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Leé un capítulo de "Una educación", de Tara Westover

La joven autora estadounidense Tara Westover plasmó una atractiva historia sobre el poder transformador de la educación. Nacida en las montañas de Idaho, Tara Westover ha crecido en armonía con una naturaleza grandiosa y doblegada a las leyes que establece su padre, un mormón fundamentalista convencido de que el final del mundo es inminente. Ni Tara ni sus hermanos van a la escuela o acuden al médico cuando enferman. Todos trabajan con el padre, y su madre es curandera y única partera de la zona. Editado por Lumen, de Penguin Ramdom House.

martes, 30 de abril de 2019 · 09:45 hs

Prólogo

Estoy encima del vagón rojo abandonado, al lado del establo. Cuando el viento arrecia, el pelo me azota la cara y el frío se me cuela por el cuello abierto de la camisa. Los vendavales son fuertes cerca de la montaña, como si la cumbre misma exhalara. El valle está tranquilo, sin que nada lo perturbe. Entretanto, nuestra granja baila: las rotundas coníferas se balancean despacio mientras tiemblan la artemisa y los cardos, que se inclinan ante las ráfagas y las corrientes. Detrás de mí, una colina suave asciende para unirse a la base de la montaña. Si miro hacia arriba, veo la forma oscura de la Princesa India.

La colina está revestida de trigo almidonero. Si las coníferas y la artemisa son solistas, el trigal es un cuerpo de baile en el que cada tallo sigue a los demás en arranques de movimiento y un millón de bailarinas se comban, una tras otra, cuando el ventarrón les abolla la dorada cabeza. La forma de la abolladura se mantiene solo un instante, y es lo más cerca que estamos de ver el viento.

Al volverme hacia nuestra casa, situada en la ladera, percibo movimientos de un género distinto, sombras alargadas que se abren paso con rigidez entre las corrientes. Mis hermanos varones se han levantado y miran qué tiempo hace. Imagino a mi madre frente a los fogones, donde prepara tortitas de harina y salvado. Visualizo a mi padre encorvado junto a la puerta trasera, atándose los cordones de las botas de seguridad para luego enfundarse los guantes de soldador en las manos encallecidas. El autobús escolar pasa por la carretera sin detenerse.

Aunque solo tengo siete años, sé que ese hecho, más que ningún otro, diferencia a mi familia: nosotros no vamos a la escuela.

A papá le preocupa que el Gobierno nos obligue a ir, pese a que no puede obligarnos porque no sabe de nuestra existencia. De los siete hijos de mis padres, cuatro no tenemos partida de nacimiento. No tenemos historia clínica porque nacimos en casa y nunca hemos ido a una consulta médica o de enfermería.[1] No tenemos expediente escolar porque jamás hemos pisado un aula. Cuando cumpla nueve años, inscribirán mi nacimiento en el registro civil, pero ahora, según el estado de Idaho y el gobierno federal, no existo.

Sí existía, desde luego. Había crecido preparándome para los Días de Abominación, esperando a que el sol se oscureciera y la luna rezumara sangre. En verano elaboraba conservas de melocotón y en invierno reordenaba las provisiones según su caducidad. Cuando el Mundo de los Humanos se viniera abajo, mi familia seguiría adelante, incólume.

Me habían educado en los ritmos de la montaña, en los que el cambio no era esencial, sino tan solo cíclico. Todas las mañanas aparecía el mismo sol, que después de recorrer el valle descendía detrás del pico. La nieve caída en invierno se derretía en primavera. Nuestra vida era un ciclo —el ciclo del día, el ciclo de las estaciones—, un círculo de cambio perpetuo que, una vez completado, significaba que nada había cambiado. Creía que mi familia formaba parte de ese modelo inmortal, que en cierto sentido éramos eternos. Pero la eternidad pertenecía solo a la montaña.

Mi padre contaba una historia acerca del pico, antiguo y grandioso como una catedral. Si bien en la cordillera había otros más altos e imponentes, Buck’s Peak era el de factura más bella. Con una base que se extendía un kilómetro y medio, su masa oscura surgía de la tierra y se elevaba para formar un chapitel perfecto. Desde cierta distancia se distinguía la huella de un cuerpo femenino en la cara de la montaña: las enormes quebradas constituían las piernas; el pelo era un conjunto de pinos dispuestos en abanico sobre la cresta septentrional. Su actitud era imperiosa, con una pierna adelantada en un movimiento vigoroso, más una zancada que un paso.

Mi padre la llamaba la Princesa India. Todos los años, cuando la nieve empezaba a fundirse, emergía de cara al sur para observar el regreso de los búfalos al valle. Mi padre decía que los indios nómadas esperaban su aparición como un indicio de la primavera, una señal de que la montaña se deshelaba, de que el invierno había terminado y de que había llegado la hora de volver a casa.

Todos los relatos de mi padre giraban en torno a nuestra montaña, nuestro valle, nuestro abrupto pedacito de Idaho. Nunca me advirtió de lo que debía hacer si me marchaba de la montaña, si cruzaba océanos y continentes y acababa en un territorio desconocido, donde ya no podría buscar en el horizonte a la Princesa. Nunca me contó cómo sabría cuándo había llegado la hora de volver a casa.

