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Era de la tecnología: volver a lo esencial en tiempos de cambio

En escenarios de inteligencia artificial y tecnología, reenfocar en lo fundamental permite tomar mejores decisiones y sostener la resiliencia personal.

Hay que generar condiciones para que todos puedan progresar.

Hay que generar condiciones para que todos puedan progresar.

Archivo MDZ

Vivimos en una época de grandes cambios. En los últimos años, la irrupción de la inteligencia artificialen nuestra vida cotidiana, la mejora de la conexión a internet, la explosión de las redes sociales y el procesamiento masivo de datos cambiaron radicalmente la forma en que vivimos y nos relacionamos:

Muchos de nuestros trabajos se hacer de manera remota

Compramos en línea, sin hacer cola ni interactuar con el vendedor; invertimos nuestros ahorros desde nuestro celular; podemos vincularnos y comunicarnos por medios digitales, sin importar la distancia física; nos inunda un torrente de información de lo que pasa al instante, que nos llega por las fuentes, autores y periodistas que nosotros preferimos; conversamos y debatimos muchas veces sin siquiera vernos las caras conocer la identidad del que está del otro lado; y nos entretenemos sin movernos de nuestra casa, eligiendo entre una oferta infinita de contenidos que se nos ofrece en base a nuestro perfil y preferencias.

Vivimos en la época de la Inteligencia Artificial

En el terreno de lo político, la dictadura de lo políticamente correcto –en la que exponer nuestras ideas podía hacernos perder el trabajo o la aceptación de los demás, y exponernos a la agresión o la indiferencia– parece haber dado paso a una cultura de la crueldad donde en nombre de la libertad de expresión se puede decir cualquier cosa de cualquier persona. El Estado era el que nos iba a salvar y ahora es el enemigo que hay que destruir. Lo que antes era “cancelable” ahora es sentido común; y lo que era considerado normal ahora es cuestionado.

La velocidad y la magnitud de estas transformaciones nos dejan con la sensación de que estamos corriendo la pelota de atrás, de que todo lo que podemos hacer es tratar de adaptarnos a las nuevas maneras de dialogar, de hacer política, de trabajar, de relacionarnos, de comprar y entretenernos. Lo más rápido posible, para no quedarnos atrás.

Tanto ayer como hoy, a los que fuimos educados en una concepción cristiana del mundo y de la vida muchas veces se nos quiere hacer creer que las formas dominantes de ser y hacer son inevitables, que los criterios con los que desde siempre medimos las cosas son antiguos, no sirven más. Y eso nos hace sentir descolocados, como a medio camino entre la nostalgia y la impotencia.

Lo que cambió es bastante superficial

Son las formas, los métodos, las herramientas. Como en tantos otros períodos de “quiebre” en la historia. La verdad más profunda sobre la persona y la sociedad fue y sigue siendo la misma. Y a cada uno de nosotros nos corresponde discernir, a la luz de esa verdad más profunda, cómo pararnos frente al cambio, cómo poner esas nuevas tecnologías, costumbres y modos al servicio del hombre. E incluso comprender, de todo lo que parece ser el sentido común de cada época, qué es positivo, y hay que fomentarlo; y qué es nocivo, y hay que rechazarlo. O, sin adoptar una visión binaria de blancos y negros, qué cuidados, límites y adaptaciones tenemos que promover para que nuestra sociedad siga siendo humana.

Para ese ejercicio de discernimiento la Doctrina Social de la Iglesia, que surge de la experiencia humana iluminada por la fe, nos señala algunas orientaciones muy valiosas, que debemos tratar de aplicar, a las realidades concretas a las que nos enfrentamos en cada tiempo y lugar:

