Los costos de asustar: un cuento para cerrar el año
Cada tanto es recomendable tomarse unos minutos, hacer una pausa y leer un relato para terminar el año.
Al principio, Felipe ignoraba el ruido. Para su mente de siete años, solo se trata de otro estorbo que le impide dormir. Aunque al cabo de unos segundos, agudizando cada vez más su oído, se percata de que aquel ruido molesto no se escucha todas las noches.
Por un momento, intenta minimizar el asunto y se pellizca para verificar si se encuentra adentro de un sueño –el sueño más raro que alguna vez tuvo–, pero termina aceptando que lo que cree que está sucediendo, realmente sucede: alguien está llorando; y más precisamente, dentro de su cuarto.
Se endereza sobre su cama, prende la luz del velador y clava la mirada hacia donde cree que proviene el llanto: el placard. Ubicado en la otra punta del cuarto, con sus casi dos metros, impone cierta presencia en mitad de la oscuridad. El pequeño mira el mueble lleno de incertidumbre. ¿Se trata, acaso, de una broma de sus papás? No los imagina capaces de ese tipo de chistes. ¿Un animal se metió por la ventana, sin que se dé cuenta, y se está refugiando ahí dentro? Le parece poco probable, y además sabe que los animales no lloran de esa manera. ¿Quizás no se pellizcó lo suficiente y sigue adentro de un sueño?

Al final, se limita a seguir escuchando y viendo el placard, observando cada tanto su reloj de Ben Diez que marca la una de la mañana.
- Hola –pronuncia, obteniendo el mismo llanto como respuesta.
Deja pasar otro rato, un poco más largo, esperando a que se detenga, pero no. Sigue, y Felipe siente que no tiene más opción que averiguar él mismo qué sucede. Se destapa, apoya sus pies descalzos sobre la madera fría, y se dirige hacia el mueble a paso lento.
- ¿Hola?
Cuando levanta su mano, lista para posarla sobre las puertas y abrirlas, el llanto se detiene en ese mismo instante, como si nunca hubiese existido. Felipe decide no moverse, convertirse en una estatua con la mano congelada en el aire, y así el silencio continúa. Ya no hay más sonidos en el dormitorio; por lo que vuelve a su cama, se acomoda en ella y apaga la luz de su velador esperando, ahora sí, poder dormir.
Los segundos pasan, todo parece estar como antes y Felipe casi consigue caer en un profundo sueño, pero el chirrido de una puerta le quita su posibilidad. Quiere ignorar el ruido y ni siquiera abrir los ojos, pero le es imposible cuando la sabana que lo arropaba sale disparada hacia el placard y metiéndose dentro del mueble.
Se endereza con rapidez y enciende la luz. Las puertas del placard están semiabiertas y la mitad de la sabana se encuentra colgada en ellas. Al mismo instante, comienza a percibir un sonido extraño. Es indescifrable al principio, pero a los segundos lo interpreta fácilmente. El llanto comienza de nuevo y Felipe no espera más: va hasta el mueble, quita las sábanas y abre las puertas por completo sin dudarlo.
Se detiene ahí mismo, presenciando las perchas y los buzos colgados, sin saber si espera a que suceda algo o si prefiere que no pase nada para irse a dormir. Aunque sus pensamientos se ven interrumpidos cuando el dormitorio se sumerge en la oscuridad otra vez.
El velador se apaga solo, sin que él moviera un dedo. Después, una brisa entra por la ventana, acariciando las cortinas y provocando que Felipe experimente un gran frío, similar al del polo sur, haciéndolo olvidarse de su velador. Y para cuando intenta agarrar alguna prenda del placard para abrigarse, detiene su mano a medio camino. Alguien lo está llamando.
- Felipe…
Es un susurro, proveniente de una voz serena, parecida a la del pequeño, pero no idéntica.
- Felipe…
Se transforma en una voz rasposa de un tono muy grave. Parecen las voces de mil demonios en una sola, como si todo el mal posible se hubiera fusionado en un solo ser.
De la oscuridad que había detrás de los buzos y camperas, nacen cuatro extremidades que hacen retroceder al pequeño: dos piernas largas y osudas que se apoyan a sus costados junto con dos grises y angostos brazos que se sujetan de los bordes del placard. Felipe nota como esas manos ajenas poseen uñas tan lastimadas como sucias; pero su atención queda captura cuando, aún de esa oscuridad, empieza a emerger una cabeza. Es redonda, con la forma casi idéntica a una pelota, con unos escasos mechones de pelo que le cuelgan, unos ojos oscuros clavados en Felipe, y una sonrisa que se extiende de punta a punta, mostrando levemente algunos dientes.