Una educacion

PRIMERA PARTE

1

Escoger lo bueno

Mi recuerdo más vivo no es un recuerdo. Es algo que imaginé y que luego llegué a evocar como si hubiera sucedido. Se formó cuando tenía cinco años, poco antes de que cumpliera los seis, a partir de una historia que mi padre contó con tanto detalle que cada uno de mis hermanos y yo fraguamos nuestra propia versión cinematográfica, con tiros y gritos. En la mía había grillos. Es lo que oigo cuando mi familia se acurruca en la cocina, con las luces apagadas, para esconderse de los federales que rodean la casa. Una mujer alcanza un vaso de agua y su silueta queda iluminada por la luna. Resuena un disparo como un trallazo y la mujer se desploma. En mi recuerdo es mi madre quien cae, y lleva un bebé en brazos.

Lo del bebé no cuadra —soy la menor de los siete hijos de mi madre—, pero, como he dicho, nada de eso ocurrió.

Una noche, un año después de que mi padre nos contara esa historia, nos reunimos para escucharle leer a Isaías, la profecía sobre Emmanuel. Estaba sentado en nuestro sofá color mostaza, con una Biblia enorme abierta sobre el regazo y mi madre al lado. Los demás nos habíamos desperdigado sobre la mullida moqueta marrón.

—«Comerá mantequilla y miel —salmodiaba papá con voz débil y monótona, agotado tras una larga jornada acarreando chatarra—, hasta que sepa desechar lo malo y escoger lo bueno.»

Siguió una pausa densa. Permanecimos en silencio.

Pese a no ser alto, mi padre era capaz de imponerse en una habitación. Poseía prestancia, la solemnidad de un oráculo. Sus manos, recias y curtidas —las manos de un hombre que había trabajado mucho toda su vida—, agarraban con firmeza la Biblia.

Leyó el fragmento en voz alta una segunda vez; luego, una tercera y una cuarta. Con cada repetición su tono se volvía más agudo. Sus ojos, hinchados de cansancio poco antes, estaban muy abiertos y alertas. La frase contenía una doctrina divina, afirmó. Consultaría al Señor.

A la mañana siguiente sacó del frigorífico la leche, el yogur y el queso, y al atardecer regresó a casa con doscientos litros de miel en el camión.

—Isaías no dice qué es lo malo, si la mantequilla o la miel —comentó con una sonrisa de oreja a oreja mientras mis hermanos arrastraban las cubas blancas hasta el sótano—. Pero si le preguntáis, el Señor sí os lo dirá.

Leyó el versículo a su madre, que se le rio en la cara.

—Tengo unos peniques en el monedero —le dijo ella—. Más vale que te los quedes. Con tu sesera no conseguirás nada más.

La abuela tenía la cara delgada y angulosa y un surtido ilimitado de falsas joyas indias, todas de plata y turquesa, que le colgaban en racimos largos y finos de los dedos y el cuello. Como vivía más abajo que nosotros, cerca de la carretera, la llamábamos «abuela de colina abajo». Así la distinguíamos de la abuela materna, a la que llamábamos «abuela de la ciudad» porque vivía veinticinco kilómetros al sur, en la única ciudad del condado, que tenía un solo semáforo y un supermercado.

Papá y su madre se llevaban como dos gatos con las colas atadas entre sí. Podían pasarse una semana entera hablando sin ponerse de acuerdo en nada, pero les unía su veneración por la montaña. Mi familia paterna llevaba un siglo viviendo en la falda de Buck’s Peak. Mientras que las hermanas de papá se marcharon al casarse, él se quedó, construyó una casucha amarilla, que no llegó a terminar, más arriba de la vivienda de su madre y plantificó un desguace —uno de varios— en la base de la montaña, al lado del cuidado césped de la abuela.

Discutían a diario. Porfiaban sobre la suciedad del desguace y más a menudo sobre nosotros, los críos. La abuela opinaba que debíamos estar en la escuela en lugar de «vagar por la montaña como unos salvajes», según sus propias palabras. Mi padre afirmaba que la escuela pública era una artimaña del Gobierno para alejar de Dios a los niños. «Para el caso daría igual entregar a mis hijos al mismísimo diablo —decía— que enviarlos a la escuela.»

Dios ordenó a mi padre que compartiera la revelación con quienes vivían y trabajaban en la sombra de Buck’s Peak. Casi todos se reunían los domingos en la iglesia, una capilla de color nogal situada al lado de la carretera, con el campanario, pequeño y sobrio, típico de los templos mormones. Papá abordó a los padres cuando se levantaban de los bancos. Empezó por su primo Jim, quien le escuchó con aire afable mientras papá agitaba la Biblia y le informaba de que la leche era pecaminosa. Jim sonrió de oreja a oreja, le dio unas palmadas en la espalda y afirmó que ningún Dios justo privaría al hombre de un helado de fresa casero en las calurosas tardes de verano. Su mujer le tiró del brazo. Cuando Jim pasó por nuestro lado percibí un olorcillo a estiércol. Entonces lo recordé: la enorme granja lechera situada a menos de dos kilómetros al norte de Buck’s Peak era suya.

Después de que a mi padre le diera por predicar contra la leche, la abuela llenó de ella la nevera. Si bien el abuelo y ella solo la tomaban desnatada, no tardó en tener también semidesnatada, entera e incluso con chocolate. Por lo visto consideró importante mantenerse firme en ese aspecto.

El desayuno se convirtió en una prueba de lealtad. Todas las mañanas nos sentábamos alrededor de una gran mesa, de madera de roble rojo reciclada, a tomar un tazón de siete cereales con miel y melaza, o bien tortitas de siete cereales también con miel y melaza. Como éramos nueve, las tortitas siempre quedaban crudas por dentro. No me importaba comerme los cereales si podía remojarlos en leche para que la nata apelotonara el grano molido y penetrara en los grumos, pero desde la revelación nos los tomábamos con agua. Era como zamparse un tazón lleno de barro.

