Pandemia

"Bienvenidos": la tediosa travesía de los mendocinos varados en Perú

Fueron más de 50 horas de viaje entre el país incaico y la Argentina. Tomaron un avión y muchos colectivos. Hubo caos en Buenos Aires y tensiones con la Policía en Córdoba. San Luis frenó a los viajeros, quienes llegaron tres días después a la provincia, que se distinguió por evitar el maltrato.

Juan Carlos Albornoz
Juan Carlos Albornoz jueves, 23 de abril de 2020 · 06:58 hs
"Bienvenidos": la tediosa travesía de los mendocinos varados en Perú
La foto final de los varados mendocinos, en la llegada a Mendoza.

Más de cincuenta horas de viaje. Controles médicos en todos lados. Caminatas en la oscuridad, colas y caos en una estación de colectivo. Problemas para conseguir agua y alimentos. Esperas largas y hasta el inesperado maltrato policial en una parada de nuestro país.

Estas son algunas de las situaciones que les tocó vivir a los viajeros varados en Perú que retornaron en las últimas horas a la Argentina. Volvieron, en total, más de 300 personas que estaban retenidas hace más de un mes en localidades del norte peruano y en el Cusco. 

Con mi familia integramos el grupo de personas que habían quedado sin posibilidades de retorno en las ciudades del norte. La mayoría de ellas, en el balneario de Máncora.

El Gobierno Nacional autorizó la semana pasada dos vuelos de repatrio para los varados en el norte. Los primeros desde que Perú cerró cielos y rutas terrestres el 15 de marzo pasado, bajo la necesidad de frenar el coronavirus, y Argentina empezó a restringir los ingresos al país.

Según los últimos registros oficiales, en Perú ya hay casi 19.000 casos de coronavirus confirmados y más de 500 muertos. El gobierno peruano impuso, entre otras medidas, un riguroso aislamiento social que incluye toque de queda diario y cuarentena general obligatoria para toda la población los domingos.

El operativo retorno de unos 200 argentinos retenidos en el norte arrancó, precisamente, este domingo de silencio pleno en las calles de Máncora, el sitio elegido como punto de encuentro para los varados. 

La aventura comenzó en horas de la madrugada, con una caminata solitaria en la oscuridad hasta la plaza de los artesanos de la ciudad. Era obligatorio el uso de barbijos y guantes y en la cola del micro nos separaron por edades, composición familiar y condiciones de vulnerabilidad. Desde allí salimos todos, pasadas las cinco, en varios colectivos hacia el aeropuerto de Piura.

Fueron más de tres horas de viaje para recorrer los 181 kilómetros que separan Máncora de Piura. Llegamos a las puertas del aeropuerto después de las 9 y los tres coordinadores que la Cancillería había elegido entre el propio grupo de varados para organizar a los viajeros nos ubicaron en otra larga cola.

Fuimos entrando de a poco al aeropuerto, que tenía cerradas sus puertas y operaba ese día exclusivamente para el retorno de los argentinos varados. En el ingreso, uno por uno, nos hicieron un chequeo de temperatura y saturación de oxígeno en sangre. Después hicimos el check in y los trámites migratorios. 

El primero de los dos aviones de Latam que salieron del norte despegó pasadas las 11 de la mañana del domingo, con unos 120 pasajeros a bordo. Hubo expresiones de alivio y sonaron los primeros aplausos de los viajeros. Pero el desafío recién comenzaba.

Caos en la terminal de Retiro

Llegamos a Ezeiza cerca de las 19, hora de Argentina. A la salida del avión nos rociaron con un spray para desinfectarnos y nos tomaron la temperatura. Mi familia presentó menos de 37 grados otra vez: pasamos. Más adelante volvieron a controlarnos en uno de los pasillos del aeropuerto internacional, que por estos días es un gigante semivacío. Después de completar el trámite migratorio, desembocamos en el hall de entrada.

En los controles de los aviones que llegaron de Perú surgió sólo un caso sospechoso de coronavirus. Era una chica con temperatura alta, pero después se comprobó que no tenía la enfermedad.

Todo venía bien, pero en el hall de Ezeiza empezó la etapa más caótica del viaje. En un mostrador había que anotarse para el viaje en colectivo hacia cada provincia. Era un requisito que solamente corría para los viajeros del interior: los de Capital Federal y provincia de Buenos Aires podían irse en taxis o en el auto de algún familiar.

Fue larga la espera para la gente de las provincias del interior. Las instalaciones vacías resultaban amplias y los baños estaban impecables, pero no había ningún local abierto para comprar alimentos. Apenas se podía acudir a máquinas automáticas que ofrecían latas de gaseosa y -recuerdo con certeza- había quedado entre ellas un solitario triple de jamón y queso.