El monstruo sonríe. Se encuentra perversamente feliz, jadeando de la emoción, esperando el momento exacto y aguantando sus ganas tan solo unos segundos. Sin embargo, a medida que pasan los segundos, la felicidad de la criatura va disminuyendo su tamaño hasta transformarse en una expresión de desentendimiento.
- ¿No estás asustado? –pregunta extrañada la voz de los mil demonios.
Felipe no responde; todavía no sabe qué pensar. No sabe con exactitud quién o qué tiene en frente, por lo que sigue mudo. Tiene la mirada clavada en esos ojos ajenos, tan oscuros y desconcertados, sin que le generen el más mínimo de los sustos.
- No estás asustado –afirma finalmente el monstruo, bajando la mirada en el mismo acto.
- ¿De qué hay que estar asustado? –pregunta Felipe desde la total honestidad.
La criatura siente la pregunta como un golpe sin aviso, una apuñalada por detrás, una pregunta de un examen para el cual no estudió ni un solo concepto.
- ¡De mí! –responde con cierto enojo.
Entonces se acerca lo suficiente a Felipe como para tenerlo a menos de un metro, mostrándole su sonrisa más grande, exhibiendo sus afilados dientes, rasguñando los costados de su rostro con sus manos tan lastimadas y huesudas, y provocando que en sus ojos abunde una oscuridad todavía más temible. No se permite sucumbir ante la falta de temor de quien tiene en frente; no lo puede permitir. Y pese a eso, el pequeño sigue con la misma expresión de antes. Ni una facción de su rostro parece atemorizada.
- ¿Por qué te ves así? ¿Qué le pasó a tu cara? ¿Eras vos el que lloraba?
Ahora las preguntas son como ataques, o así lo siente el monstruo. Flechas que van directo hacia su cuerpo y no tiene escudo para defenderse. No sabe qué responderle ni tampoco desea hacerlo; se siente ofendido de cierta manera. Aunque, principalmente, está triste. Triste y decepcionado. No puede entender cómo es posible que exista alguien que no lo conozca. ¡A él, al monstruo! Y encima que no le tenga miedo.
- ¿Por qué llorabas? –sigue insistiendo Felipe.
- Eh… yo... ¿en serio no estás asustado?
Él no quiere decir que no, porque al notar la expresión que lleva el monstruo, asimila con rapidez la fea situación en la que se encuentra. Lo percibe sobre todo en sus ojos tan oscuros, que lentamente se empiezan a parecer a los de un humano. Intenta pensar en una respuesta que anime a la criatura, aunque tampoco se quiere ver en la obligación de darla. Al fin y al cabo, no sabe con quién o qué está hablando. Así es como los segundos pasan y ambos se quedan callados. Para el pequeño, ya la situación se volvió incómoda; y para el monstruo, humillante.
- Esas cosas ya no dan miedo –rompe el silencio Felipe–. Tenés que intentar de otra manera, con otras cosas.
- ¿Qué da miedo, entonces?
Ahora es Felipe quien siente la pregunta como un golpe sin aviso. Se percata de que, si fingía que tenía miedo, tal vez podía irse a dormir en paz y todos estarían felices: él por dormir y el monstruo por asustar -o eso creer- a otro niño de su lista. Pero no. Felipe quiere ayudar a la criatura. Agacha la cabeza, dando a entender que esta vez sí intenta dar una respuesta con compromiso y voluntad, y pregunta al monstruo si puede hacer algo más que llorar y mover sabanas. La respuesta es sí y Felipe recibe una demostración de todas las habilidades que la criatura puede hacer y que producen un terror escalofriante, aunque no para él.
- ¡Ya sé qué hacer, ya sé qué hacer! Hay que probarlo –dice con entusiasmo. Para él se trata de un juego. Tal vez lo es.
- Y ¿a quién asustamos?
- ¡A mis papas!
El monstruo se echa para atrás negando sin parar, dando a entender que no lo hará. Le explica a Felipe que no puede hacer eso, que una cosa es el temor infantil y otra muy diferente es el adulto. Nunca asustó más que niños y nunca lo hará, dicen sus pensamientos.