No tardé en pensar en toda la leche que se estropeaba en la nevera de la abuela. Entonces adquirí la costumbre de saltarme el desayuno todos los días para ir derecha al establo. Echaba de comer a los cerdos, llenaba el abrevadero de las vacas y los caballos, cruzaba de un brinco la valla del corral y rodeaba el establo para entrar en casa de la abuela por la puerta lateral.

Una de esas mañanas, mientras estaba sentada al mostrador de la cocina observando cómo la abuela llenaba de copos de maíz un tazón, me preguntó:

—¿Qué te parecería ir a la escuela?

—No me gustaría.

—¿Y cómo lo sabes, si nunca has ido? —me espetó.

Tras añadir la leche y tenderme el tazón se encaramó a un taburete del mostrador, enfrente de mí, y observó cómo me zampaba los cereales a cucharadas.

—Mañana nos vamos a Arizona —me informó, aunque yo ya lo sabía.

Todos los años los abuelos se marchaban a Arizona en cuanto el tiempo empezaba a cambiar. El abuelo decía que era demasiado viejo para los inviernos de Idaho; con el frío le dolían los huesos.

—Levántate temprano —añadió la abuela—, alrededor de las cinco, y te llevaremos con nosotros. Te matricularemos en una escuela.

Me removí en el taburete. Traté de imaginarme la escuela pero no pude. Me vino a la mente la escuela dominical, a la que asistía todas las semanas y que detestaba. Un niño llamado Aaron había contado a las niñas que yo no sabía leer porque no iba al colegio, y desde entonces ninguna me hablaba.

—¿Ha dicho mi padre que puedo ir? —le pregunté.

—No. Pero cuando se percate de tu ausencia ya estaremos muy lejos —respondió la abuela, que dejó mi tazón en el fregadero y miró por la ventana.

La abuela era una fuerza de la naturaleza: impaciente, enérgica, dueña de sí misma. Para mirarla había que retroceder un paso. Se teñía el pelo de negro, lo que realzaba la severidad de sus rasgos, en especial las cejas, que todas las mañanas se pintarrajeaba para formar gruesos arcos azabache. Se las dibujaba tan grandes que parecían estirarle la cara. Además se las trazaba muy altas, de modo que envolvían el resto de las facciones en una expresión de aburrimiento, casi de sarcasmo.

—Deberías ir a la escuela —dijo.

—¿Y no te obligará mi padre a traerme a casa? —le pregunté.

—Tu padre no puede obligarme a hacer nada de nada. —La abuela se irguió—. Si te quiere aquí, tendrá que ir a buscarte. —Dudó y por un momento pareció avergonzada—. Ayer hablé con él. No podrá ir a por ti durante una buena temporada. Lleva muy retrasado ese cobertizo que está construyendo en la ciudad. No puede liar el petate y largarse a Arizona mientras el tiempo aguante y los chicos y él tengan por delante largas jornadas de trabajo.

La abuela lo tenía bien planeado. Mi padre trabajaba de sol a sol las semanas anteriores a la primera nevada a fin de que el transporte de chatarra y la construcción de establos le proporcionaran dinero suficiente para pasar el invierno, cuando escaseaban los empleos. Aunque su madre se fugara conmigo, la pequeña de la familia, no podría dejar de trabajar hasta que el hielo recubriera la carretilla elevadora.

—Antes de marcharme tendré que dar de comer a los animales —dije—. Si las vacas rompen la valla para ir en busca de agua, papá se dará cuenta de que no estoy.

No dormí aquella noche. Me quedé sentada en el suelo de la cocina viendo pasar las horas. La una de la madrugada. Las dos. Las tres.

A las cuatro me levanté y dejé las botas junto a la puerta trasera. Sabía que la abuela no me permitiría subir con ellas al coche porque estaban cubiertas de estiércol seco. Las visualicé en su porche, abandonadas mientras yo me iba descalza a Arizona.

Imaginé qué ocurriría cuando mi familia reparara en mi ausencia. Mi hermano Richard y yo solíamos pasar días enteros en la montaña, por lo que con toda probabilidad nadie se daría cuenta hasta la puesta del sol, al ver que Richard volvía a casa para cenar y yo no. Imaginé a mis hermanos saliendo en tromba en mi busca. Primero mirarían en el desguace, donde levantarían las planchas de hierro por si alguna se hubiera deslizado y me hubiese dejado inmovilizada. Después peinarían la granja, treparían a los árboles y rastrearían el altillo del establo. Por último se dirigirían a la montaña.

Para entonces ya habría caído la tarde. Sería ese momento previo a la llegada de la noche en el que el paisaje se reduce a un contraste de claroscuros, y en el que el mundo que nos rodea, más que verse, se intuye. Imaginé a mis hermanos dispersándose por la montaña y buscando en la negrura de los bosques. No hablarían; todos tendrían los mismos pensamientos. En la montaña todo podía torcerse de forma terrible. Aparecían barrancos de improviso. Los caballos cimarrones de mi abuelo corrían a sus anchas por terrenos cubiertos de cicuta y abundaban las serpientes de cascabel. Ya habíamos realizado en alguna ocasión una batida cuando en el establo faltaba un ternero. En el valle lo encontrábamos herido; en la montaña, muerto.