  • Las personas son fines, no instrumentos (dignidad humana, o principio personalista). Cada persona es un ser único e irrepetible y por lo tanto tiene una dignidad inalienable, que no puede perder por ninguna circunstancia, ni siquiera por sus propias acciones. Esta dignidad humana, entonces, merece respeto irrestricto y pone a la persona en el centro de cualquier plan o política, de las cuales nunca puede ser sólo un instrumento. La persona es el fin de la sociedad, no una simple parte de un todo, por lo que no puede ser anulada o absorbida por el conjunto en nombre de una utilidad social.
  • Hay que generar condiciones para que todos puedan progresar (principio de bien común). Cada miembro de la sociedad tiene derecho a participar del bienestar generado por el conjunto. La acción común de la sociedad debe orientarse al bien común, es decir, a generar las condiciones políticas, económicas, sociales, culturales y espirituales que hagan posible a cada persona el logro de su propio desarrollo y la búsqueda de la plenitud. Y, especialmente en nuestra acción política y económica tenemos que tener cuidado de que nuestro beneficio o el de nuestro sector no sea a expensas del de los demás. La principal misión de la autoridad política es armonizar los intereses individuales y de los distintos sectores, para velar por el crecimiento armónico del conjunto, sin anular a nadie, ni dejar a nadie afuera.
  • Todos tenemos derecho a procurarnos los bienes básicos para vivir (principio de propiedad privada y destino universal de los bienes). A través de su trabajo, las personas transforman la naturaleza y obtienen lo que precisan para cubrir sus necesidades: alimento, vestido, vivienda. De esa acción transformadora surge la propiedad. En sociedades cada vez más complejas, el trabajo se vuelve más especializado, y las personas se complementan a través del comercio. Así, todos tenemos derecho a, a través de nuestro esfuerzo, hacernos de lo necesario para vivir con dignidad y participar de la economía. A su vez, la propiedad tiene una función social: Tenemos el deber de poner lo que tenemos al servicio no sólo de nuestras necesidades, sino también de las de los demás.
  • Lo que puede hacer el chico, que no lo haga el grande; pero si el chico no puede, que el grande lo ayude (principio de subsidiariedad). Para lograr lo que se proponen, los hombres se asocian entre sí. Frente a objetivos que no pueden ser logrados por una sola persona o familia, se forman grupos y estructuras más complejos que generan el entramado social. El principio de subsidiariedad plantea que esas estructuras, que surgen para apoyar la búsqueda del desarrollo, no deben ahogar ni suplantar la acción individual de la persona o de los grupos más simples (como la familia) cuando ésta es suficiente. Lo mismo corre para el Estado, la estructura compleja por excelencia: Debe abstenerse de hacer lo que los particulares y sus grupos pueden hacer por su cuenta, pero a su vez debe apoyarlos en aquellas tareas en las que no se bastan a sí mismos.
  • Somos co-responsables por el bien del otro (principio de solidaridad). Social por naturaleza, el ser humano no podría, ni aunque quisiera, actuar en el vacío. Nos guste o no, todos hemos recibido el cuidado de una familia, la educación, un conjunto de costumbres y tradiciones, amistades y relaciones. Y todos, en alguna medida, somos co-responsables por el bienestar de los demás. De eso se trata el principio de solidaridad: Todos tenemos que hacer nuestra parte para desarmar las razones estructurales de la exclusión y el desencuentro.

Para que estos principios puedan materializarse, debemos asumir como actitudes fundamentales algunos valores que guiarán nuestras acciones individuales pero que irán transformando nuestras redes y relaciones:

  • La búsqueda sincera y humilde de la verdad, entendiendo que hay una única realidad pero que ésta es compleja y muchas veces presenta distintas aristas y aspectos. Esto nos hace capaces de alejarnos tanto del relativismo como del dogmatismo cerrado, y buscar diagnósticos y soluciones comunes para las circunstancias que nos toca abordar.
  • El ejercicio de una libertad responsable, que nos permite hacernos cargo de nuestro propio desarrollo, reconociendo también las relaciones de inter-dependencia y sin buscar una autonomía absoluta y egoísta.
  • La firme voluntad de hacer justicia, honrando los compromisos asumidos; cumpliendo con las obligaciones propias de nuestro estado de vida, familiares, laborales, sociales y políticas; y buscando dar lugar a relaciones sanas y equilibradas entre personas y grupos.
  • Y, finalmente, integrar todo esto en el amor que reconoce al otro como un don, nos mueve a buscar el bien para los demás y genera la concordia, que no es otra cosa que la unidad de los corazones.

Practicar el ejercicio de una libertad responsable

A los que compartimos esta visión de la vida nos corresponde vivir lo más fielmente posible estos valores, y encontrar los caminos para que los principios, formulados de manera general, se hagan carne en las situaciones específicas de nuestra vida, con un efecto transformador en nuestras familias, en cómo educamos a nuestros hijos; en nuestros trabajos, en lo fielmente que cumpliremos con nuestras tareas y en las relaciones entre dueños, jefes y empleados; en nuestra participación en organizaciones sociales, clubes, parroquias o grupos, en el compromiso y tiempo que les dediquemos; y en nuestra acción política, en cuánto nos involucramos, el tono en que debatimos y en cómo abordamos nuestras diferencias.

Porque en definitiva, sólo eso nos va a ayudar a poner orden en el torbellino de cambios, novedades y tendencias que aparecen cada día, dándole a cada cosa el lugar y la intensidad que le corresponde, y así vivir en paz unos con otros. Promover y vivir de acuerdo a estas ideas es, quizás, el mayor aporte que podemos hacer los cristianos para tener una sociedad sana y vital.

* Agustín Sicardi Riobó. Abogado especialista en asuntos públicos.