#MDZLecturas-Verano 2020

Grandes rivales de la historia

A través de épocas y continentes, este libro de los franceses Alexis Brézet y Vincent Trémolet de Villers y publicado por El Ateneo, trata sobre los duelos más emblemáticos de la todos los tiempos, y describe conflictos militares, desacuerdos ideológicos, oposiciones religiosas y celos personales.

Redacción MDZ
Redacción MDZ lunes, 3 de febrero de 2020 · 06:28 hs
Grandes rivales de la historia

Fragmento

 

PREFACIO

 

La arena de la gloria

Alexis Brézet y Vincent Trémolet de Villers

 

El mundo es suyo desde siempre. Todos ellos, el magnífico conquistador, el rey leproso, el Papa y el emperador, la reina de Egipto y la de Inglaterra conocen la vida de palacio, los rebaños de cortesanos, las insinuaciones de los consejeros, el compás de las paradas militares, pero cuando llega la hora de tomar una decisión, solo una figura los acompaña: el rival. Ese doble que finge escuchar a quienes lo aconsejan, saluda a los soldados que desfilan y sonríe ante las chanzas de los aduladores. El enfrentamiento entre ellos es tanto más brutal porque es constante, tanto más tremendo porque el terreno del duelo es el planeta entero. Las armas que utilizan son infinitas, y los testigos, millones. A menudo, el príncipe, que solo se quiere a sí mismo, encuentra en ese adversario el límite último a su autoridad. Lo admira por eso y lo odia por la misma razón.

Ambos son todopoderosos. Encarnan una especie en vías de extinción: el “gran hombre”. Ese al que colman de regalos, ante quien los otros se hincan e inclinan los rostros, y los prisioneros agachan la cabeza. El que conoce tentaciones a las que el hombre común no se enfrentará jamás. Para él, la violación, el asesinato y el saqueo son pecados veniales. Y el doble juego, la hipocresía, la ingratitud y la crueldad, virtudes cardinales. Un único propósito guía sus pensamientos y sus decisiones: vencer al rival. Puede suceder, como por milagro, que el poder haga del grande un hu­ milde, que el comandante lamente ir a la guerra, que rece por sus víctimas, que el rey sea un santo, pero el orden de las cosas, si es que hay uno, es que el lauro le resulta embriagador. El Orgullo viste la túnica del Imperio, de la Religión, de la Nación, de la Raza, de la Igualdad, pero bajo esas ropas siempre es él quien manda.

Son grandes, pero también son hombres. Y en el fondo de su alma crecen juntos el buen grano y la cizaña. Sería inútil hacer una selección –el historiador no tiene un doctorado en teología moral– y justamente gracias a ese claroscuro, tantas veces trá­ gico y en ocasiones épico, podemos captar la enorme dimensión de estos veinte duelos emblemáticos. Al enfrentarse, estos rivales hacen de un día una vida y de una vida, a veces, varios siglos. La historia del arte, la pintura, el teatro, la ópera y la literatura han abordado este concentrado de sentimientos, azar,  suerte, coraje y talento. Han hecho viajar con la imaginación a los niños hasta los confines del mundo y la leyenda ha dado a luz a otras leyendas: Alejandro quería ser faraón; César quería ser Alejandro; Carlos V, otro Carlomagno; Luis XIV se conformará con ser Luis XIV. Por su parte, Napoleón reunirá en su epopeya a Menfis, el Capitolio y Aquisgrán.

Sus batallas definieron nuestras fronteras, nuestra religión y nuestras tradiciones. A veces conquistando y otras, defendiendo. Solían ser megalómanos obsesionados con su posteridad, que tam­ bién podían luchar por un principio superador: la Nación, un dios, un lugar, una idea. Para bien y para mal: el sepulcro de Cristo en Jerusalén, el mundo libre del otro lado de la cortina de hierro, la democracia en Irak.

Algunos de esos guerreros enemigos de toda la vida jamás estuvieron frente a frente. Darío luchó contra Alejandro y luego huyó. Luis XIV y Guillermo de Orange eran primos y fueron rivales durante treinta años, pero siempre a la distancia. Es impensable que Hitler y Churchill pudieran encontrarse, aunque estuvieron a punto de hacerlo en Múnich en 1932.

Otros, en cambio, se conocían, como Tomás Moro y Enrique VIII, que eran amigos, o Isabel de Inglaterra y el joven Felipe II, quien después de la muerte de María Tudor incluso llegó a pensar en casarse con ella. Aunque esa que decía: “Sé que soy una débil mujer, pero tengo el corazón y el estómago de un rey” era mucho más que una esposa. El encuentro entre Alejandro I y Napoleón en Tilsit, que Horace Vernet y Chateaubriand inmortalizaron –“El destino del mundo flota sobre el Niemen, donde más tarde deberá cumplir­se”– sigue siendo un culmen insuperable. La tienda, el río, la secreta admiración que sentían el uno por el otro son oro en polvo para historiadores y novelistas. Los encuentros entre Bismarck y Napoleón III cincuenta años más tarde no tendrán la misma celebridad futura, aunque sus consecuencias serán igualmente decisivas.

Las guerras ideológicas del siglo xx  y el cine estadounidense nos han acostumbrado a “malos” pálidos y rabiosos, mientras que los “buenos” llevan, siempre y en todas las circunstancias, una sonrisa pintada en el rostro. Pero, afortunadamente, la historia no se escribe en los estudios Disney. Si bien es cierto que entre Churchill y Hitler y, en menor medida, entre Kennedy y Jruschov está claro quién es el “bueno” y quién el “malo”, la mayoría de los casos suelen prestarse a duda y a discusión. En el fondo, Darío no es tan cobarde y su historia negra ilustra las palabras de Breno: “¡Ay de los vencidos!”. Octavio tiene razón, aunque Cleopatra no está equivocada. El Papa es un gran jefe militar y el emperador, un hombre profundo. Los propios protagonistas experimentaron esta ambivalencia sentimental. Cuenta la leyenda que Alejandro hizo enterrar a Darío con todos los honores en Persépolis. Por su parte, Napoleón dijo sobre el zar a Las Cases: “Alejandro […] es listo, gracioso e instruido. Sabe cómo seducir, pero hay que desconfiar de él: no es sincero. Es el típico griego del Bajo Imperio”. Y agregó, para concluir: “Si muero aquí, será sin lugar a dudas mi auténtico heredero en Europa”. En cambio, cuando el mariscal Montgomery le preguntó si Hitler, su enemigo, era un “gran hombre”, Churchill respondió sin vacilar: “No. Cometió demasiados errores”.

