Te canto las cuarenta, yendo por la cuarenta
La vida y la muerte, la inmensidad y la nada misma, y la ruta nacional más larga del país atravesando a la provincia de Mendoza, mezclados en amalgama imperfecta.
El gran Mendoza quedaba atrás mientras el automóvil avanzaba con rumbo sur, por la interminable ruta cuarenta. Los viajeros habían ingresado hacía algo más de media hora a la autovía apenas terminado el departamento de Las Heras, en donde la famosa arteria es llamada “Costanera” y, no casualmente, pasa por la zona costeando en forma serpenteante al canal Cacique Guaymallén, adquiriendo de ese modo correctamente su nombre. Desde que ingresa a la provincia por el norte lavallino, y antes aún de ese lugar en el que el rodado había entrado a la carretera, la cuarenta ya viene comunicando poblados, e intentando minimizar al desierto, dentro de sus humildes posibilidades de ruta nacional.
Luego de bordear a la capital de la provincia y al populoso Guaymallén, la cuarenta desemboca en el carril Rodríguez Peña a pocas cuadras del centro de Godoy Cruz y se convierte en el acceso Sur del gran Mendoza, pellizcando a Maipú, que a su izquierda crece y crece en población, albergando cada vez a más gentes que pretenden escapar de la gran ciudad y de sus caos eternos. Luego de ese periplo, la famosa ruta nacional llega a Luján, al que atraviesa durante varios kilómetros, cuando ya la principal urbe del oeste argentino ha quedado atrás.
En ese tramo, entre otros tantos, el automóvil de los viajeros avanzaba con rumbo sur, con un paisaje a su alrededor mezcla de viñedos con arideces varias, entre suspiros y pensamientos profundos de sus ocupantes.
-No somos nada – reclamó al universo el hombre desde el asiento del acompañante, mientras se tomaba un mate con la vista perdida en la cordillera de Los Andes que majestuosamente los acompañaba a mano derecha.
-Y, la verdad que no – respondió la conductora, sin saber a ciencia cierta lo que pasaba por la mente de su copiloto – el planeta pasó millones de años existiendo sin nosotros, un buen día nacemos, otro no tan bueno algunas décadas después nos morimos, y la tierra seguirá probablemente por millones de años más sin nuestra presencia, como si nada, porque en definitiva, como decís, no somos nada.
-Ah… no era tan profunda mi idea, pero en fin… ¿vos decís que después de esta vida, nada de nada?
-Y no. Cielo no hay, ni infierno por suerte, ni energías, ni nada de nada. No somos nada.
-Bueno, esa es tu opinión...
-Y sí, del mismo modo que todo lo que vos decís es tu opinión. ¿O tenés alguna verdad revelada?
El hombre se acomodó en el asiento del acompañante, cebó otro mate y concentró su vista en un punto que ya no estaba en la cordillera, sino tan solo en la nada misma, pretendiendo que su cerebro le permitiera pensar en alguna respuesta coherente mientras el automóvil se acercaba ya a la zona de Tunuyán. Tupungato se escondía en un valle entre cerros y cerrillos al oeste de sus miradas, y el dilema existencial estaba más que planteado.
-La verdad es que no tengo una verdad revelada -contestó finalmente el tipo, sin andarse preocupando por pedir que valieran las redundancias de su frase -pero tengo la esperanza de que haya algo… no sé qué, pero algo.
-Bueno, yo tengo esperanzas de que baje el dólar y suba el bitcoin, pero en fin, acá estamos con nuestras esperanzas, sin ninguna certeza, creyéndonos más de lo que somos.
-Está bien, pero hemos sido hechos a imagen y semejanza de…
-¿Te parece? -la mujer lo interrumpió sin dejarlo terminar la frase, mientras sacaba instintivamente el pie del acelerador, disminuyendo peligrosamente la velocidad del rodado - acto de soberbia como pocos, pretender que somos parecidos al creador de todo el universo... ¡Solo somos unos bichitos de un planeta entre tantos, de un sistema solar entre miles, de una galaxia entre millones! ¡No somos nada!
-Pero che, cada cual con sus creencias. De todos modos, no debería molestarte que otras personas pensemos distinto que vos, ¿no te parece?
El silencio volvió a reinar dentro del vehículo, y tan solo el sonido de los neumáticos rodando sobre el asfalto acompañaba a los viajantes, declarando que el tiempo transcurría, quizá con penas, aunque claramente sin gloria. Había pasado alrededor de una hora para cuando el departamento de San Carlos quedó finalmente atrás y empezaron a atravesar el inmenso San Rafael por su borde más cercano a Chile, para apuntar finalmente al aún más grande Malargüe, destino final de su periplo, y que con casi el treinta por ciento de la superficie provincial es por lejos el territorio más amplio de Mendoza. La ruta cuarenta los seguía
guiando, en la mitad de sus más de cinco mil kilómetros, que arrancan en la Quiaca jujeña para terminar al sur de Santa Cruz, o al revés, depende de cómo se mire la cosa; porque al final de eso se trata.
-Depende de cómo se mire la cosa, puede ser que al final tengas razón -concedió la conductora a su acompañante, con más ganas de terminar la disputa que de ganarla -no sé qué pasa después de que nos morimos, y honestamente, no tengo herramientas suficientes como para andar declarando verdades que no lo son...
-No somos nada -remató el hombre.
Las risas llenaron el ambiente. Las disputas entre los dos viajeros concluyeron, minimizando lo infinito a la nada misma. Que no deja de ser, de todos modos, una buena moraleja.
* Pablo R. Gómez, escritor autopercibido .
Instagram: @prgmez