Nadie explicaba con claridad qué había que hacer allí y los viajeros del norte y de Cusco, muchos de ellos jóvenes, fueron haciendo rondas en el piso del aeropuerto para pasar el tiempo. La regla del distanciamiento social, que hasta entonces todos cumplían, ya no se imponía tanto.

Los operadores del Ministerio de Transporte de la Nación iban y venían con listas de presuntos pasajeros. Pero, inesperadamente, los micros no salieron de Ezeiza. Al final, nos ubicaron a todos en colectivos para trasladarnos a la estación de Retiro, en Buenos Aires, bajo la promesa de que desde allí luego saldrían los micros a las provincias. Ese desorden de gente apurada chocándose en los pasillos de los colectivos, con mochilas y valijas a cuestas, era indudablemente peligroso para la salud de todos. Pero no quedaba otra que adaptarse.

Horas después, en Retiro, la cosa fue todavía peor. Había pasado la medianoche y los varados del interior esperaban novedades en diversos sectores de la estación. Reinaba la confusión. Los pasajeros subían y bajaban de los colectivos ubicados en los andenes, buscando el que fuera a su provincia. Los empleados del Ministerio de Transporte llamaban a la gente a los gritos y a veces la información no llegaba al destinatario. El operativo no había sido organizado de antemano.

Parecían faltar butacas y los funcionarios de Transporte reclamaban insólitas acciones de "solidaridad": que los pasajeros se olvidaran de la seguridad vial y que llevaran a upa a sus hijos, para desocupar lugares.

Muy de a poco se fue conociendo a qué lugar iba cada uno de los micros y a quiénes les tocaban los asientos. Hubo tironeos y peleas entre los pasajeros. Tardamos, en definitiva, hasta cerca de las cinco de la mañana del lunes en salir de Retiro, en un vehículo lleno que llevaba pasajeros de muchas provincias.

Tensión y amenazas de la Policía en Córdoba  

Fuimos en el micro al centro de Capital Federal. Partimos después a Rosario a dejar pasajeros. Se hizo el día en la ruta y, recién en horas de la tarde del lunes, entramos a Córdoba.

En el sector más viejo de la terminal vacía nos esperaban varios agentes policiales y algunos operadores del Ministerio de Salud, en un corralito. Todos estaban muy serios y las instrucciones de las autoridades eran rigurosas: sólo podían bajar del colectivo los pasajeros cordobeses. El resto debía quedarse dentro del micro. 

Los choferes fueron a comprar provisiones a un comercio de la terminal que estaba abierto, pero la Policía no permitió que los pasajeros hicieran lo mismo. "¿Usted no entiende el riesgo que nos hace correr en medio de esta pandemia?", gritó una oficial de policía desde su hermética mascarilla, antes de exigir que los pasajeros volvieran a sus asientos. Ningún efectivo o funcionario cordobés pensó en las necesidades que teníamos, después de más de un día de viaje y miles de kilómetros recorridos. 

Hubo quejas de varios viajeros y uno de ellos fue amenazado con la detención. Era improbable que cumpliera: la Policía no quería que ninguno de estos potenciales portadores del virus se quedara un segundo más en la provincia. Algunos pasajeros consiguieron permiso para ir a defecar al baño, cosa que no se podía hacer en el sanitario del colectivo.

Captura de un video del diario La Voz del Interior sobre la llegada de los varados cordobeses.

Por temor a contagiarse, nadie se hacía cargo ni siquiera de bajar el equipaje de los propios viajeros cordobeses. Los que se quedaron en esta provincia a hacer la cuarentena debieron esperar que algún familiar los fuera a buscar, porque no estaba previsto un traslado

El micro arrancó rápido, apurado por la tensión que se produjo con la Policía y los nervios de las autoridades sanitarias de Córdoba. No conseguimos agua ni comida y los choferes avisaron que no habría posibilidad de parar en algún lado en lo que quedaba de camino. Esas eran las instrucciones que tenían: el encapsulamiento de los pasajeros en tránsito debía ser absoluto,

Cuando pasamos Sampacho, en un control municipal les avisaron a los choferes que no se podía seguir por la ruta 8 porque más adelante el tránsito había sido bloqueado por vecinos. Todo era angustiante. Volvimos decenas de kilómetros para tomar la ruta 7 en Vicuña Mackenna y al final llegamos al límite con San Luis bien entrada la noche. Allí también la parada sería difícil.