A juzgar por las palabras apócrifas de Luis XIV, “Amé demasiado la guerra”, que recuerdan aquellas de Napoleón: “Esto lo arregla una noche en París”, el gran hombre es Cronos devorando a sus hijos. Sin embargo, otras figuras, que también pueblan este libro, libraron batallas a disgusto. Balduino IV de Jerusalén, a la cabeza de su minúsculo reino, luchó contra su peor enemigo: la enfermedad. Felipe II de España rezaba hasta el cansancio antes de tomar una decisión. Churchill, quien en 1906 dijo: “La política es casi tan excitante como la guerra e igual de peligrosa. Pero en la guerra nos pueden matar solo una vez, mientras que en la política, muchas”, no era un sanguinario, aunque el arte militar lo apasionaba. Qué decir de estas palabras de Kennedy: “Estos militares tienen una ventaja: si hacemos lo que quieren que hagamos, ninguno de nosotros estará vivo después para decirles que estaban equivocados”.

“Vanidad de vanidades”, dice el Eclesiastés. Es verdad, pero es preciso haber disfrutado de grandezas como el poder y el dinero para saber que no son nada. Haber luchado toda una vida para gozar del placer de la paz. “Abandonaste el reino de las tribulaciones por el reino de la paz”, fue el epitafio del rey Enrique IV. “Le agradezco que me haya librado de las miserias de este desventurado mundo”, dijo Tomás Moro refiriéndose a su verdugo, Enrique VIII. Carlos V eligió la muerte política, la muerte social, para recluirse como un simple monje en la celda de un monaste­ rio. Por su parte, Napoleón meditaba en Santa Elena sobre la débil influencia que ejercen los seres sobre las cosas. Alejandro I tam­ bién hubiera acabado convertido en un starets. En la obra de teatro de Calderón La vida es sueño, el héroe, un príncipe depuesto y más tarde restituido, se pregunta: “¿Qué es la vida? Un frenesí. /

¿Qué es la vida? Una ilusión, / una sombra, una ficción, / y el mayor bien es pequeño: / que toda la vida es sueño, / y los sueños, sueños son”. Sueños que, sin embargo, han diezmado pueblos y trazado el mapa del mundo. Tras ellos se esconden el auge y la ruina de civilizaciones enteras. Sueños que viven en nuestros libros, nuestros monumentos y nuestras leyendas. Aquí, notables narradores, que también son prestigiosos historiadores, nos hablan de ellos con enorme maestría. Solo sueños. Puede ser, pero los más largos de la historia.

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ALEJANDRO MAGNO Y DARÍO

Gloria e infamia 

Arnaud Blin

El duelo entre Alejandro de Macedonia y Darío III define el destino del Imperio persa aqueménida y trastoca la dinámica del epicentro geoestratégico de Eurasia. Es un duelo real, no metafórico, porque los dos se enfrentarán en combate. Si bien es cierto que Darío, “rey de reyes” todopoderoso del primer gran Imperio territorial de la historia, cuenta con un prodigioso aparato militar, debe medirse con uno de los comandantes más extraordinarios de todos los tiempos. Así pues, gracias a su talento militar, Alejandro logra subvertir una asimetría que, en un principio, parecía favorecer a los persas. Desde entonces, ese duelo que adopta la forma de una guerra total se constituye en el mito fundador del choque de civilizaciones entre Oriente y Occidente. Concluye con la trágica caída del primero de los imperios persas y anuncia la inexorable escalada del poderío occidental y el consiguiente advenimiento de la estrategia de aniquilación.

Clausewitz decía que la guerra “no era más que un duelo a gran escala”. O tal vez sea al revés: en última instancia, el duelo es tan solo una guerra reducida a su mínima expresión. De hecho, la palabra guerra, bellum, deriva de duellum, duelo, y el objetivo de ambos es someter al adversario, anular su capacidad de resistencia y, si es necesario, destruirlo. Así fue la guerra que enfrentó a Darío y a Alejandro en el siglo iv a. C.: un duelo entre dos hombres que se encontraron cara a cara dos veces, armados, a escasos metros de distancia uno del otro y, por extensión, una contienda a gran escala que alteró el orden geopolítico de buena parte del continente eurasiático. Sin embargo, existe una diferencia fundamental entre el duelo y la guerra. El duelo está sujeto a reglas precisas. Las armas son exactamente las mismas: no es posible un duelo en el que uno lleve una espada y el otro, una pistola. Ni siquiera una pistola y un revólver. El duelo se desarrolla a una hora precisa y en un lugar definido con anterioridad. Suele ser un ritual al margen de las leyes vigentes. Por el contrario, la guerra no suele ser un ejercicio simétrico. Es el acto supremo del Estado, que posee el monopolio de la violencia legítima y puede, de modo legal, enviar a miles de individuos a la muerte. En una guerra, es difícil saber cuándo y dónde tendrá lugar el combate, y los ejércitos que se enfrentan difieren –y a veces mucho– en efectivos, estrategias y tácticas.

El objetivo del estratega es, justamente, lograr que el adver­sario combata en las peores condiciones posibles. La sorpresa, los ardides, las estratagemas, la falta de información son elementos esenciales en una guerra. Sin embargo, los generales, sobre todo los más grandes, suelen adoptar un código ético que los represente. Así, para luchar contra los persas, Alejandro hizo caso omiso de la lógica estratégica, a contrapelo de lo que sugería su entorno, y eligió tácticas acordes con su visión heroica de la guerra. La victoria no se obtiene a cualquier precio, aunque sea el objetivo de la guerra. Basta recordar el célebre contraejemplo de Pirro.

A menudo, la guerra depende de su entorno cultural y de las reglas y las prácticas que de él derivan. Así, el emperador Darío (Dārā) se obstinó en emplear los carros de guerra, propios de la cultura estratégica persa, cuando era evidente que, ante la movilidad de Alejandro, más le hubiera valido haber prescindido de ellos.

