Opinión
El consumo como espejo social
“El consumo no es un acto pasivo sino una práctica en el mismo sentido que la producción. Implica una serie de operaciones de orden cultural por medio de las cuales seleccionamos y consumimos los bienes. Asimismo, es un proceso al que le es inherente la producción de una significación. Es el lugar de la diferenciación y la distinción simbólica”.
Lo primero que debemos destacar es que en las ciencias sociales la categoría de “consumo” se introduce por oposición al concepto de “producción”. El consumo es comprendido, generalmente, ante todo por su racionalidad económica.
Como se sabe, los padres fundadores de la ciencia económica nunca se consideraron a sí mismos economistas. El blanco de sus objetivos epistemológicos era el conocimiento del orden social, por cuya virtud recalaron en los comportamientos de mercado. Y fue por esta vía que la noción de consumo se desligó del concepto filosófico de “satisfacción material de necesidades”, para substantivarse como apropiación y disfrute de bienes acabados de producción, de cuyo uso nunca habría de seguirle la obtención de otros bienes cualesquiera, útiles para el intercambio o para nuevas producciones materiales. La perspectiva clásica de la ciencia económica plantea que “en el comportamiento del consumo es donde se concluye el ciclo de producción y transformación de bienes o donde la vida de lo producido o transformado desaparece, se consume, perdiendo todo valor de cambio y limitándose a cumplir un valor de uso por el que se desliga del mercado”.
Esta perspectiva ubica al consumo al final del ciclo productivo, sin contemplar que en el mismo acto de consumir se produzcan nuevos significados, que darán origen a nuevos productos. En este sentido, un grupo de investigadores españoles que se abocan al estudio del consumo del tiempo libre, entre ellos José Luis Piñuel Raigada, plantean que “no se compra para consumir de inmediato en un acto único y puntual de satisfacción de necesidades”. Desde una visión reduccionista sobre el acto de consumir, se concebiría a la adquisición acumuladora de bienes de consumo como el momento que precede la acción de consumo. Según el estudio de los españoles, “esto no ocurre así, entre otras razones, porque la capacidad de consumo real, fisiológica, de los bienes demandados, es necesariamente limitada, mientras que la capacidad adquisitiva tiende a ser ilimitada, por requerimiento de la incesante producción de oferta; pero sobre todo porque los resortes reproductivos del sistema, por el consumo, residen en lograr que éste deje de apoyarse sobre los valores de uso de los objetos, para desarrollarse por los valores de cambio y, concretamente, por aquellos que mejor reproducen las relaciones de producción capitalista”.
De aquello se desprende que lo que sustituye las prácticas de mera satisfacción de necesidades es una “ritualización del consumo”. Y lo que sostendría a la sobreproducción es la creación de ilimitados valores simbólicos de los objetos. Como ejemplo de ello, el mismo sistema económico y cultural realiza una operación cíclica del consumo ostentoso de bienes suntuarios según las prácticas de cada clase social (aniversarios, bodas, bautizos, navidades, reyes, celebraciones comunitarias, etc.). Entonces debemos decir que el consumo implica una operación que va más allá del mero acto de satisfacción de una necesidad, tal como es entendido desde una perspectiva instrumental funcionalista. Y en otros productos de consumo, que no son de primera necesidad, el acto de consumir supera también su factualidad para construir una significación particular de cada grupo o clase social.
Revisando la historia, podemos ejemplificar la idea con la función que cumplían la etiqueta y el ceremonial en la sociedad cortesana del siglo XVII, como señala Norbert Elías: “En la etiqueta, la sociedad se presenta a sí misma para sí misma; cada individuo se destaca de todos los demás, todos los individuos juntos se destacan frente a los que no pertenecen a tal sociedad, y de este modo cada individuo y todos los individuos en conjunto acreditan su existencia como un valor por sí mismo”.
Desde una perspectiva funcionalista, el uso de la “etiqueta”, entonces, no responde a la satisfacción de alguna necesidad. Medida en estos términos, se convierte en irracional, inútil, gasto superfluo. Sin embargo, vista desde las nuevas perspectivas del consumo, estas prácticas dejan de ser vacuas. Cumplen una función simbólica: comunican un poder, exhiben un modo de vida, designan un prestigio, manifiestan una distinción. Ejercen, además, una forma de violencia simbólica de clases opulentas ante clases desposeídas. Algo similar ocurriría con el consumo capitalista: “El consumo no es un acto pasivo sino una práctica en el mismo sentido que la producción. Implica una serie de operaciones de orden cultural por medio de las cuales seleccionamos y consumimos los bienes. Asimismo, es un proceso al que le es inherente la producción de una significación (...) es el lugar de la diferenciación y la distinción simbólica”.
Entonces habría que pensar al consumo –dirá Manuel Castells– como un espacio donde se continúa de alguna manera la lucha de clases de la sociedad. A la vieja distinción entre poseedores y no poseedores de los medios de producción que formuló Marx, habría que agregarle la división de clases por el tipo y calidad de lo que se consume. Por ello, el sistema, haciendo que el consumo oculte en apariencia la división entre las clases, desvía la competencia entre ellas hacia las aspiraciones de consumo (moda, estándar de vida, autos) e impide apuntar estas aspiraciones hacia la redistribución de los medios de producción, que lo harían peligrar. Y, en esta misma línea, dice Manuel Castells: “El consumo es un sitio donde los conflictos entre las clases, originados por la desigual participación en la estructura productiva, se continúan a propósito de la distribución y la apropiación de los bienes”. En síntesis, el consumo es también un buen espejo social donde mirarnos como sociedad.
Desde una perspectiva funcionalista, el uso de la “etiqueta”, entonces, no responde a la satisfacción de alguna necesidad. Medida en estos términos, se convierte en irracional, inútil, gasto superfluo. Sin embargo, vista desde las nuevas perspectivas del consumo, estas prácticas dejan de ser vacuas. Cumplen una función simbólica: comunican un poder, exhiben un modo de vida, designan un prestigio, manifiestan una distinción. Ejercen, además, una forma de violencia simbólica de clases opulentas ante clases desposeídas. Algo similar ocurriría con el consumo capitalista: “El consumo no es un acto pasivo sino una práctica en el mismo sentido que la producción. Implica una serie de operaciones de orden cultural por medio de las cuales seleccionamos y consumimos los bienes. Asimismo, es un proceso al que le es inherente la producción de una significación (...) es el lugar de la diferenciación y la distinción simbólica”.
Entonces habría que pensar al consumo –dirá Manuel Castells– como un espacio donde se continúa de alguna manera la lucha de clases de la sociedad. A la vieja distinción entre poseedores y no poseedores de los medios de producción que formuló Marx, habría que agregarle la división de clases por el tipo y calidad de lo que se consume. Por ello, el sistema, haciendo que el consumo oculte en apariencia la división entre las clases, desvía la competencia entre ellas hacia las aspiraciones de consumo (moda, estándar de vida, autos) e impide apuntar estas aspiraciones hacia la redistribución de los medios de producción, que lo harían peligrar. Y, en esta misma línea, dice Manuel Castells: “El consumo es un sitio donde los conflictos entre las clases, originados por la desigual participación en la estructura productiva, se continúan a propósito de la distribución y la apropiación de los bienes”. En síntesis, el consumo es también un buen espejo social donde mirarnos como sociedad.