San Luis, el condado con ley propia

De entrada avisaron los agentes puntanos que el trámite de ingreso a la provincia podía demorar entre cinco y seis horas. En medio de la oscuridad y el frío, los oficiales les sacaban fotos con sus celulares a los DNI de algunos pasajeros. Al rato, volvían con una declaración jurada en papel para que firmaran los que iban a quedarse en esa provincia. Nadie se podía bajar, por supuesto, pero algunos pasajeros consiguieron permiso para ir a mear entre la maleza. 

El gobernador de San Luis, Alberto Rodríguez Saá, pone sus propias condiciones para cruzar y fijar estadía en San Luis. "Estamos en una situación preconstitucional, como si las provincias fueran estados independientes de la Nación", reconoció ayer un funcionario cuando le consulté sobre estas restricciones.

Para el caso de nuestro colectivo, las órdenes de las autoridades consistieron en que el micro esperara todo lo que fuera necesario y que luego se desviara de la autopista a Mendoza hacia la Ciudad de la Punta, para dejar en una alejada residencia universitaria a los cuatro pasajeros que vivían en San Luis.

El desvío fue de más de 100 kilómetros. Salimos dos horas después de haber llegado al improvisado control interprovincial escoltados por un móvil policial que marchaba adelante, con la sirena encendida

El convoy parecía el traslado de presos peligrosos o de material radioactivo. Estábamos ya en la madrugada del martes cuando pudimos salir del alejado conjunto de edificios en el que quedaron inmovilizados, contra su voluntad, los cuatro jóvenes que venían con nosotros desde el lejano Perú.

Un trato diferente en la llegada

Llegamos al arco de Desaguadero el martes, casi de día. Otra vez nos pararon en el ingreso a Mendoza. Fue más breve la detención: alcanzó allí con que cada pasajero presentara su DNI a un grupo de silenciosos policías que tomaba nota. Ya nadie se animaba a pedir permiso para bajar del micro. Además, hacía frío y corría viento.

Salimos una hora después hacia la capital mendocina. A las 8 del martes, entramos a la desierta terminal de ómnibus de Mendoza, en donde llenamos la enésima planilla con datos personales y del viaje.

"Bienvenidos", dijo el funcionario del Ministerio de Turismo y Cultura que nos esperaba envuelto en un traje de protección y con el termómetro en la mano. Palabra inesperada la que utilizó para recibir a los asediados viajeros. Fue una sorpresa muy grata para todos.

Pasamos a un sector aislado de la terminal que tenía asientos. Nos dijeron que nos relajáramos, que sabían que habíamos hecho un largo viaje, y nos ofrecieron un vaso de café o té y tortitas

Nos dejaron usar los baños públicos. Hubo una charla de la Cruz Roja para todos sobre la pandemia y luego los funcionarios explicaron las condiciones de la cuarentena que deberíamos cumplir.

Tras la charla, los pasajeros (quedaríamos unos 20) aplaudimos con gusto. Igual que cuando el avión de Latam aterrizó en Ezeiza para devolvernos a nuestra patria. Por primera vez, luego de una odisea de cincuenta horas o más, no habíamos sufrido maltratos, demoras ni instrucciones confusas. 

En los andenes esperaban dos colectivos eléctricos de la Provincia para trasladar a la gente a sus casas. Este mes han pasado por allí nada menos que 15.000 viajeros y muchos celebran públicamente el protocolo que se sigue en Mendoza para atender a los que llegan de afuera en medio de la pandemia.

Arriesgo que, con las cosas que han pasado, todo el mundo conoce la dimensión de la crisis sanitaria que se vive y nadie (salvo los cabrones) quiere que el coronavirus se siga propagando. Quizás por ello, casi la mitad de los viajeros que venían conmigo aceptó voluntariamente el ofrecimiento oficial de ir a pasar otros 14 días encerrados en un cuarto de hotel, sin cargo para ellos, para evitar el riesgo de ir a la casa propia y que algún familiar suyo se contagie la temida enfermedad.

Lo hizo, por ejemplo, Ignacio Ferrari, un joven de 23 años que vive en Las Heras. Es la casa paterna, pero Ignacio no quería que su papá corriera riesgos, ya que es diabético.

Dejamos a Ignacio, a quien conocí en Máncora, en el hotel Portal Suites del centro mendocino, junto a varios chicos jóvenes. Nos saludamos con mucha alegría en la despedida. No solo porque había terminado esta odiosa travesía, que vino después de los 40 días de encierro e incertidumbre en Perú, sino también porque, al final, habíamos recibido gestos de humanidad inesperados.

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