En definitiva, incluso cuando la lógica de la guerra exige al hombre alejarse del ritual propio del duelo, una parte de sí desea enfrentarse a su adversario de igual a igual, para que el resultado de la confrontación sea producto del mérito, un premio a quien haya demostrado una inteligencia estratégica y táctica superior, sobre todo en la batalla final. En este sentido, la guerra no es solo otra forma de continuar haciendo política, sino también la expresión de un profundo deseo de dominar al otro, de humillarlo, de reducirlo a polvo.

Cuando luche contra los persas, Alejandro procurará acercar­ se todo lo posible al líder, para cortar la cabeza del dispositivo militar y, así, debilitar el cuerpo, pero también porque entiende que ese combate es un duelo, uno de verdad, entre dos individuos que, en el fragor de la batalla, son tan vulnerables como el más humilde de los soldados. Comparemos las pinturas de guerra de los siglos xvii y xviii con el famoso mosaico de Nápoles en el que se representa una de las batallas de Alejandro y Darío: las telas nos muestran en primer plano a un “gran capitán” a caballo, Turenne o Marlborough, por ejemplo, y, al fondo, los ejércitos que se pierden en el horizonte tras una nube de pólvora y polvo. En el centro, el generalísimo parece controlar lo que sucede desde un promontorio. En el horizonte apenas se adivina al rival. Por el contrario, el célebre mosaico nos muestra a los dos protagonistas, Alejandro y Darío, a tres metros de distancia uno del otro, observándose atentamente, uno sobre su montura y el otro en su carro, inmersos en un magma caótico de hombres y de caballos. Los dos tienen los ojos desorbitados, la mirada fija sobre el otro. En sus rostros hay cansancio, furia y también temor. Apenas se los distingue de los soldados que los rodean. La escena es dramática; no se sabe a ciencia cierta si el mosaico retrata un momento decisivo de la batalla de Gaugamela o uno de Issos, un enfrentamiento anterior, pues la escena se reproduce casi de modo idéntico. Gaugamela es lo suficientemente importante como para suponer que se trata de ella.

En un instante la batalla se decidirá y, con ella, la suerte de los dos hombres. Entonces, la primera superpotencia real de la historia desaparecerá.

 

Alejandro el Grande, Darío “el Pequeño”

La historiografía de la guerra en la que se enfrentan Macedonia y Persia se circunscribe prácticamente a la historia de Alejandro, erigido en dios, mientras que su adversario y principal víctima, Darío III, el último “rey de reyes” aqueménida, también llamado Darío Codomano, conoció el más miserable de los destinos a pesar de haber sido un gran personaje de la historia, aunque sería más exacto decir un personaje de la historia grande: el olvido y la indiferencia. Alejandro lo aplastó y lo enterró. Y también lo hicieron, quizá con más saña aún, los historiadores grecorromanos que contaron su vida. Como si fuera poco, Darío sufrió, además, la humillación de ser eclipsado por el otro Darío, “Darío el Grande”, su ilustre antepasado, quien había contribuido a construir ese Imperio que a él se le había escapado de las manos. No hay dudas de que, si Víctor Hugo hubiera sido persa, habría apodado con sorna a este Darío “el Pequeño”, como llamó cruelmente a otro emperador: (Luis) Napoleón III.

Sin embargo, Darío cumple todas las condiciones del héroe trágico, por lo que su figura debería haber inspirado a actores dramáticos, novelistas e historiadores, como lo hicieron el otomano Bayezid, el emperador inca Atahualpa y otros soberanos que también fueron brutalmente degradados. Sin embargo, a excepción de algunos fragmentos cinematográficos, como la película de Oliver Stone, Alejandro Magno (2004), sus apariciones públicas son esca­ sas y lo poco que sabemos de él proviene de las breves descripciones que han realizado los historiadores occidentales antiguos –los aqueménidas no brindan información al respecto–, quienes a su vez se basaban en fuentes secundarias. “Darío era dulce y paciente por naturaleza –resume Quinto Curcio–, pero el ejercicio del poder había modificado su carácter”. Arriano es aún más duro: “Como militar, era el más débil y el más incompetente de todos los hombres. En otros aspectos, su conducta parece haber sido mesurada y decente”. 

Luego, el historiógrafo grecorromano traza la imagen de un hombre seguro de sí mismo y, al mismo tiempo, febril, supersticioso y dubitativo. Darío presenta las características de un potentado oriental, cuyo retrato caricaturesco quedará marcado a fuego en el imaginario colectivo occidental: un ser autoritario y, a la vez, soberbio, ladino, vil y absolutamente desprovisto de esa célebre virtù que hacía al hombre un ser superior. En definitiva, todo lo contrario de Alejandro, quien encarna mejor que nadie ese atributo, que en el lenguaje moderno no tiene una traducción exacta, pues reúne en sí todos los rasgos excelsos del gran capitán y del jefe de Estado. Así, mientras que Alejandro pretende librar un combate lo más equitativo posible, evitando sacar ventaja de una situación que podría favorecer sus propósitos, Darío, por el contrario, se lanza sobre el adversario en cuanto se entera de que Alejandro está enfermo. Por lo demás, los iraníes, que lo describen como un ser débil al tiempo que arrogante, no serán más benévolos que los occidentales con su memoria. La historiografía antigua refuerza ese antagonismo cuando retrata a Darío al mando de una formidable máquina de guerra ante la cual el modesto ejército macedonio deberá imponer su supremacía: en suma, frente a un adversario superior, al menos en número, Alejandro demostrará una inteligencia superlativa. Está claro que se trata de un duelo entre dos figuras más que de un enfrentamiento entre dos ejércitos.

Para acentuar el carácter personal de ese combate, la dimensión psicológica de esa guerra alcanza su culmen cuando los soldados macedonios capturan a la madre, la esposa y los hijos de Darío después del primer choque entre ambos. Abatido y consternado por ese hecho trágico del que es responsable –como confiaba en su superioridad llevó a su familia con él al campo de batalla–, Darío negociará con todas sus fuerzas su liberación. Pero será en vano: Alejandro ha  comprendido que contar con esos rehenes le permite jugar con su adversario y obligarlo a librar combate de acuerdo con sus propias reglas. Darío ha caído en la trampa y no tendrá más remedio que luchar contra Alejandro de frente, cuando en realidad una estrategia indirecta y defensiva le hubiera permitido, quizá, desgastar a su rival a punto tal de obligarlo a retroceder: ¿acaso no fue así como, un poco más tarde, Roma logró contener el implacable avance de Aníbal y, a fin de cuentas, derrotarlo?