- Pero… si logras asustar a un adulto, va a ser más fácil después, ¿no? Además, ellos también fueron niños, ¿no? Y si fueron niños, se pueden asustar igual, ¿no? –Felipe insiste e intenta convencer, preguntando exaltado.
El monstruo piensa un segundo y no puede contradecir el argumento: esos adultos fueron niños alguna vez, quizás hasta incluso lo siguen siendo. Quizás no hayan podido superar sus peores pesadillas que tuvieron antes de cumplir los trece años. Y a partir de ese pensamiento, toma coraje y valentía, y escucha el susto planeado por Felipe. Se agacha, casi sentándose en el piso, y el pequeño de siete años se queda parado, explicando el plan.
Después de cinco minutos de ensayar, ambos salen de la habitación y se paran frente a la puerta del otro dormitorio, la de los padres de Felipe. Se miran una última vez antes de empezar y, sin decirse, saben que el otro está listo.
- Pa, pa… ayudame que no los encuentro.
Sergio es tironeado de la remera mientras duerme. Abre los ojos sin apurarse, quejándose y pronunciando palabras inentendibles. Al lado está su mujer, Verónica, quien también se despierta paulatinamente, preguntando la hora.
- No los encuentro, pa… –insiste el hijo de ambos. Es pequeño, no supera el metro cincuenta y lleva un reloj de Ben Diez.
- ¿Qué cosa no encontrás, hijo? –pregunta el padre enderezándose, con una voz ronca.
Sergio apoya la espalda sobre la cabecera de la cama. Se frota los ojos antes de seguir viendo la silueta de su hijo, que apenas es visible entre toda la oscuridad que abunda en el dormitorio. Verónica vuelve a preguntar qué hora es y también dirige su mirada hacia Felipe. Sergio enciende la luz para ver mejor al pequeño, repitiendo la pregunta de qué fue lo que perdió.
- Mis ojos –pronuncia el pequeño, mientras una luz lo alumbra y sus padres son
Sergio y Veronica son testigos de una imagen horrenda: donde antes había unos círculos blancos hermosos, ahora solo existen un par de orificios de color negro. Gritan desesperados. La mujer pregunta a gritos qué le pasó,qué se hizo, con qué realizó tal atrocidad. La expresión de Felipe denota tristeza, incluso nostalgia.Tiene los hombros para abajo, su falsa mirada también. Aunque, poco a poco, comienza a pintar una sonrisa en su rostro mientras sus orificios se hacen cada vez más grandes y su cabeza empieza a emitir un calor sofocante. Se comienza a prender fuego. Primero su nariz, luego su pelo, hasta que todo el cráneo está envuelto en llamas, mientras él sonríe.
Ambos padres retroceden y caen al piso, al otro lado de la cama. La curiosidad de la madre ha desaparecido por completo; ahora intentan protegerse de aquello. Continúan gritando atormentados, intentando refugiarse en una de las esquinas de su habitación, tomados de los brazos. No saben qué tienen en frente, no saben qué se ha apoderado del cuerpo de su hijo.
Felipe, entre llamas, todavía ríe. Ríe fuertemente. Ríe con una voz muy grave, un tono espeluznante, preguntando a sus padres si pueden ayudarlo a encontrar sus ojos. Luego comienza a dar los primeros pasos. Rodea la cama, acercándose a sus padres, y abre su boca lo más que puede. Así, de entre sus labios, escapa una avalancha de cucarachas; de sus orejas, arañas salen despedidas y se deslizan por sus brazos; y después, de su nariz, gusanos caen al suelo y se retuercen. Sergio y Verónica tienen las caras pálidas, hundidas en temor, sin poder comprender lo que están viendo. Ahora mismo, en ellos, solo existe el pánico.
Afuera del cuarto, observando todo desde atrás de la puerta que está semiabierta, está el verdadero Felipe. Contempla cómo el monstruo asusta a sus padres y que lo hace de maravilla. Se encuentra entusiasmado, feliz, ya que el monstruo comprendió que mover sabanas, llorar en el placard o susurrar nombres no es suficiente. Para él, se trata de un juego; tal vez lo es. Mientras tanto, sus padres siguen con las caras pálidas y las miradas perdidas. El miedo les está devorando el alma.
* Nacho Cangas. Influencer literario.
IG: _nacho_cangas

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