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¿Grande, pa? Alberto y las mutaciones del ritual peronista

Más que por una doctrina política con cohesión, en recientes décadas el peronismo conquistó su permanencia en el poder a puro motor de ritualización. De Menem al actual presidente, resulta casi imposible encontrar el ADN de una mística tan cambiante, que aparentemente solo tiene un rasgo en común.

Laureano Manson
Laureano Manson domingo, 24 de mayo de 2020 · 17:22 hs
¿Grande, pa? Alberto y las mutaciones del ritual peronista
Alberto Fernández

En tiempos de pandemia, el presidente Alberto Fernández ha logrado un consenso social y político con pocos antecedentes en la historia de nuestra democracia. A su vez, ha mantenido la línea discursiva que lo llevó al poder propulsado por la actual vicepresidenta, Cristina Fernández. Ese mensaje de conciliación, a partir de la puesta en marcha de un ritual menos crispado que el de su mentora, se mantiene aparentemente intacto. De hecho, referentes muy allegados a CFK que volvieron al ruedo, han adoptado el moderado tono de Alberto, a punto tal de volverse cuasi irreconocibles. Por ejemplo, el Aníbal Fernandez actual, parece una mezcla de Lassie y lord inglés en relación al que conocimos algún tiempo atrás.

Todos los líderes mundiales han trazado una agenda política alrededor del COVID-19. En el caso de Alberto, el virus lo encontró en los primeros 120 días de su mandato, y su prioridad se orientó al resguardo sanitario y al auxilio económico de diversos sectores. Si a nivel de discurso, referentes tan negacionistas como Trump, con su diatriba de que no le dará el gusto al mundo de verlo con un barbijo, o Bolsonaro con sus enfrentamientos contra sus propios Ministros de Salud, Fernández se ha propuesto como meta que la cuarentena "dure lo que tenga que durar", con el objetivo puesto en evitar el colapso del sistema sanitario; un desafío que unos cuantos países no lograron alcanzar.

Desde el primer anuncio del aislamiento social, preventivo y obligatorio, hasta la conferencia de este sábado en la que se anunció la extensión al 7 de junio de la cuarentena, Alberto sostiene un discurso orquestado desde una matriz didáctica y paternalista. Con un tono que amalgama lo ameno y lo férreo, el presidente ha bordeado la discusión con la oposición tendiendo a evitar el estallido de la estridencia. En su propuesta dialéctica, se diferencia marcadamente de Cristina en las formas, siendo más cauto que ella a la hora de dejar tan en evidencia el concepto de cerrazón. Si la ex presidenta batió el récord de cadenas nacionales en modo mónologo sin interacción con los medios, el actual mandatario abre el juego a la conferencia de prensa tras sus anuncios, aunque a la hora de responder en varias ocasiones desvía el rumbo de las consultas, sin que exista la chance de la repregunta. De hecho, tras el reciente anuncio cuando un periodista abrió la ronda interrogando sobre la dura realidad del pequeño comerciante, Alberto amagó con sincerar la retracción de la economía desde una crisis sistémica, para luego derivar en el argumento de que gran parte la gente no sale a comprar por miedo al virus circulante. En otra oportunidad, una comunicadora le pidió al presidente un mensaje sobre los efectos anímicos de la pandemia, y aquí él lejos de anunciar algún plan que refuerce la contención psicológica de tantos afectados, optó por esgrimir que buena parte de los medios son responsables de infundir el desánimo.

Cristina y Alberto: entre la hipérbole y la construcción del ritual

Por lo que trasciende desde el círculo rojo, el gobierno nacional es mucho menos bicéfalo de lo que muchos piensan. Alberto y Cristina están alineados en lo medular, aunque cada cual representa un ritual de matices contrapuestos. Si algún sector del cristinismo anclado en la década pasada, extraña una escenificación más confrontadora con el adversario del poder, el albertismo es consciente que este país desde hace rato no está para echar más leña al fuego. Desde lo discursivo, Alberto es el producto más funcional del peronismo para esta cruda coyuntura. Mientras desde el andamiaje del poder, el presidente es consciente de que llegó al mandato con fichas prestadas, por lo cual ahora va a la conquista del territorio retomando su recorrido por las provincias, y consolidándose como catalizador del humor social.