 

Evolución de las relaciones de fuerza

La historia antigua, es decir, la escrita por griegos y romanos, ha modificado en cierta medida nuestro imaginario geoestratégico en lo que respecta a la realidad de la época. Así pues, las victorias sucesivas de los griegos sobre los persas –Maratón (490 a. C.), Salamina (480 a. C.), Platea (479 a. C.)– e incluso sus derrotas–Termópilas (480 a. C.), la retirada de los diez mil (401 a. C.)– forjan la imagen de una Grecia heroica y valiente, capaz de competir contra ejércitos persas, que habían sido derrotados por los hoplitas helenos, e incluso de superarlos. Si bien es cierto que esas victorias constituyeron auténticas hazañas, lo que para los griegos era una amenaza existencial, como se la llama hoy en día, para los persas no eran más que contiendas secundarias en los umbrales de un Imperio inmenso, por lejos, el más vasto de todos los conocidos hasta entonces, pues se extendía desde el Indo, al este, hasta lo que hoy es Egipto y Bulgaria, al oeste, desde Persia, al sur, hasta Samarcanda (Macaranda) y el mar de Aral, al norte. Es verdad que los vencidos, cuando logran sobrevivir a sus derro­ tas, tienden a minimizar el impacto de sus fracasos militares. Unos cuantos siglos más tarde, eso mismo harán los árabes luego de Poitiers (732) y los otomanos después del aniquilamiento de la flota turca en Lepanto (1571).

Desde el punto de vista persa, los griegos eran unos “bárbaros” que vivían en las fronteras occidentales de la civilización. Las divisiones entre las ciudades rivales, propias del mundo griego, propiciaban la intromisión de los persas, que no vacilaban en inmiscuirse en las luchas interhelénicas para apoyar ora a Atenas, ora a Esparta, como harán durante la Guerra del Peloponeso. Como consecuencia de esas relaciones complejas y a menudo es­ trechas entre los dos pueblos, los griegos, que sentían una enorme fascinación por la civilización persa, participaban como auxiliares en diversas campañas militares, incluso en combates entre persas y griegos. En el enfrentamiento entre Darío y Alejandro, algunos mercenarios griegos pelearán junto a los persas.

Sin embargo, después de que Jerjes saqueó Atenas (480 a. C.) y destruyó el Partenón, los griegos alimentaron hacia ese vecino omnipotente un fuerte resentimiento, que Filipo de Macedonia, el padre de Alejandro, había sabido explotar para convencer a los pueblos helénicos de sumarse a su plan de invadir Asia Menor. Pero, como más tarde los jinetes de las estepas con respecto a China, Alejandro se sentía irresistiblemente subyugado por el brillo de la más sublime de las civilizaciones y deseaba fervientemente hacerla suya. Era imposible que Persia no lo atrajera. A decir verdad, el aqueménida constituía el primer imperio verdadero de la historia. Ciro el Grande lo había fundado en el siglo vi y, más tarde, sus ilustres herederos, Cambises, Darío I (el Grande) y Jerjes, lo habían desarrollado y fortalecido. Por aquel entonces, era un sólido espacio político, económico y social. Los persas eran un pueblo formado sobre todo por medos y partos. Habían reemplazado a los primeros, mientras que, más tarde, los partos se encargarían de reconstruir los restos del Imperio alejandrino des­ membrado. El persa era un imperio centralizado, aunque se fundaba en un sistema federal subdividido en unas veinte regiones relativamente autónomas, las satrapías. Contaba con una excelente red de rutas, como también con un sistema administrativo y una infraestructura de avanzada. En lo fiscal, era eficiente y había sabido montar un poderoso sistema militar: poseía el ejército más importante de la época y una flota que, sin ser extraordinaria, imponía respeto.

Durante el período posterior a la violenta muerte de Jerjes, se sucedieron peleas intestinas y luchas de poder, que, supuestamente, debilitaron el Imperio. Al menos, eso es lo que nos contaron los historiadores griegos y romanos. Sin embargo, la fortaleza con la que, a pesar de todo, los persas resistieron el avance de Alejandro hace sospechar que la sólida estructura imperial había superado esos problemas. En todo caso, la llegada al poder de Darío III en el año 336 a. C. pareció insuflar nuevas energías a los aqueménidas y mayor estabilidad al Imperio. Sin embargo, mientras Darío accedía al trono, Filipo de Macedonia revelaba su plan de invadir Asia Menor, un preludio a la ofensiva que más tarde emprendería Alejandro.

 

Dos hombres, dos ejércitos

Cuando asumió el poder a los cuarenta y cinco años, el nuevo rey de reyes era un hombre experimentado, que ya había gobernado la satrapía de Armenia. Antes de adoptar el nombre de Darío era Artaxata y había llegado al poder después de que el visir, un eunuco llamado Bagoas, envenenó a sus dos antecesores. También lo había intentado con él, utilizando el mismo método, pero, con habilidad, Darío había logrado desbaratar el plan a tiempo.

Así pues, Alejandro debería enfrentar a un hombre mucho mayor que él. Ambos poseían las virtudes y los defectos propios de los hombres de su edad. Alejandro era temperamental; Darío, prudente. El griego era altivo e impetuoso; el persa, indeciso e inseguro. En combate, Alejandro evaluaba la situación en un abrir y cerrar de ojos y obraba en consecuencia a la velocidad del rayo. Sus decisiones, hasta las más osadas, acababan siendo casi siem­ pre sensatas. Darío era un as para la logística y la táctica, y para comprender las relaciones de fuerza. Pero permanecía apegado a sus planes y, en la contienda, le costaba adaptarse a las circunstancias. Darío era calculador, rígido y distante; Alejandro, apasionado, vivaz e ingenioso. Alejandro, que luchaba a caballo entre los suyos, se mezclaba con la masa. Sus hombres lo adoraban, sobre todo en los primeros tiempos. Darío, que peleaba alejado, sobre su carro, parecía inaccesible. Uno, con los músculos talla­ dos y el cabello al viento, derrochaba fortaleza y salud. El otro, alto, enjuto y barbudo, infundía temor y respeto. Uno irradiaba una maravillosa alegría fisiológica, el otro hacía la guerra como quien juega al ajedrez.