Imaginé a mi madre escrutando la oscura cima junto a la puerta trasera cuando mi padre llegara a casa para informarle de que no me habían encontrado. Mi hermana, Audrey, aconsejaría que alguien fuera a preguntar a la abuela, y mi madre diría que la abuela se había marchado a Arizona de madrugada. Esas palabras flotarían un instante en el aire, hasta que todos cayeran en la cuenta de adónde me había ido. Imaginé la cara de mi padre —los oscuros ojos achicados, la boca comprimida en una mueca de disgusto— cuando se volviera hacia mi madre. «¿Crees que ha decidido irse?»

Su voz resonaría grave y apesadumbrada. Luego se impondrían los sonidos de un recuerdo evocado: grillos, disparos y, por último, silencio.

Según descubriría más tarde, fue un suceso famoso —como la masacre de indios en Wounded Knee y el asalto de Waco—, pero la primera vez que mi padre nos lo contó tuve la impresión de que éramos los únicos que lo sabíamos en el mundo.

Empezó hacia el final de la estación de las conservas, que otros niños seguramente conocerán como «verano». Mi familia dedicaba los meses cálidos a envasar fruta, que según mi padre necesitaríamos en los Días de Abominación. Una noche llegó inquieto del desguace. Durante la cena se paseó por la cocina sin apenas probar bocado. Teníamos que ponerlo todo en orden, dijo. Quedaba poco tiempo.

Pasamos el día siguiente pelando e hirviendo melocotones en la olla a presión. Al ponerse el sol ya habíamos llenado decenas de tarros de tapa hermética, que estaban dispuestos en filas perfectas, todavía calientes. Mi padre supervisó el trabajo. Tras contar los recipientes murmurando para sí, se volvió hacia mi madre y dijo: «Es suficiente».

Aquella noche convocó una asamblea familiar y nos reunimos alrededor de la mesa de la cocina porque era ancha y larga y nos permitía sentarnos a todos. Teníamos derecho a saber a qué nos enfrentábamos, dijo en la cabecera de la mesa. Encaramados a los bancos, los demás observábamos los gruesos tablones de roble rojo.

—No lejos de aquí vive una familia que lucha por la libertad —añadió—. No quieren que el Gobierno lave el cerebro a sus hijos en las escuelas públicas, y por eso los federales han ido a por ellos. —Mi padre soltó una exhalación larga y lenta—. Los federales han rodeado la cabaña, los tienen acorralados desde hace semanas, y cuando un niño hambriento, un chiquillo, salió a escondidas para ir a cazar, lo mataron a tiros.

Miré a mis hermanos. Por primera vez percibí miedo en el rostro de Luke.

—Siguen en la cabaña —continuó papá—. Tienen las luces apagadas y andan a gatas, sin acercarse a las puertas ni a las ventanas. No sé cuánta comida les queda. Es posible que se mueran de hambre antes de que los federales desistan.

Nadie dijo nada. Al final, Luke, que tenía doce años, preguntó si podíamos echarles una mano.

—No —respondió papá—. Nadie puede ayudarlos. Están atrapados en su propia casa. De todos modos, tienen armas; seguro que por eso no han entrado los federales.

Se interrumpió para sentarse y se replegó sobre el banco de asiento bajo con movimientos lentos y rígidos. Lo vi envejecido, agotado.

—No podemos echarles una mano, pero podemos ayudarnos a nosotros mismos. Cuando los federales vengan a Buck’s Peak, estaremos preparados.

Esa noche subió del sótano un montón de macutos viejos del ejército. Dijo que eran nuestras mochilas «de huida a las montañas». Pasamos la noche llenándolas de provisiones: medicamentos herbales, purificadores de agua, eslabón y pedernal. Mi padre había comprado una gran cantidad de raciones de comida preparada del ejército, y embutimos tantas como pudimos en los macutos imaginando el momento en que, después de escapar de casa, nos las zamparíamos escondidos entre los ciruelos silvestres que crecían cerca del río. Algunos de mis hermanos metieron un arma en la mochila; yo, en cambio, solo tenía un cuchillo pequeño, pese a lo cual mi mochila acabó siendo tan grande como yo. Pedí a Luke que me la subiera a un estante del armario, pero papá me ordenó tenerla a mano, de modo que dormí con ella en la cama.

Me la colgaba a la espalda y corría para practicar, pues no quería quedarme rezagada. Imaginaba la huida, una fuga a medianoche hacia la protección de la Princesa. Deduje que la montaña era nuestra aliada. Se mostraba bondadosa con aquellos a quienes conocía, y traicionera con los intrusos, lo cual nos concedía una ventaja. Por otra parte, no entendía por qué preparábamos conservas de melocotón si íbamos a refugiarnos en la montaña cuando llegaran los federales. Nos resultaría imposible acarrear hasta el pico un millar de tarros, con lo que pesaban. ¿O acaso necesitábamos la fruta para atrincherarnos en casa, como los Weaver, y resolver el asunto a tiros?

Lo de los tiros parecía probable, sobre todo cuando unos días después papá llegó a casa con más de una docena de fusiles y carabinas excedentes del ejército, en su mayoría SKS, con la fina bayoneta plateada plegada pulcramente bajo el cañón. Las armas llegaron dentro de cajas estrechas de estaño y estaban cubiertas de Cosmoline, una sustancia pardusca con la consistencia del sebo que evitaba la oxidación y que había que retirar. Una vez limpias, mi hermano Tyler eligió un fusil y lo depositó sobre un plástico negro, lo envolvió con él y lo selló con un montón de cinta americana gris. Se lo colocó al hombro, bajó por la colina, lo soltó al lado del vagón rojo y empezó a cavar. Cuando el hoyo fue lo bastante ancho y hondo, depositó el arma en él, y yo observé cómo lo cubría de tierra y cómo apretaba las mandíbulas y se le hinchaban los músculos por el esfuerzo.

