistía en que el sexo era y debía ser divertido. Tampoco edulcoraban las verdades más duras de la vida. Por ejemplo, un verano, Craig compró una bicicleta nueva y fue al lago Michigan, situado más al este, y enfiló el camino asfaltado de Rainbow Beach, donde podías sentir la brisa del agua. Al poco lo detuvo un policía que lo acusaba de haberla robado, negándose a aceptar que un joven negro pudiera conseguir una bicicleta nueva de manera honesta (el agente, que también era afroamericano, acabó recibiendo una brutal reprimenda de mi madre, que lo obligó a disculparse ante Craig). Lo sucedido, nos dijeron nuestros padres, era injusto, pero tristemente habitual. El color de nuestra piel nos hacía vulnerables. Era algo que siempre tendríamos que gestionar.

Supongo que la costumbre de mi padre de llevarnos a Pill Hill era un ejercicio en materia de aspiraciones, una oportunidad para enseñarnos de qué servía una buena educación. Mis padres habían vivido casi toda su vida en un radio de cinco kilómetros, pero imaginaban que Craig y yo no haríamos lo mismo. Antes de casarse, ambos habían asistido una temporada a un centro de estudios superiores, pero lo dejaron mucho antes de obtener una titulación. Mi madre estudiaba Magisterio, pero se dio cuenta de que prefería trabajar de secretaria. Mi padre sencillamente se quedó sin dinero para costearse la matrícula, así que se alistó en el ejército. Ningún miembro de su familia lo convenció de que volviera a la escuela y no tenía ningún referente sobre ese tipo de vida. En lugar de eso, pasó dos años en varias bases militares. Aunque terminar los estudios y ser artista había sido un sueño para él, pronto reorientó sus esperanzas y con su salario ayudaba a pagar la licenciatura de Arquitectura de su hermano menor.

A punto de cumplir los cuarenta, mi padre se había centrado en ahorrar para nosotros. Nuestra familia jamás pasaría apuros por haber comprado una casa, porque no seríamos propietarios de ninguna. Era una persona práctica, consciente de que los recursos, y puede que también el tiempo, eran limitados. Cuando no conducía, utilizaba un bastón para moverse. Antes de que yo terminara la escuela de primaria ese bastón se convertiría en una muleta y luego en dos. Leé más haciendo clic aquí.