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Donald Trump entre la paz y la fuerza: de las cavilaciones de Putin al temor de Maduro a una invasión

Un presidente con ambiciones espirituales que trata de negociar la paz desde la fuerza. Venezuela, con un régimen acechado y al borde de una fractura interna.

Nicolás Maduro y Vladimir Putin, dos piedras en el zapato de Donald Trump.

Nicolás Maduro y Vladimir Putin, dos piedras en el zapato de Donald Trump.

Estamos presenciando una reconfiguración del orden mundial en tiempo real. En el centro de esa dinámica hay un vector ineludible: Donald Trump. En apenas ocho meses de gestión, el presidente estadounidense sacudió la política global con una brusquedad difícil de encontrar en otro momento histórico. Por supuesto, las piezas ya estaban ahí, esperando que alguien las moviera. Lo que está pasando es consecuencia de cambios sociales, económicos y culturales que llevan mucho tiempo gestándose. Pero faltaba la irrupción de un liderazgo fuerte, con rasgos autoritarios y hasta mesiánicos, para que esas transformaciones cristalizaran en un nuevo orden, que por momentos es un gran desorden.

Lo mesiánico no es metafórico ni exagerado. En una entrevista con Fox and Friends, Trump confesó que una de sus motivaciones centrales es que quiere ganarse el cielo. Como buen protestante, lo guía una cosmovisión religiosa que asocia las obras en el mundo con la predestinación. El éxito y la grandeza de sus aportes al mundo serían una muestra de que su alma está destinada a salvarse. No debe subestimarse esa dimensión espiritual para alguien que —en esa misma nota— reconoció que tal vez tienen razón quienes creen que parte de muy abajo en la carrera por el cielo.

No sorprende, entonces, que una de sus principales apuestas internacionales haya sido forzar una negociación de paz en Ucrania. Lo conseguido en los últimos días fue profundamente disruptivo.

De Alaska al Salón Oval

“Se avanzó más en una semana que en tres años y medio”, admitió Alexander Stubb, presidente de Finlandia. Fue uno de los invitados a la inusual visita que hicieron a la Casa Blanca los principales líderes europeos —Emmanuel Macron (presidente de Francia), Friedrich Merz (canciller de Alemania), Keir Starmer (primer ministro del Reino Unido), Giorgia Meloni (primera ministra de Italia), Ursula von der Leyen (presidenta de la Comisión Europea) y Mark Rutte (secretario general de la OTAN)— que fueron a acompañar a Volodímir Zelenski.

La cumbre histórica con Vladimir Putin en Alaska no había logrado compromisos de alto el fuego ni un cara a cara entre el dictador ruso y Zelenski. Pero sí lo sentó en la mesa por primera vez desde que invadió Ucrania en febrero de 2022. Putin aceptó la existencia de Ucrania como nación independiente, dejó de exigir su desmilitarización y dejó entrever que podría aceptar garantías de seguridad para esta, aunque sin presencia de la OTAN ni tropas occidentales. Son cambios de posición sustanciales.

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Bastante más fácil fue alinear después a los europeos, a quienes reunió en una escena insólita: todos sentados alrededor del escritorio del Salón Oval parecían secretarios del presidente estadounidense. La debilidad estratégica europea es tal que hoy no tiene otra alternativa que seguir el liderazgo de Washington.

El presidente ucraniano, que quedó traumado tras un primer encuentro escandaloso con Trump en febrero, adaptó su estilo. Dejó el uniforme verde oliva, se vistió de traje negro y bromeó sobre su ropa. Trump elogió su apariencia, y hasta utilizaron con humor la discusión sobre las elecciones ucranianas para acercar posiciones. “¿Así que si inicio una guerra podría suspender las elecciones? No parece tan mala idea”, dijo Trump para provocar a sus adversarios.

Un mundo que se define en una mesa para tres

Putin no tiene apuro. En el campo de batalla, Rusia avanza lenta pero consistentemente. Hace tiempo que Ucrania no recupera territorio, y cada semana se registra algún avance ruso, por más modesto que sea. Cualquier proyección que considere la escala militar, económica y demográfica de ambos países muestra una tendencia a que la ventaja rusa se ensanche.

Por eso Putin conversa, pero no define nada. Sabe que cuanto más dure el conflicto, mejores serán sus condiciones de negociación. Pretende que se levanten las sanciones y busca una nueva relación con Estados Unidos. En eso, coincide con Trump en una idea clave: el orden mundial ya no se decide en organismos multilaterales —si es que alguna vez se decidió algo importante en ellos—. Hoy se define potencia a potencia. Y son tres los actores relevantes: Estados Unidos, Rusia y China. Pekín observa desde cierta distancia cómo se enfrentan Washington y Moscú, pero hace todo lo posible por reforzar su alianza con Rusia. Una entente que Trump busca quebrar porque sabe que es una amenaza para los intereses estadounidenses.

Venezuela, la otra trinchera

Si a Putin lo ve como un par y a los mandatarios europeos como subalternos, a Maduro lo percibe como una aberración. Un régimen que se ha convertido en una ficha rusa y china en su propio continente. Una que además está directamente implicada en el narcotráfico y en la inmigración, dos temas que lo obsesionan. Para Trump, mantener el control absoluto sobre su área de influencia es clave para sostener su lugar en la mesa en la que se juega el destino del mundo.

El giro es notorio. Trump dejó atrás la delicadeza de sus antecesores y adoptó una política mucho más agresiva hacia Venezuela. Subió la recompensa por la captura de Maduro a 50 millones de dólares, lo catalogó como líder criminal y anunció la incautación de bienes por 700 millones. También declaró al Cartel de los Soles como organización terrorista transnacional y habilitó a las Fuerzas Armadas a intervenir contra ese tipo de amenazas.