Darío había heredado un imperio que, sin estar en plena decadencia, se había estancado hacía un buen tiempo. En cambio, después de la muerte de su padre, Alejandro se hallaba al frente de una superpotencia en desarrollo. Aunque era más joven que su adversario, en pocos años Alejandro había cosechado una expe­ riencia personal, política y militar mucho más rica que la de Darío, quien, por su parte, se había dedicado casi en exclusiva a la ges­ tión de su satrapía. Alejandro había recibido una educación rigurosa, tanto en lo filosófico como en lo militar. Su preceptor, Aristóteles, le había inculcado, entre otras cosas, su propia fascinación teñida de odio hacia los persas. Así, al morir su padre, decidió tomar medidas severas para consolidar su poder. Después de eliminar físicamente a todos sus potenciales adversarios, desplegó una feroz energía para sumar a Grecia a su causa. Luego, debió emprender una difícil campaña en los Balcanes y enfrentar a una guerrilla tenaz, incluso antes de cruzar el Helesponto.

Los dos hombres habían heredado una imponente maqui­naria de guerra. Los ejércitos persas, como más tarde los cartagineses, estaban formados por un mosaico de combatientes que provenían de diversos horizontes y representaban culturas estratégicas sumamente diversas. Entre ellos había hoplitas griegos, especialistas en combate de infantería, y excelentes tropas montadas, ligeras y pesadas al mismo tiempo, algunas de las cuales eran fruto de ese fabuloso semillero que fue durante tantos años la estepa de Asia Central. Cada satrapía proveía sus contingentes, así como el financiamiento destinado al esfuerzo de guerra. La vasta extensión del Imperio y su densidad demográfica y económica permitían reunir unas fuerzas extraordinarias, tanto en cantidad como en calidad. Sin embargo, esa máquina presentaba ciertas debilidades. Como en todos los ejércitos de esta naturaleza, la eficiencia de las tropas dependía de la calidad del mando supremo: las persas solían desperdiciar recursos con facilidad cuando las circunstancias no les resultaban favorables. En aquella época, y a medida que el Imperio fue transitando algunas vicisitudes, las huestes habían perdido agresividad. Como todos los ejércitos que ya habían dejado atrás su edad de oro, estos tampoco habían evolucionado demasiado con el correr del tiempo y algunos de sus atavismos tácticos acabarían resultando fatales a la hora de enfrentarse a las tropas macedonias. Sin embargo, el ejército persa estaba compuesto por un núcleo duro de 10.000 hombres, que eran su élite: los “Inmortales”, llamados así porque cada soldado perdido era reemplazado en el acto. Mil de ellos pertenecían a la guardia privada del rey de reyes. Esa verdadera institución del Irán antiguo y del moderno, que se perpetuó bajo diversas formas hasta la Revolución iraní de 1979, le aportaba el equilibrio que necesitaba para encuadrar y controlar al resto de las tropas.

El ejército aqueménida representaba el pináculo del arte mili­tar de comienzos del siglo iv a. C., pero el macedonio estaba a punto de revolucionar el panorama estratégico. Filipo de Macedonia había impulsado esa revolución que le venía de maravillas a Alejandro. Sus reformas afectaban en todos los niveles la escala estratégica: la gran estrategia, la estrategia, la táctica, la técnica, la logística. Al poner a su joven Estado al servicio de la guerra se procuró los medios que lo ayudarían a crear un gran ejército con una infraestructura acorde con sus ambiciones. Antes de su asunción, el reino de Macedonia era una potencia de segundo orden. Los griegos consideraban a sus habitantes semibárbaros. Por su posición geoestratégica, era vulnerable a las invasiones y, hasta entonces, ningún soberano había logrado elevarla al nivel de las grandes polis griegas. Las reformas administrativas, económicas y militares de Filipo permitieron, en primer lugar, que Macedonia pudiera defenderse de las amenazas exteriores, luego desafiar el poderío de Tebas y de Atenas, y, por último, imponer su hegemonía en el mundo helénico.

Utilizando su estrategia en los Estados griegos, que combi­naba persuasión, disuasión y coerción, pronto estableció la base geoestratégica que le permitiría proyectarse más allá de las fronteras griegas. Su muerte interrumpió esa labor, que más tarde retomó con entusiasmo su hijo, una vez consolidado en el poder. En especial, Filipo había introducido ciertas modificaciones técnicas y tácticas a sus ejércitos, cuyos efectos se multiplicaban en forma exponencial. En el plano de la logística, impulsó, como luego Napoleón, el avituallamiento en el terreno e incluso llegó a prohibir los almacenes: los soldados contaban con raciones para treinta días en su impedimenta. Tampoco se permitía la presencia de las familias y cada jinete podía disponer de un solo criado. Así pues, sus ejércitos lograban desplazarse a una velocidad inusitada hasta ese momento, que sorprendió a más de un desprevenido adversario.

En el plano táctico y técnico, la principal innovación de Filipo fue el alargamiento de la pica, el arma básica del soldado griego. La lanza tradicional medía unos dos metros y medio y pesaba menos de dos kilos. La sarisa macedonia, seis metros y siete kilos. El soldado, que ahora se protegía con un pequeño escudo, debía sostenerla con las dos manos. Así, dispuestos en orden profundo, los soldados respondían mejor a una carga enemiga y, más separados, podían desplazarse reduciendo el riesgo de que sus filas se desbandaran, como sucedía con los hoplitas tradicionales, armados con lanzas cortas. Esto mejoraba la capacidad de la falange macedonia, que era como se llamaba a esas formaciones, para defender y avanzar. La sinergia de los falangistas y la solidez de las filas permitían al comandante en jefe y a sus generales ordenar cambios tácticos rápidos, dado que las tropas podían moverse en una dirección y luego en otra según exigieran las circunstancias. Si la falange macedonia era el pilar de ese ejército, la caballería pesada era su arma secreta. Estaba compuesta por una élite de aristócratas devotos de Alejandro, los Compañeros, al mando de la cual se hallaba el joven soberano en persona, y era la encargada de definir la estrategia que se seguiría una vez que la falange le hubiera allanado el camino para alterar la marcha de los combates. Las tropas auxiliares, entre las que se hallaban los honderos, los lanzadores de venablos (armas de enorme calidad, hechas en madera de cornejo), los arqueros y la caballería ligera, hostigaban al enemigo y preparaban el terreno para los falangistas y los Compañeros. Junto a los falangistas, la infantería ligera clásica conformada por hipaspistas solía atacar después de las cargas de la caballería. En sentido opuesto a lo que era habitual en la época, la caballería macedonia arremetía directamente contra la infantería enemiga, en vez de intentar rodearla para obligarla a cambiar su movimiento. Las ciudades griegas fueron incapaces de frenar a ese ejército nuevo, concebido para aniquilar y ya no para defender un territorio y preservar las estructuras del Estado, como era el caso de los ejércitos helenos.