Poco después papá compró una máquina para fabricar balas con cartuchos usados. Así aguantaríamos más tiempo en un enfrentamiento, aseguró. Al pensar en mi mochila «de huida a las montañas», que aguardaba en la cama, y en el fusil escondido cerca del vagón empecé a preocuparme por la máquina de fabricar balas. Era voluminosa y estaba atornillada a un escritorio metálico que había en el sótano. Supuse que si nos pillaban desprevenidos no tendríamos tiempo de ir a recogerla. Me pregunté si no deberíamos enterrarla con el fusil.

Seguimos preparando conservas de melocotón. No recuerdo cuántos días habían pasado ni cuántos tarros habíamos añadido a nuestras reservas cuando papá nos contó algo más.

—Han disparado a Randy Weaver —dijo con voz apagada y vacilante—. Salió de la cabaña para ir a recoger el cadáver de su hijo y los federales le dispararon.

Nunca había visto llorar a mi padre, pero ese día las lágrimas le resbalaban por la nariz en un torrente continuo. No se las enjugó, sino que dejó que le cayeran en la camisa.

—Su mujer oyó el disparo y corrió hacia la ventana con su hijita en brazos. Entonces se produjo un segundo disparo.

Mi madre estaba sentada con los brazos cruzados y una mano sobre el pecho; con la otra se apretaba la boca. No levanté la vista del linóleo moteado mientras papá nos contaba que habían retirado al bebé de los brazos de la mujer y que tenía el rostro manchado de la sangre de su madre.

Hasta ese momento una parte de mí había deseado que se presentaran los federales, había anhelado la aventura. De pronto sentí verdadero miedo. Imaginé a mis hermanos agachados en la oscuridad, deslizando las manos sudorosas por los fusiles. Imaginé que mi madre, agotada y muerta de sed, se apartaba de la ventana. Me imaginé tumbada en el suelo oyendo, inmóvil y silenciosa, el agudo chirrido de los grillos en el campo. La veía levantándose y alargando la mano hacia el grifo de la cocina. Un fogonazo blanco, el estruendo de un disparo, y se desplomaba. Yo saltaba para coger al bebé.

Mi padre no nos contó el final. Como no teníamos televisor ni radio, tal vez no había llegado a enterarse de cómo acabó la historia. Lo último que recuerdo que dijo al respecto fue: «La próxima vez quizá seamos nosotros».

Esas palabras me acompañarían. Oiría su eco en el chirrido de los grillos, en el ruido húmedo de los melocotones al caer dentro del tarro de cristal, en el clic metálico de una SKS cuando la limpiaban. Las oiría todas las mañanas al pasar por delante del vagón y detenerme ante las pamplinas y los cardos borriqueros que crecían donde Tyler había enterrado el fusil. Mucho después de que papá olvidara la revelación de Isaías y mi madre volviera a tener en la nevera leche semidesnatada de la marca Western Family, seguiría acordándome de los Weaver.

Eran casi las cinco de la madrugada.

Volví al dormitorio con la cabeza llena de grillos y disparos. Audrey roncaba en la litera de abajo, un murmullo apagado y satisfecho que me invitaba a imitarla. Sin embargo, no lo hice. Subí a mi cama, crucé las piernas y miré por la ventana. Dieron las cinco. Las seis. A las siete apareció la abuela y la vi pasear por su patio y volverse cada pocos minutos para mirar colina arriba, hacia nuestra casa. Luego subió al coche con el abuelo y enfilaron hacia la carretera.

Cuando el vehículo se alejó, bajé de la litera y me comí un tazón de salvado con agua. Kamikaze, la cabra de Luke, me saludó apenas salí de casa, y me mordisqueó la camisa mientras me dirigía al establo. Pasé por delante del kart que Richard estaba construyendo con un cortacésped viejo. Eché de comer a los cerdos, llené el abrevadero y llevé los caballos del abuelo a otros pastos.

Al acabar las tareas me encaramé al vagón y contemplé el valle. No costaba imaginar que avanzaba y se alejaba veloz, que en cualquier momento el valle desaparecería a mi espalda. Había pasado horas proyectando esa fantasía, pero ese día la cinta no quiso girar. Me volví hacia el este, de espaldas a los campos, y miré el pico.

La Princesa siempre resplandecía más en primavera, apenas emergían de la nieve las coníferas, cuyas agujas mostraban un verde tan intenso que casi parecían negras contra los marrones leonados de la tierra y de la corteza de los troncos. Estábamos en otoño. La Princesa aún se veía, aunque comenzaba a desdibujarse: los rojos y amarillos de un verano moribundo opacaban su forma oscura. Pronto nevaría. Mientras que esas primeras nieves se derretirían en el valle, en la montaña persistirían y sepultarían a la Princesa hasta la primavera, cuando reaparecería, vigilante.

2

La comadrona

—¿Tiene caléndula? —preguntó la comadrona—. También necesitaría lobelia y hamamelis.

Sentada al mostrador de la cocina, la mujer observaba cómo mi madre rebuscaba en las alacenas de contrachapado. Entre ambas había una balanza electrónica, en la que de vez en cuando mi madre pesaba hojas secas. Estábamos en primavera y la mañana era fresca pese a que brillaba el sol.

—Precisamente la semana pasada preparé un lote de tintura de caléndula —dijo mi madre—. Tara, corre a buscarla.

Se la llevé y la metió en una bolsa de plástico del supermercado junto con las hierbas secas.