Más allá de que se trate de una situación premeditadamente contrafáctica, ya que fue Cristina la estratega del arribo de Alberto a la presidencia, no resulta del todo impensable que si ella estuviera actualmente al frente del Ejecutivo, hubiera transformando cada anuncio de esta cuarentena en un capítulo de su amada serie Game of Thrones. Indiscutiblemente, junto a Alfonsín, ella se consolidó como la oradora más carismática de nuestra democracia, llevando su ritual a una hipérbole tan desmesurada, que terminó irritando a una considerable porción de la opinión pública por su irrefrenable despliegue de pirotecnia. Al margen de su gestión política y de una batalla con la Justicia, cuyo capítulo más reciente de cuatro horas de alegato culminó con la desafiante frase lanzada al tribunal, cara de puchero incluida: "Preguntas van a tener que contestar ustedes"; Cristina nunca se movió del discurso de que el peronismo perdió las elecciones en 2015 por el influjo del poder mediático. Desestimando la no muy favorable trastienda que se le atribuye con Scioli, lo cierto es que la gente decidió con su voto no apoyar en ese momento la continuidad peronista. Del mismo modo que en 2019, la gente más allá de cualquier influencia que se le quiera atribuir a los medios, decidió que Mauricio Macri conquiste el bochornoso récord de ser el único candidato a la presidencia que no consiguió la reelección en las últimas tres décadas; y a su vez el único mandatario ajeno al peronismo que desde Alvear logró concluir su mandato.

La épica sobre la que se montó Cristina fue tan ampulosa, que además de su auto ritualización, terminó elevando al olimpo a su compañero sentimental y político Néstor Kirchner, bautizando cuanto espacio público fuera posible con su nombre. Históricamente, es sabido que el excesivo culto a la personalidad implica el progresivo avance de un poder en desmedro de la institucionalidad del ejercicio democrático

De Carlos a Alberto: el escurridizo ADN del sentimiento peronista

Si tantas personas, adherentes o no al peronismo, han manifestado su dificultad a la hora de definir a este cuadro, es porque hablamos de un movimiento que al igual que tantos otros en el mundo ha tenido considerables mutaciones a lo largo del tiempo. Habitualmente, el militante más ferviente, apoya la causa a lo largo de décadas por una pertinencia más sentimental que de cohesión política. Después de todo, ni Macri tuvo el atisbo de un ejercicio tan neoliberalista como el de Carlos Menem

Sistemáticamente, la brújula peronista ha pendulado entre este-oeste, y en varias ocasiones ha superpuesto ambos puntos cardinales intercalando gestos de alta significancia como el de bajar un cuadro de un genocida o el de acompañar la promulgación del matrimonio igualitario; a la vez que César Milani estuvo a la cabeza del Ejército o el ex Ministro de Salud Ramón Carrillo, señalado por la comunidad judía como antisemita y homófobo, estuvo en un supuesto plan de ser la cara de un billete de $5.000 que finalmente no saldrá a la circulación.

Más allá de la adhesión sentimental de un considerable sector de la militancia, si tomamos a Menem y a CFK como contracaras de un movimiento, resulta difícil encontrar alguna conexión en común más allá de que ambos lograron hilvanar dos mandatos consecutivos. El factor carismático es vital para la perdurabilidad de una figura en escena, y en ese sentido tanto Carlos como Cristina supieron montar rituales tan atractivos como polémicos. El Don Juan riojano, con su Ferrari y sus affaires, se impuso como el prototipo del nuevo rico a gran escala. Mientras que Cristina fue por una vía más progresista en lo social, y lejos del titubeo, como primera mujer en la presidencia argentina, impregnó su puesta de arrogancia y una encendida pasión por el poder. Ella, que durante bastante tiempo se refirió a Néstor bajo la mesiánica figura de "Él", capitalizó a tal punto la hipérbole de la ritualización, que consiguió un fenómeno inédito en las últimas décadas: instalar el fervor político en la nueva generación. Cuando se creía que la adhesión partidaria era cosa de adultos ya bastante entrados en años, Cristina copó la atención del tantas veces considerado apático segmento millennial.

Frente a la falta de una doctrina con cohesión a lo largo del tiempo, el peronismo puede explicarse entonces a través de un misticismo que se asienta en el ritual y el culto a la personalidad. Desde esa perspectiva, la militancia más devota envuelve a a Cristina bajo el aura de "la jefa" y a Alberto bajo el mote de "el capitán". A diferencia de su predecesora, el actual presidente va por una ritualización más despojada, emplazándose en una figura paternalista y didáctica, que filminas mediante, retóricamente opta por referirse más a los argentinos que a la oposicón. Desde lo formal, Alberto se despega de la ampulosidad mesiánica de Cristina, y se propone como un líder que trabaja en equipo con gobernadores de cualquier cuadro político. Desde la entereza gestual, Alberto también es capaz de sentar en la mesa de anuncios de cuarentena a Horacio Rodríguez Larreta, cuando Crsitina ni siquiera aceptó hacer el traspaso público de los atributos presidenciales a Macri.

El actual presidente opta por un ritual desprovisto de grandes artificios, con la palabra puesta en el consenso y la conciliación. Eso sí, cuando llegan las preguntas, las respuestas desvían el curso del interrogante. Y ahí es cuando cuando el sentimiento peronista evidencia que formalmente podrá escuchar la opinión de diferentes credos, pero que solo cree en su propio dios.

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