Mientras fue prisionero de los tebanos, Filipo de Macedonia estudió el arte de la guerra de Epaminondas, el mejor de sus ca­ pitanes, cuya falange oblicua había sido, en su momento, revolucionaria. Influenciado por su padre, Alejandro aplicará con éxito los preceptos del general tebano. De esta manera, los persas se encontrarán frente a otro ejército, con técnicas y tácticas distintas de aquellas a las que estaban acostumbrados. Además, nunca habían estado a la defensiva ante los griegos. Pero la expedición de Jenofonte y de sus diez mil hombres al corazón del Imperio persa, experiencia que relata en su Anábasis, era prueba suficiente de que un ejército griego podía sobrevivir en ese medio ajeno y hostil. Es muy probable que Aristóteles, quien como bien sabemos adoraba a Jenofonte, haya inculcado en su protegido las lecciones que podían extraerse de ese relato de guerra que dejó huella en la memoria colectiva. Jenofonte también escribió La Ciropedia, un libro sobre Ciro el Grande, al que describía como el ideal de un gran soberano. Tal vez fueron esas páginas las que despertaron la fascinación de Alejandro por ese Imperio en el que se sumirá hasta perderse en cuerpo y alma.

 

Duelo a distancia: la batalla del Gránico

Convencido como estaba de su superioridad, Darío no se preocupó demasiado cuando supo que las huestes macedonias se acercaban a las puertas de su Imperio. Al enterarse de que un hombre veinticinco años más joven que él conducía las tropas, creyó que ese aristócrata de medio pelo, surgido de unas recónditas tierras, tropezaría inevitablemente con las primeras fuerzas que enviarían a su encuentro y lo mandarían de vuelta a su casa. Para él, el asunto no revestía la menor importancia, por lo que ni siquiera valía la pena ir en persona. Es más, ¿por qué razón el rey de reyes, orgulloso heredero de Ciro y de Darío, amo y señor del mayor Imperio jamás conocido, le haría semejante honor a ese adolescente al mando de un ejército diez veces inferior al suyo?

El autor anónimo (Pseudo­Calístenes) de la biografía novelada de Alejandro, Vida y hazañas de Alejandro de Macedonia (siglo i), logró transmitir la infinita arrogancia del emperador en este men­ saje que –se supone– Darío le envió a Alejandro:

Darío, Rey de reyes y consanguíneo de los dioses, escribe a Alejandro, su vasallo. Aunque estás dotado de un carácter exce­ lente, piensa, ¡oh, muchacho!, en tus años delicados y todavía en crecimiento. De un árbol que todavía no ha madurado no se pueden recolectar los frutos. Despréndete de la indumentaria guerrera de la que, en tu temeridad, te has revestido y vuelve al regazo de tu honesta madre. Yo, por mi parte, te he enviado obsequios que están más en consonancia con tu edad: unas correas, una pelota redonda y unas cajas de caudales para que puedas sufragar los gastos de tus acompañantes y sirvan de lenitivo y alivio del regreso. Ahora bien, si lo que atormenta tu pecho es una locura tan grande que prefieres la discordia a la paz y el enemigo al amigo, lo que te enviaré será no unos caballeros sino unos súbditos rabiosos que, después de apoderarse de ti y azotarte, te sometan a duros castigos y te encierren en una perenne oscuridad.

El primer enfrentamiento tuvo lugar poco tiempo después de que las tropas macedonias atravesaran el Helesponto (334 a. C.). La batalla del Gránico, como se la conoce, lleva el nombre del río que cruza el escenario del combate (cerca de la actual Biga, en Turquía, en la provincia de Çanakkale) y es, para Darío, un duelo a distancia, porque decide no participar en la contienda. Allí, Alejandro estuvo a punto de perder la vida: el asunto se hubiera resuelto así, tal vez para siempre y de acuerdo con los pronósticos del rey de reyes, pero era un hecho que los dioses protegían al griego…

Desoyendo los sabios consejos de su entorno, el rey de Macedonia opta por atacar al ejército persa que conduce el mercenario griego Memnón de Rodas y lanza una ofensiva en cuanto pisa el campo de batalla. Las tropas enemigas se encuentran al otro lado del río, por lo que la decisión parece arriesgada, y lo es. Sin embargo, el adversario está mal posicionado, por lo que no podrá aprovechar la ventaja topográfica que posee de facto. A pesar de las dificultades propias de la operación, Alejandro logra que su caballería y luego sus soldados atraviesen el río, y se dirige en persona hacia el ala izquierda de la formación persa, donde se encuentra el comandante. Es entonces cuando Roesaces, uno de los jefes aqueménidas, le asesta con su espada un golpe en la cabeza, que le vuela el casco, pero no lo hiere de muerte. Instantes después aparece otro hombre, Espitídatres, que también blande su acero ante el rostro de Alejandro. Pero cuando la hoja está a punto de lograr su cometido –y el golpe puede ser fatal– un hombre del joven conquistador, Clito, se lanza sobre el atacante y le corta el brazo, a tiempo para que la hoja se desvíe y falle, según la versión de Arriano, considerada la más fiable de todas las que propusieron los historiadores clásicos sobre Alejandro. La de Plutarco es un tanto distinta e invierte los roles de los dos generales persas. Alejandro, imperturbable, continúa combatiendo y muy pronto los persas se ven desbordados.