—¿Algo más? —Mi madre se echó a reír. Era una risa aguda, nerviosa. La comadrona la intimidaba y, siempre que se sentía intimidada, mi madre adquiría un aire de ingravidez, de modo que volaba de un lado a otro cada vez que la mujer realizaba un movimiento con su lentitud y firmeza características.

La partera repasó la lista.

—Con esto bastará.

Era una mujer bajita y rechoncha de casi cincuenta años; tenía once hijos y una verruga rojiza en la barbilla. Yo nunca había visto una melena tan larga como la suya, una cascada del color de los ratones de campo que le llegaba hasta las rodillas cuando se soltaba el moño prieto que solía llevar. Sus facciones eran toscas y su voz rezumaba autoridad. No tenía diplomas ni permiso alguno. Ejercía de partera por la fuerza de su autoridad, lo que bastaba y sobraba.

Mi madre iba a ser su ayudante. Recuerdo que aquel primer día me dediqué a observarlas y a compararlas. Mi madre tenía la piel de pétalo de rosa y el cabello rizado en ondas suaves que le brincaban sobre los hombros. Los párpados le brillaban. Se maquillaba todas las mañanas, y si no tenía tiempo de hacerlo, se disculpaba el día entero, como si hubiera molestado a todos por no acicalarse.

La comadrona daba la impresión de no haber pensado en su aspecto desde hacía una década y con su comportamiento lograba que una se sintiera idiota por fijarse en él.

Se despidió con un gesto de la cabeza, los brazos cargados con las plantas medicinales de mi madre.

La vez siguiente acudió con su hija Maria, que, con un bebé apretado a su nervudo cuerpecillo de nueve años, se mantuvo al lado de la mujer e imitó sus movimientos. La miré ilusionada. No había conocido a muchas niñas como yo, que no fueran a la escuela. Me acerqué a ella poco a poco intentando atraer su atención sin conseguirlo, pues escuchaba absorta a su madre, que explicaba cómo había que administrar la agripalma para tratar las contracciones posteriores al alumbramiento. Maria asentía con la cabeza sin apartar la vista del rostro de la comadrona.

Me encaminé con desgana a mi habitación, sola, y al volverme para cerrar la puerta apareció delante con el bebé sobre la cadera. El niño era un rollizo fardo de carne, y para compensar su peso el torso de Maria se doblada de manera abrupta por la cintura.

—¿Vas a ir? —dijo.

No entendí la pregunta.

—Yo siempre voy —añadió—. ¿Has visto nacer un niño?

—No.

—Yo sí, un montón de veces. ¿Sabes lo que pasa cuando un niño viene de nalgas?

—No. —Lo dije como si fuera una disculpa.

La primera vez que mi madre ayudó en un parto se ausentó dos días. Al regresar cruzó la puerta trasera como si flotara, tan pálida que parecía traslúcida, y fue al sofá, donde se sentó temblando.

—Ha sido espantoso —susurró—. Hasta Judy ha dicho que estaba asustada. —Cerró los ojos—. La verdad es que no lo parecía.

Antes de contarnos lo ocurrido descansó unos minutos, hasta que recuperó un poco el color. El alumbramiento había sido largo, laborioso, y la parturienta había sufrido un desgarro muy grave cuando la criatura por fin salió. Había sangre por todas partes y la hemorragia no se detenía. Mi madre se dio cuenta de que el bebé tenía el cordón umbilical enrollado al cuello. Al ver que estaba morado pensó que había muerto. Palideció al relatar estos detalles, y luego se quedó callada, blanca como un huevo y rodeándose el torso con los brazos.

La llevamos a la cama después de que Audrey le preparara una infusión de manzanilla. Cuando papá llegó por la noche, mi madre volvió a contar lo sucedido.

—No puedo hacerlo —aseguró—. Judy sí que puede, pero yo no.

Papá le pasó un brazo por los hombros.

—Es una llamada del Señor —dijo—, y a veces el Señor pide cosas difíciles.

Mi madre no quería ser comadrona. Había sido idea de papá, formaba parte de su plan para ser autosuficientes. Nada le desagradaba tanto como depender del Gobierno. Afirmaba que algún día viviríamos completamente al margen del sistema. En cuanto reuniera el dinero necesario tenía pensado construir una tubería para llevar a casa el agua de la montaña, y después instalaría placas solares por toda la granja. De esa manera dispondríamos de agua y electricidad en el Fin de los Tiempos, cuando los demás beberían de los charcos y vivirían en la oscuridad. Mi madre era herbolaria, de modo que cuidaría de nuestra salud, y si aprendía el oficio de partera podría traer al mundo a los nietos cuando llegara el momento.

La comadrona la visitó unos días después del primer parto. Llevó consigo a Maria, que de nuevo me siguió a la habitación.

—Qué lástima que a tu madre le tocara uno malo la primera vez —comentó con una sonrisa—. El siguiente será más fácil.

Al cabo de unas semanas se puso a prueba esa predicción. Era medianoche. Como no teníamos teléfono, la comadrona llamó a la abuela de colina abajo, que subió cansada y malhumorada y espetó que había llegado el momento de que mi madre fuera a «jugar a los médicos». Aunque solo se quedó unos minutos, despertó a toda la casa.

—¡No acabo de entender por qué no podéis ir al hospital como todo el mundo! —gritó antes de salir dando un portazo.

Mi madre recogió la bolsa de viaje y la caja de aparejos de pesca que había llenado de frascos turbios de tintura, se encaminó despacio hacia la puerta y salió. Me sentía inquieta y no dormí bien. Sin embargo, a la mañana siguiente, cuando regresó con el pelo revuelto y oscuras ojeras, sus labios dibujaban una sonrisa amplia. «Ha sido una niña», anunció. Acto seguido se fue a la cama y durmió todo el día.

