La Máquina de la memoria

Carnaval: escenarios y estrategias de la guerra del agua en aquellos días de febrero

Carnaval hoy es un período de descanso. Pero hasta hace algunos años era el momento de una guerra en Mendoza: la de la chaya en las calles. Estrategias, baldazos, el temor a las bombitas con pimienta y recuerdos inolvidables.

Martina Funes
Martina Funes domingo, 14 de febrero de 2021 · 07:12 hs
Carnaval: escenarios y estrategias de la guerra del agua en aquellos días de febrero

Por Martina Funes / tinafunes@gmail.com

Con el mayor de los primos varones de la Tribu tuvimos siempre una complicidad indestructible. Casi toda nuestra niñez y la preadolescencia vivimos en casas muy cercanas que facilitaron que creciéramos juntos. Todavía hoy tenemos algunos rasgos físicos que nos igualan, como los rulos de la cabeza o el color de la piel, y en aquellos años mucha gente pensaba que éramos hermanos. Lo que seguro nos hermanaba en esos tiempos era la sed de aventuras en el horario de la siesta.

Los días en que el febrero de los años 80 en Mendoza señalaban la mitad del mes, después de almuerzo y hasta que se ponía el sol, las veredas de las calles en las que vivíamos eran el escenario de una lucha permanente: estábamos en Carnaval.

Esta celebración de origen religioso que en muchas culturas latinoamericanas se celebra de diferentes modos; como una ceremonia sincrética con mixturas de credos y pensamientos, con ofrendas y agradecimientos a la Pachamama, con desfiles de carrozas o con comparsas con vestuarios y disfraces. Para nosotros sólo significaba una cosa: guerra de agua, mojar mucho y permanecer lo más seco posible. Para conseguir la victoria valían los globitos multicolores que venían en bolsitas de a cien y que llenábamos de agua hasta que estaban a punto de reventar, baldes, fuentones, palanganas y pomos.

Algunos soldados conocíamos claramente nuestra misión, pero como en toda guerra también había daños colaterales: eran esos pobres civiles que recibían innecesariamente los efectos indeseados de la contienda. Las batallas se desataban cuando el sol mendocino estaba a punto de fundir las juntas de las baldozas de las veredas y terminaban casi de noche, cuando nos llamaban a bañarnos y a comer.

Con mi primo organizábamos el ejército, que habitualmente estaba compuesto por nosotros dos y nuestros dos hermanos menores -la formación estable-. Pero teníamos unos vecinos, a la vuelta, que eran mayores en edad y tamaño, feroces para combatir y con infinidad de recursos bélicos: les teníamos bastante miedo -el mito urbano por aquellos días aseguraba que la pimienta dentro de las bombitas provocaba más dolor y estábamos convencidos de que ellos la usaban a mansalva-. Para las siestas en las que pensábamos que nos tocaría enfrentarnos con ellos convocábamos refuerzos: así, sumábamos al resto de los primos de la Tribu que tenían nuestra edad y algunos amigos, como mi compañera de banco de toda la escuela primaria, que -con gran valentía a pesar del miedo- nos ayudaban a equilibrar lo desparejo de esos enfrentamientos. 

Había días en los que la vereda y la vuelta a la manzana parecían insulsos, no habían suficientes enemigos y era ahí cuando nos aventurábamos a las zonas vedadas: lugares de donde era imposible salir secos y sin moretones. Las plazas cercanas -teníamos tres muy cerca- y los alrededores de la heladería Soppelsa. Algunas veces también nos disfrazábamos para hacer esas excursiones. Las mujeres recurríamos a ropa, bijouterie, carteras -donde almacenábamos las bombitas- y hasta el maquillaje de nuestras madres y los varones se arreglaban con algún sombrero y un corcho quemado para dibujarse bigotes y barba.

El garage del domicilio de mis abuelos era el ingreso a tres casas: la principal, en el piso de arriba, y dos departamentos en planta baja, donde vivíamos mi familia y la de mi primo. Era un espacio grande, con dos portones inmensos de madera maciza que sólo se cerraban de noche, y en el que se podían guardar hasta tres autos. Ese era el lugar en el que acumulábamos nuestros recipientes de agua y en el que llenábamos y almacenábamos las bombitas, cuidando que no se descogotaran en la canilla de la cochera.

Cuando se nos acababan esos proyectiles favoritos -no siempre teníamos plata para comprar una bolsa, a veces ni siquiera sueltas en un quiosco- usábamos directamente los baldecitos de playa, que disminuían nuestra capacidad de respuesta y nos dejaban expuestos al bombardeo cada vez que teníamos que recargar. Debo ser honesta y reconocer que en más de una ocasión, cuando estábamos empapados y ya no era posible resistir a los ataques, -en una actitud algo deshonrosa- nos refugiábamos detrás de esas puertas altísimas y las cerrábamos hasta que alguno de los padres tenía que sacar un auto.

Teníamos otros enemigos que atacaban desde camionetas: en esos casos la desigualdad era grosera porque eran muchos y pasaban a una velocidad que les permitía mojar sin ser mojados. Contra ellos intentábamos defendernos desde el balcón de la casa de nuestros abuelos, donde el traslado de agua era complejo porque podíamos mojar el parquet de los pisos de las habitaciones y corríamos el riesgo de ganar horas de detenciones en penitencia si alguna de nuestras madres nos descubría. 

El balcón estaba ubicado en el primer piso de la casa principal. Era la comunicación externa de dos de las habitaciones que daban a la vereda y desde el que algunas veces, cuando ningún ejército enemigo estaba a la vista, tratábamos de hacer tiempo con algún bombazo desde el primer piso a la vereda. Así cometimos la imprudencia de mojar a alguna gente que no estaba jugando con nosotros y que pasaba por ahí camino a la facultad o al trabajo.

En una de esas ocasiones una joven estuvo dispuesta a llevar su justificada furia hasta el final y, después de gritarnos irreproducibles calificativos, se encaminó decidida a hablar con algún adulto responsable. Rápidos de reflejos con mi primo cerramos inmediatamente las puertas ventanas que daban al balcón, borramos todo indicio de que habíamos estado ahí y corrimos a desconectar el timbre para que no sonara. Nos ocultamos en uno de los recovecos del comedor de la casa grande hasta que pasó un tiempo prudencial. Una vez que medimos que ya no había peligro bajamos al jardín que daba al fondo de mi casa a jugar con los playmobils y nunca más challamos a nadie que no estuviese dispuesto a mojarse.

Hoy los días de carnaval se destinan al descanso, a una minivacación con familia o amigos. Muy atrás quedaron esa sucesión de días en los que nos acostábamos y levantábamos planificando estrategias y preparando los escenarios para la batallas de siestas y tardes de febrero.

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