En esa primera batalla, que no fue un duelo propiamente dicho, vence el atacante. Pero como habían sido 15.000 los efectivos persas, de los cuales 5000 eran mercenarios griegos, que habían luchado contra un ejército de 40.000 hombres, Darío podía suponer que no había utilizado todos los recursos necesarios para responder a la ofensiva. El rey de reyes aprenderá del error y, a partir de ese momento, se dedicará a reunir un ejército a la altura de las circunstancias, que comandará en persona.

 

El primer encuentro cara a cara: Issos

Mientras tanto, Alejandro aprovechará esa victoria para avanzar hacia el sur sobre el litoral mediterráneo con el fin de neutralizar a la poderosa flota persa. Para ello, dado que no dispone de una marina con la que pueda competir con su adversario, asedia los puertos estratégicos de los persas, como Halicarnaso, Tiro y Gaza, estos últimos dos después de la segunda confrontación con el ejército persa y el primer contacto directo con Darío en Issos (noviembre de 333 a. C.). Los macedonios eran expertos en el arte de sitiar gracias a la experiencia que habían adquirido combatiendo contra las polis griegas, así como en las batallas campales y en la guerrilla. Por su parte, Darío ha reunido un importante ejército y de­ sea acabar de una vez por todas con Alejandro. El griego, víctima de un virus, permanece recluido en Cilicia, a la espera de que su salud mejore. Cuando Darío se entera de que está enfermo, lanza a su ejército contra el enemigo, pero a sus tropas, que no se des­ tacan por su movilidad, les cuesta avanzar y les lleva cinco días atravesar el Éufrates. Entonces, Alejandro, ya recuperado, vuelve al combate. Los dos hombres se encuentran en Issos, donde el griego ha establecido su campamento en un desfiladero. Darío tiene prisa por acabar con el asunto, porque el invierno se acerca y no quiere verse obligado a enviar a sus tropas de regreso a sus lejanas provincias, para tener que volver a convocarlas al llegar la primavera. Entonces, decide enfrentar al enemigo a pesar de que la topografía le es completamente adversa.

Los 40.000 hombres de Alejandro pelean contra los 150.000 persas y afiliados. Los separa un curso de agua, el Pinarus. Darío tiene previsto lanzar su caballería contra la falange macedonia, a la que considera la clave de la batalla. Quiere frenar el ala izquierda del enemigo para atacar el centro por el costado y la retaguardia. Por su parte, ya en el campo de batalla, Alejandro descubre inmediatamente la estrategia de su rival y organiza a sus tropas en consecuencia. Confía en la capacidad de Parmenión, su segundo, para frenar la ofensiva aqueménida contra su flanco y opta por una estrategia idéntica a la del adversario. Como la falange para Darío, su objetivo principal es desarticular el centro del dispositivo persa. Antes de entrar en combate, Alejandro se dirige a sus soldados. Así lo evoca Quinto Curcio:

Les recuerda las batallas de los persas en suelo griego, la insolen­ cia de Darío y luego la de Jerjes, dispuestos a conquistar el agua y la tierra para impedirles beber de sus fuentes o alimentarse según sus costumbres cuando fueran vencidos. Dos veces, evoca, habían destruido y quemado sus templos, tomado sus ciudades por asalto, desafiado todos los principios de la justicia divina y humana.

Como en el Gránico, desde el comienzo de las hostilidades, Alejandro se lanza con sus Compañeros y la caballería tesalia sobre el ala izquierda del rival, cerca de Darío, que conduce a sus hombres desde su carro. Al mismo tiempo, la caballería persa embiste a Parmenión, que a duras penas puede contrarrestar la ofensiva, mientras la falange, sorprendida por el embate de los Compañeros, es desplazada, luego fragmentada, y queda a merced de un ataque rival. Es un momento clave: los macedonios parecen estar acabados. Sin embargo, en el cuerpo a cuerpo, los falangistas resisten estoicamente ante los mercenarios griegos: conocen su técnica de combate y saben que son inferiores. Entonces, cuan­ do la caballería aqueménida comienza a replegarse, Alejandro se acerca a Darío, que se encuentra preso en su carro y no puede avanzar ni retroceder, pues sus caballos fueron acribillados a lanzadas. A pesar de que Oxatres, su hermano, y un grupo de hombres lo protegen con enorme valentía, no logran evitar que Alejandro, aun herido en una pierna, recorra los pocos metros que lo separan del rey de reyes. Los dos rivales están frente a frente por primera vez. ¿Cuál habrá sido su primera impresión? Los acontecimientos se precipitan y no hay tiempo para pensar. Haciendo equilibrio sobre su carro a medias destrozado, Darío salta sobre un caballo cuando el enemigo se arroja sobre él. In extremis, consigue escapar después de haber tomado la precaución de deshacerse de todos los signos por los que pudieran identificarlo. Al huir el rey, las filas persas se desbandan. En medio del pánico generalizado, miles de hombres morirán. Veinte mil mercenarios griegos acaban siendo asesinados, y unos 100.000 persas también.

 

Final del juego: Gaugamela

El ejército persa está aniquilado. Y el destino de Darío parece sellado. Poco tiempo después, capturan a su familia, situación que traerá aparejado un pulso diplomático entre los dos protagonistas. Durante este período que se extiende casi dos años, Darío ofrece a Alejandro territorios y dinero. Pero es en vano. El griego solo quiere una cosa: completar la conquista del Imperio persa. Mientras que Alejandro consolida sus posesiones, Darío desespera. Con todo, el desaliento pronto cede paso a una saña vengativa que parece redoblar sus energías.

Para gran sorpresa de Alejandro, reúne un ejército más nutrido que el anterior, a pesar de las enormes bajas sufridas en Issos. Dice Quinto Curcio: “Cuando le dijeron a Alejandro que, contra todo pronóstico, Darío había sumado más soldados a sus huestes después de haber perdido tantos miles de hombres, no podía creer que fuera verdad”. En ese sentido, el persa tiene sus recursos. Hace construir carros especiales provistos con picas, varas de hierro y, sobre todo, cuchillas en las ruedas. Suministra a sus soldados lanzas largas inspiradas en la sarisa. Esta vez, elige el campo de batalla: una inmensa planicie en la que su caballería y sus carros falcados podrían explotar todo su potencial. Ante su último intento de negociación, Alejandro responde: “La guerra decidirá nuestras respectivas fronteras. Cada uno de nosotros tendrá la parte que la suerte le atribuya en los días que están por venir”.