Así transcurrieron los meses. Se marchaba a cualquier hora del día y volvía temblorosa y profundamente aliviada de que el asunto hubiera concluido. Cuando las hojas de los árboles empezaron a caer, había ayudado en una docena de alumbramientos; a finales del invierno, en varias docenas. En primavera le dijo a mi padre que era suficiente, que podía atender a una parturienta si hacía falta, si llegaba el Fin del Mundo, y que de momento lo dejaba.

Mi padre puso cara larga al oírlo. Le recordó que era la voluntad de Dios, que sería una bendición para nuestra familia.

—Tienes que ser comadrona. Tienes que atender los partos tú sola.

Mi madre negó con la cabeza.

—No puedo —dijo—. Además, ¿quién me contratará a mí pudiendo contratar a Judy?

Así llamó a la mala suerte, arrojó el guante a Dios. Poco después Maria me contó que su padre había encontrado trabajo en Wyoming. «Mi madre dice que la tuya debería relevarla», dijo. En mi imaginación tomó forma una imagen emocionante, una imagen de mi persona en el papel de Maria, la hija de la comadrona, segura de sí misma, entendida. Pero cuando me volví a mirar a mi madre, que estaba a mi lado, la imagen se evaporó.

En Idaho las parteras trabajaban al margen de la ley, sin formación ni permiso oficial. Por lo tanto, si un parto iba mal podían enfrentarse a la acusación de ejercer la medicina sin autorización; si iba muy mal, podían enfrentarse a la imputación de homicidio imprudente, incluso a penas de cárcel. Como pocas mujeres estaban dispuestas a asumir ese riesgo, las comadronas escaseaban: el día que Judy se marchó a Wyoming, mi madre se convirtió en la única en ciento cincuenta kilómetros a la redonda.

Empezaron a acudir a casa mujeres preñadas para pedirle que las atendiera en el alumbramiento. Mi madre se venía abajo solo de pensarlo. Un día una embarazada se sentó en el borde de nuestro descolorido sofá amarillo y, sin levantar la vista, contó que su marido trabajaba fuera y no tenían dinero para el hospital. Mi madre guardó silencio, con la mirada fija, los labios apretados y la expresión firme. Luego esa expresión se desvaneció y dijo con su vocecilla: «No soy comadrona, solo ayudante».

La embarazada volvió varias veces. Se sentaba en el sofá y describía sus partos, todos sin complicaciones. Al ver el coche de la mujer desde el desguace, mi padre solía entrar en casa por la puerta trasera sin hacer ruido, con el pretexto de que quería agua; se quedaba en la cocina dando sorbitos silenciosos, con el oído dirigido hacia la sala de estar. Apenas podía contener su entusiasmo cuando la mujer se marchaba, de modo que al final mi madre sucumbió a la desesperación de esta, a la euforia de mi padre o a ambas, y cedió.

El alumbramiento fue como la seda. La mujer tenía una amiga embarazada, a la que mi madre también ayudó a dar a luz. Esa mujer tenía una amiga. Mi madre buscó una ayudante. Al cabo de poco tiempo atendía a tantas parturientas que Audrey y yo nos pasábamos los días recorriendo el valle en coche con ella y observando cómo realizaba exámenes prenatales y recetaba hierbas. Se convirtió en nuestra maestra como no lo había sido hasta entonces, ya que rara vez nos daba clase en casa. Nos explicaba todos los remedios y calmantes. Si Fulanita tenía la presión alta, había que administrarle espino blanco para estabilizar el colágeno y dilatar las arterias coronarias. Si la señora Menganita presentaba contracciones prematuras, necesitaba un baño de jengibre para aumentar el aporte de oxígeno al útero.

Ejercer de comadrona cambió a mi madre. Pese a ser una mujer adulta con siete hijos, por primera vez en su vida era, sin objeciones ni salvedades, quien estaba al mando. En los días posteriores a un parto, en ocasiones percibía en ella parte de la fuerte presencia de Judy, ya fuera en el brío con que volvía la cabeza o en el arco imperioso de una ceja. Dejó de llevar maquillaje, y más tarde dejó de disculparse por no llevarlo.

Le pagaban unos quinientos dólares por parto, y ese fue otro motivo por el cual ejercer de comadrona la cambió: de repente tenía dinero. Mi padre opinaba que las mujeres no debían trabajar, pero supongo que consideró que estaba bien que mi madre cobrara, ya que su labor socavaba al Gobierno. Además, necesitábamos esos ingresos. Aunque papá trabajaba tanto como cualquier otro hombre que yo conociera, el desguace y la construcción de establos y cobertizos para el heno no daban grandes beneficios, de modo que era una ayuda que mi madre comprara comestibles con los sobres de billetes pequeños que guardaba en el monedero. En ocasiones, cuando pasábamos el día entero recorriendo el valle a toda prisa para entregar plantas medicinales o realizar exámenes prenatales, mi madre se gastaba ese dinero invitándonos a Audrey y a mí a comer fuera. La abuela de la ciudad me había regalado un diario rosa con un oso de peluche color caramelo en la tapa, y en él anoté la primera vez que mi madre nos llevó a un restaurante, que describí como «un verdadero ensueño, con carta y todo». Según la anotación, mi comida costó tres dólares con treinta.

