emiliana lilloy

La desigualdad de género: un problema económico

Como la pobreza en Argentina, el problema de la desigualdad de género y su último lastre, la violencia, no podrá resolverse hasta que no disolvamos las estructuras que la sustentan.

domingo, 22 de septiembre de 2019 · 10:26 hs

En las elecciones de 1992 en Estados Unidos, con una aceptación popular récord que alcanzaba a casi el 90% de la población, Bush (padre) parecía ser el gran ganador. Para contrarrestar la popularidad de Bush, su contrincante Bill Clinton centró su campaña en tres ejes fundamentales. Uno de ellos consistía en enfocarse sobre cuestiones relacionadas con la vida cotidiana de los/as ciudadanos/as y sus necesidades más inmediatas. Esta idea central fue resumida por su estratega de campaña James Carville con la frase: La economía, estúpido.

Y es que ningún candidato/a que ose acceder al poder o mantenerse en él puede obviar o dejar de lado este aspecto. No importa los logros que ostente o las promesas que haga, la economía es la que manda a la hora de votar a uno u otro candidato/a. Esto no es una cosa menor, ya que la manera en que organicemos nuestra economía determinará las bases de nuestra organización social: producirá igualdad o desigualdad entre la ciudadanía, y como consecuencia directa, armonía social o violencia.

Pero ¿de qué hablamos cuando hablamos de economía? Hablar de economía es hablar de la forma en que nos organizamos para la producción de bienes y servicios que necesitamos (o creemos necesitar), es determinar quién va a realizar qué trabajo para obtenerlos, cuánto pagaremos o no por ese trabajo (salarios o trabajo gratuito) quiénes gozarán o accederán a los bienes y servicios producidos (destinatarios/as o consumidores/as) y finalmente, quién obtendrá los excedentes o ganancias de esa actividad económica.

Dicho esto, pensemos cómo está organizada la economía en nuestras sociedades capitalistas y por qué la desigualdad de género es un problema de la economía.

Sabemos que para vivir y construir nuestras familias necesitamos de los cuidados (en la infancia, adultez, y vejez), afecto, alimentarnos diariamente (gestión de compras, cocinar, lavar etc.), dormir, mantener la limpieza de nuestros hogares, asistir a consultas médicas o sanitarias, etc. A todas estas actividades, la economía feminista las llama “trabajo reproductivo”. Este trabajo, sin perjuicio de ser fundamental para nuestra subsistencia carece de valor económico y no forma parte del PBI de los países.

La pregunta surge de inmediato: ¿cómo logra nuestra sociedad obtener los beneficios de este trabajo sin contraprestación alguna? o dicho de otra manera ¿cómo logra favorecerse del trabajo esclavo en pleno siglo 21?

Estas actividades gratuitas y por lo tanto carentes de valoración social, han sido y son asignadas a las mujeres bajo el argumento de que las mismas les corresponden por naturaleza o que deben hacerse como consecuencia de la abnegación o amor incondicional (características que también parecieran ser naturales u otorgadas por algún designio divino)

Por otro lado, existe el trabajo productivo cuya característica fundamental es que se paga por él y por lo tanto lleva consigo la consecuente valoración social. Este es el trabajo que ha sido y es asignado a los varones como “proveedores del hogar” y la asignación del mismo también encuentra justificaciones tan descabelladas como las usadas para la asignación de los trabajos reproductivos a las mujeres: que así fue en la época de las cavernas o que es así porque los varones tienen más fuerza física etc.

Lo cierto es que la organización económica de nuestras sociedades no tiene ninguna razón natural o divina, sino que responde a una cuestión netamente ideológica vinculada al mantenimiento y acumulación del poder y el dinero en manos de un grupo social, esto es, los varones. A esta forma de organización económica, la economía feminista la llama la división sexual del trabajo, y es ella la que en última instancia genera la desigualdad que hoy conocemos.

Ahora bien, alguien podrá decir que hoy en día somos iguales, que las mujeres podemos acceder al trabajo reproductivo y obtener beneficios económicos, y que incluso hoy se está dando el fenómeno de que las mujeres estamos accediendo masivamente a carreras universitarias “duras” que son aquellas que en su ejercicio son mejores pagas y dan prestigio social. Y esto es cierto, desde que se abrió la compuerta legal, pese a los estereotipos que aún nos condicionan, las mujeres nos estamos volcando hacia estudios y trabajos que fueron considerados históricamente “masculinos”. Sin embargo, ¿existe ese vuelco masivo de los varones hacia los trabajos reproductivos? No. Y si esto es así, ¿quién se encargará de ellos?

La respuesta es bastante evidente. A este fenómeno, la economía feminista lo llama “la doble jornada”. Es decir, las mujeres podemos acceder a los trabajos productivos pero no en las mismas condiciones que los varones, ya que al volver al hogar los trabajos de cuidado siguen ahí, sin que esa responsabilidad sea verdaderamente compartida.

Finalmente, a esta desventaja cabe sumarle otra quizás más limitante en cuanto al acceso a las mismas oportunidades. Si bien hoy existen supuestas condiciones de igualdad para acceder a buenos sueldos o cargos de poder por parte de las mujeres, lo cierto es que no tenemos los mismos puntos de partida. Esto porque a través de la asignación de tareas en forma gratuita (empobrecimiento) de las restricciones legales (no poder administrar nuestros bienes, heredar etc.) los estereotipos de género (no poder realizar ciertas actividades “masculinas”), fuimos y somos alejadas del poder y del dinero que hoy ostentan ampliamente los hombres. Para su comprobación, basta entrar en el salón de “Los Gobernadores” de nuestra legislatura y observar con bastante amargura que en los cuadros con la foto de nuestros líderes no hay siquiera una mujer.

Es pecar de inocente creer que podemos disputar en igualdad de condiciones con los hombres el poder y el dinero, que ha sido transferido y negociado históricamente entre ellos. No sólo no gozamos de elementos de negociación genuinos (dinero y poder propio, sino que proviene de nuestros padres, hermanos, esposos o padrinos) salvo escasas excepciones, sino que los mecanismos de transferencia del mismo no son iguales para las mujeres, y suceden en un mundo netamente masculinizado y desconocido para nosotras.

Así planteadas las cosas, disolver estas estructuras y otras que sostienen la desigualdad entre hombres y mujeres no es ni será fácil. Pero para lograrlo, el primer paso es visibilizarlas, reconocerlas aunque nos duela o cueste, porque sólo así articularemos de manera inteligente herramientas para lograr una sociedad más igualitaria y democrática.

Es la economía, estúpido. Es nuestra organización familiar, económica y los sistemas de valores que la sustentan lo que tenemos que cambiar o transformar para lograr una sociedad más justa. De lo contrario, las mujeres seguiremos siendo consideradas objetos sexuales o animales domésticos, no podremos alejarnos de la violencia por falta de recursos económicos, no seremos valoradas en un mundo que sólo festeja el poder y el trabajo productivo, caeremos en la trampa del amor romántico olvidando nuestros objetivos personales, seguiremos regalando nuestro tiempo bajo el disfraz del amor incondicional, y mantendremos un papel o rol secundario en la arena pública que nos condena a seguir perpetuando la desigualdad y la violencia.

Es la economía: es nuestra organización cotidiana y necesidades básicas. Es la riqueza y la posibilidad de obtenerla. Es el poder equilibrado para evitar abusos y jerarquías. Es la economía.

  • Directora de la Diplomatura en Género e Igualdad.

  • Vicepresidenta de la Comisión de Género del Colegio de Abogados de Mendoza.