Será en Gaugamela, entre Erbil y Mosul, donde tendrá lugar la batalla decisiva que pondrá fin a la gloriosa historia de los aqueménidas y elevará a Alejandro al rango de dios. Esta vez, Darío tiene todas las de ganar. Cuenta con más soldados aún que en Issos: 250.000 hombres, la mayoría de ellos jinetes, contra los 47.000 de Alejandro, de los que solo 7000 son jinetes. Luchará en un terreno que, en teoría, le es favorable y posee un arma secreta: sus carros falcados. Además, cuenta con algunos elefantes de combate y hasta ha hecho plantar picas de hierro en el suelo para frenar a la caballería macedonia.

Frente al inmenso ejército que se despliega ante sus ojos, los macedonios se angustian. La visión de ese ancho mar de hombres, caballos, elefantes y máquinas de guerra que cubre la extensa planicie de Gaugamela impacta incluso a Alejandro, quien, por un momento, parece vacilar: ¿y si esta vez ha sobrevalorado sus fuerzas? Preocupado, Parmenión le sugiere atacar al enemigo por la noche, pero Alejandro se niega, pues no lo considera un táctica digna de su persona. La víspera de la batalla, el conquistador parece terriblemente nervioso. Permanece despierto hasta tarde, repasa una y otra vez su plan antes de sumirse en un profundo sopor, del que a sus hombres les cuesta arrancarlo. Aunque, ya en pie, parece revitalizado.

Esta vez, Darío pretende cercar al enemigo. En cuanto observa la disposición de sus tropas, Alejandro descubre sus intenciones. Entonces, sitúa a sus huestes en orden oblicuo, siguiendo el ejemplo de Epaminondas: su caballería se encuentra en el extremo del dispositivo sobre el ala derecha. La visión de esos dos ejércitos asimétricos envalentona a Darío. Su adversario parece minúsculo ante sus decenas de miles de soldados a caballo, sus carros que brillan como el oro, con sus cuchillas mortales y sus mastodontes atiborrados de alcohol, lo que los vuelve agresivos. Está seguro de su superioridad y mantiene su formación, aun cuando el enemigo elige el orden oblicuo. Sabe que hay mucho en juego y les dice a sus hombres: “Debemos luchar no ya por la gloria, sino por nues­ tra vida y por algo más preciado que la vida, nuestra libertad. Este día consolidará al Imperio más poderoso de todos los tiempos o sellará su fin”.

Una vez más, los dos ejércitos no tardan en entrar en combate. Las huestes macedonias se deshacen de las picas de hierro clavadas en el suelo y, luego, ponen en marcha una maniobra imbatible para neutralizar los carros falcados: los falangistas hieren a los caballos por los costados con la sarisa antes de echarse desde atrás sobre los conductores. La carga de los elefantes no tiene los efectos esperados. Siguiendo con su plan, Alejandro avanza con sus Compañeros, pero, esta vez, gracias a la formación oblicua, la falange es impenetrable. Darío envía a sus jinetes hacia la derecha y hacia la izquierda para rodear al enemigo, pero, en el flanco izquierdo, donde él se encuentra, se abre una brecha en su caballería, por la que el adversario penetrará. Es el culmen de la batalla. En lo que dura un instante, Alejandro divide al ejército persa en dos. De pronto, divisa a Darío sobre su carro. Al igual que en Issos, el rey de reyes se encuentra atascado en medio de un amasijo de cadáveres, hombres y caballos. Su rival se encuentra a pocos metros, dispuesto a lanzarse sobre él. Pero en ese momento, un mensajero lo desvía de su propósito al anunciarle que, en el ala izquierda macedonia, Parmenión está perdiendo terreno de un modo alarmante. Alejandro duda. Ve a Darío allí, a su alcance. Es justo en ese momento cuando su genio se manifiesta: en lugar de arriesgarlo todo, decide dar media vuelta y arrastra consigo a sus Compañeros para salvar a su lugarteniente. Abandona a Darío, que sigue debatiéndose sobre su carro.

Así, Alejandro logra frenar la ofensiva persa y, con su maniobra, vence al enemigo. Darío consigue librarse del cerco fatal y huye, como en Issos. Pero esta vez el ave fénix no renacerá de sus cenizas. Poco tiempo después, uno de sus generales lo traiciona y acaba siendo asesinado sin haber podido reunirse con su familia. Con él, muere la dinastía de los aqueménidas. Alejandro se adueña de su Imperio, pero no modifica las fronteras. Continúa su aventura en India y, recién entonces, su entorno logra convencer­ lo de atemperar su ímpetu conquistador. Muere en 324 a. C., a los treinta y tres años. A esa edad, Darío aún no había asumido como emperador. Nunca le perdonará a Parmenión haberle impedido atrapar a su presa.

Con la muerte de Alejandro, se desmiembra el inmenso aunque frágil Imperio que había construido: sus generales más poderosos se atribuían una parte del territorio, que se dividió en tres: la Macedonia antigónida, el Asia seléucida y el Egipto lágida. La fragmentación precedió a la inexorable descomposición de cada uno de los tres imperios residuales. El Imperio persa renace en el siglo iii con el fundador de la dinastía sasánida, Ardashir, quien invoca a sus gloriosos antepasados: Ciro el Grande, Darío el Grande y Jerjes. De más está decir que la figura de Darío III, símbolo de la abrupta caída del primer Imperio, es condenada al descrédito. Lo mismo hacen los iraníes hasta el día de hoy con el “Maldito Alejandro”.

Pero Darío tiene sus méritos. ¿Acaso algún hombre podría haber detenido a Alejandro? Y sin ese adversario tenaz y organi­ zado a pesar de todo, sin la energía denodada que desplegó para frenar al invasor y salvar su Imperio, tal vez Alejandro no hubiera alcanzado la cima de la gloria, ni se hubiera convertido en el más extraordinario de todos los comandantes y en una de las figuras más descollantes de la historia de la humanidad. Pero así como el duelo es un acto sublime para uno de ellos, para el otro es una tragedia. Y nada transmite mejor el penoso destino de aquel que ha caído en desgracia que aquella tremenda frase que, unos años antes, había pronunciado el galo Breno durante el atroz saqueo de Roma (390 a. C.): “¡Ay de los vencidos!”.

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