Mi madre también empleó el dinero en mejorar como comadrona. Compró una bombona de oxígeno por si un recién nacido no podía respirar y asistió a una clase sobre la realización de suturas para estar en condiciones de coser a las mujeres que sufrían desgarros. Judy siempre las había enviado al hospital para que les dieran los puntos, pero mi madre estaba decidida a aprender. «Autosuficiencia», supongo que pensaba.

Con el resto del dinero instaló un teléfono en casa.[2] Un día apareció una furgoneta blanca, y una cuadrilla de hombres con monos oscuros empezó a trepar por los postes que bordeaban la carretera. Papá entró en tromba por la puerta de atrás y exigió saber qué diablos pasaba.

—Creía que querías un teléfono —le dijo mi madre, con unos ojos de sorpresa perfectos. Siguió hablando a borbotones—. Dijiste que sería un problema que una mujer se pusiera de parto y la abuela no estuviera en casa para atender la llamada. Pensé: «Tiene razón, ¡necesitamos un teléfono! ¡Qué tonta! ¿No te entendí bien?».

Papá se quedó varios segundos con la boca abierta. Claro que una comadrona necesita un teléfono, afirmó. A continuación regresó al desguace y no se volvió a hablar del asunto. Yo no recordaba que hubiéramos tenido nunca teléfono, y al día siguiente ahí estaba, sobre una base verde lima de acabado brillante que desentonaba junto a los tarros oscuros de cimífuga y escutelaria.

A los quince años, Luke preguntó a nuestra madre si podía conseguir una partida de nacimiento. Quería matricularse en una autoescuela porque Tony, el hermano mayor, cobraba bastante como conductor de tráileres, para lo cual se necesitaba permiso de conducir. Shawn y Tyler, mayores que Luke, tenían partida de nacimiento; éramos los cuatro menores —Luke, Audrey, Richard y yo— los que no la teníamos.

Mi madre empezó a presentar la documentación. Ignoro si habló antes con papá. Si así fue, no me explico qué lo llevó a cambiar de opinión, por qué de repente acabó sin peleas la política de no inscribir a nadie en el registro civil —una política que se había aplicado durante diez años—, aunque creo que quizá fuera el teléfono. Era casi como si hubiera llegado a aceptar que debíamos asumir algunos riesgos si de verdad queríamos luchar contra el Gobierno. Que mi madre fuera comadrona socavaría las bases de la medicina oficial, pero para serlo necesitaba un teléfono. Tal vez se aplicara la misma lógica al caso de Luke: necesitaría un sueldo con que mantener a la familia, comprar provisiones y prepararse para el Fin de los Tiempos, por lo que necesitaba la partida de nacimiento. La otra posibilidad es que mi madre no consultara a papá. Quizá concluyera por su cuenta que aceptaría la decisión. Es posible que por un tiempo la fuerza de mi madre lo desplazara incluso a él, un torbellino de hombre con un gran carisma.

Una vez iniciado el papeleo para Luke, mi madre decidió inscribirnos a los demás en el registro civil. Resultó más difícil de lo que esperaba. Puso la casa patas arriba buscando documentos que demostraran que éramos sus hijos. No encontró ninguno. En mi caso, nadie estaba seguro de cuándo había nacido. Ella recordaba una fecha, papá otra, y la abuela de colina abajo, que fue a la ciudad para hacer una declaración jurada de que yo era su nieta, aportó una tercera fecha.

Mi madre telefoneó a Salt Lake City, a la sede de la Iglesia. Un administrativo encontró un certificado de inscripción de mi nombre siendo recién nacida y otro de mi bautismo, que, como todos los niños mormones, recibí a los ocho años. Mi madre solicitó copias, que llegaron por correo al cabo de unos días. «¡Por el amor de Dios!», exclamó al abrir el sobre. En cada documento constaba una fecha de nacimiento distinta, y ninguna de las dos coincidía con la que había puesto la abuela en la declaración jurada.

Aquella semana mi madre se pasó varias horas diarias al teléfono. Con el receptor apoyado en el hombro y el cable extendido a lo largo de la cocina, guisaba, limpiaba y filtraba tinturas de hidrastis y de cardo santo mientras mantenía la misma conversación una y otra vez.

—Claro que debería haberla inscrito cuando nació, pero no lo hice. De eso se trata.

Unas voces murmuraban al otro extremo de la línea.

—Ya se lo he dicho, y también a su subordinado y al subordinado de su subordinado y a otras cincuenta personas esta misma semana: no tiene expediente escolar ni informes médicos. ¡No los tiene! No los hemos perdido. No puedo solicitar copias. ¡No existen!

»¿Fecha de nacimiento? Digamos que el 27.

»No, no estoy segura.

»No, no tengo ningún documento.

»Sí, esperaré.

Las voces pedían a mi madre que esperase en cuanto admitía que ignoraba mi fecha de nacimiento. La pasaban a los superiores, como si el hecho de que desconociéramos en qué día había nacido yo deslegitimara por completo la idea de que tenía una identidad. Era como si dijeran: «Sin fecha de nacimiento no puede ser una persona». Yo no entendía por qué no. Hasta que mi madre decidió inscribirme en el registro civil, nunca me había parecido extraño ignorar mi fecha de nacimiento. Sabía que había venido al mundo a finales de septiembre y cada año elegía un día, uno que no cayera en domingo porque no es divertido pasar el cumpleaños en una iglesia. A veces habría deseado que mi madre me dejara el teléfono para explicarlo. «Sí que tengo una fecha de nacimiento, igual que usted —habría querido decirles a las voces—, pero la mía cambia. ¿Acaso no le gustaría poder cambiar el día de su cumpleaños?»