Buques de los Estados Unidos US Navy

El mensaje es claro. La posibilidad de una intervención directa en Venezuela empieza a tomar forma. Tres destructores, un submarino nuclear, aviones de reconocimiento y 4.500 marines fueron desplegados en el Caribe sur en estos días. Luego se sumaron tres buques anfibios. Una exhibición de fuerza inédita en las últimas décadas, pero claramente insuficiente para hacer cualquier tipo de operación. A menos que se trate de una operación psicológica.

Grietas en el chavismo

Inquieto, Maduro anunció la movilización de 4,5 millones de milicianos. Son civiles precariamente armados, sin entrenamiento militar relevante, pero disponibles como fuerza de choque en caso de agresión externa. Habló incluso de repartir misiles, una afirmación que bordea lo ridículo, pero que apunta a sostener una narrativa de resistencia.

Lo significativo es su énfasis en las milicias más que en las Fuerzas Armadas regulares. Un síntoma de posible desconfianza. Es muy probable que Trump y Marco Rubio —el hombre clave detrás de esta ofensiva— busquen generar pánico en las estructuras militares del chavismo. Insinúan una intervención para tentar a los mandos medios a entregarle a Maduro. ¿Por qué lo harían? Porque la recompensa es tentadora y porque empieza a volverse verosímil que el final de Maduro podría venir desde afuera. En ese escenario, entregar al líder podría garantizarles impunidad y una salida con dinero.

Por eso Maduro denunció esta semana a los cobardes que se camuflan con los colores del chavismo pintados en la cara para conspirar por lo bajo. Ya se ven señales de una nueva purga en marcha. La primera en caer fue Gladys Requena, inspectora general de tribunales y figura histórica del chavismo. Diosdado Cabello, el número uno del aparato represivo del régimen, anunció luego la detención de un diputado por narcotráfico. Es raro que alguien buscado por narco utilice ese argumento para ordenar un arresto.

En paralelo, Maduro busca respaldo internacional. Convocó una reunión de emergencia del ALBA (Alianza Bolivariana para los Pueblos de América). Estaban todos: Ortega y Murillo por Nicaragua, Díaz-Canel por Cuba, Arce por Bolivia. Pero el bloque se debilita. Las recientes elecciones bolivianas marcaron el final de la hegemonía del MAS tras casi dos décadas en el poder. Rodrigo Paz, opositor a Evo Morales, lidera la carrera presidencial y es el favorito para la segunda vuelta del 19 de octubre. Hijo del expresidente Jaime Paz Zamora, fundador del Movimiento de Izquierda Revolucionaria que gobernó entre 1989 y 1993, el senador y exalcalde de Tarija tiene claras inclinaciones populistas, pero está lejos del chavismo. Aunque no tanto como su rival, el ultraconservador Jorge “Tuto” Quiroga, expresidente durante algunos meses entre 2000 y 2001, cuando completó el mandato de Hugo Banzer.

En cualquier caso, el ALBA perderá un miembro clave. El cambio que se avecina en la tormentosa Bolivia es una señal de época. América Latina está mutando. Y lo que ocurre en Washington tiene un peso cada vez más determinante.

Colombia, México, Brasil y el límite de la doctrina Trump

En Colombia habrá elecciones en mayo. Serán en medio de una escalada del terrorismo, que junto al narcotráfico son los grandes beneficiarios del presidente que se propuso consumar “la paz total”. Este jueves, en uno de los días más sangrientos en años, 19 personas murieron en dos ataques perpetrados por las disidencias de las FARC, el emblema del gran fiasco que resultó ser el acuerdo de paz firmado en 2016 por el gobierno de Juan Manuel Santos.

Petro, aliado de Maduro, parece más preocupado por la perspectiva de una intervención estadounidense. “Los gringos están en la olla si piensan que invadiendo Venezuela resuelven su problema”, afirmó. También Claudia Sheinbaum, desde México, dio un discurso enérgico contra el intervencionismo. La paradoja es evidente. México convive con carteles que matan candidatos, alcaldes, que controlan territorios enteros. Pensar en apoyo externo para recuperar soberanía territorial no parecería descabellado. Fue clave en Colombia durante la presidencia de Álvaro Uribe, la única en la que hubo avances tangibles en el combate al crimen organizado. Pero leer la historia del financiamiento político en México y en Colombia ayuda a comprender mejor las contradicciones en la lucha contra el narcotráfico.

Desde Brasil, Celso Amorim —asesor clave de Lula en política exterior— expresó su preocupación por la movilización militar estadounidense. Reivindicó el principio de no intervención, aunque el gobierno brasileño mantiene una ambigüedad persistente frente a Maduro: no lo reconoce oficialmente, pero en los hechos le juega a favor.

Washington viene siendo lapidario con Brasilia, que profundiza su vuelco hacia los BRICS. Es otro frente donde Trump busca reposicionar a EE. UU., aunque sus márgenes de presión ante una potencia de ese tamaño son menores.

¿Paz? A través de la fuerza

Trump lo dijo en su red social: “Es imposible ganar una guerra sin atacar al país invasor”. Después acusó a Biden de impedir que Ucrania lo hiciera con Rusia. Lo cierto es que Biden sí permitió ataques ucranianos sobre territorio ruso en la parte final de su mandato, lo que desató una escalada con amenazas nucleares de por medio.

Que Trump, promotor de la paz, diga eso ahora no es incoherente con su lógica. Su doctrina es clara: paz a través de la fuerza. Solo si demuestra capacidad de daño, cree, puede forzar al otro a negociar. Con Rusia o con Venezuela, el método es el mismo: presión máxima, intimidación, músculo. Después sí, sentarse a hablar.