Niño del Aconcagua

El científico que siendo un becario integró la expedición que "rescató" al Niño del Aconcagua

Víctor Durán es uno de los arqueólogos más destacados de Argentina y uno de los investigadores que subió a más de 5 mil metros de altura para desenterrar y trasladar el fardo funerario que fue hallado por andinistas el 8 de enero de 1985. Aquí, su historia y la simbología del histórico hallazgo.

Zulema Usach
Zulema Usach miércoles, 9 de noviembre de 2022 · 10:01 hs
El científico que siendo un becario integró la expedición que "rescató" al Niño del Aconcagua
Víctor Durán formó parte de la expedición que fue en busca del cuerpo del "Niño del Aconcagua" hace casi cuatro décadas. Foto: Gentileza
ver pantalla completa

Pocas personas hay que, justo en el inicio de su carrera, logren palpar tan de cerca la esencia de sus años de estudio. Víctor Durán tenía 27 años cuando durante esos días del verano de 1985 supo que formaría parte de la expedición de andinistas y científicos que desafiarían las alturas de la cordillera de Los Andes para ir al encuentro del hallazgo arqueológico más trascendental de la historia de Mendoza y uno de los más importantes para el país y el mundo. Habían pasado algunos días desde desde el 8 de enero, cuando el aviso de los escaladores del Club Andino de Mendoza, llegó a las áreas de investigación del Consejo Nacional de Ciencia y Técnica: un montículo sobre un sinuoso sendero del cerro Pirámide, adornado con coloridas plumas y desde el cual sobresalía lo que parecía ser un cráneo, había sido hallado a más de 5 mil metros de altura, rodeado por pequeñas murallas hechas de pircas.

Fue el primer capítulo de una historia que aún hasta hoy no tiene un cierre definitivo. Víctor fue uno de los tres arqueólogos que junto al reconocido investigador y docente Juan Schobinger y un equipo de andinistas del más alto nivel (los hermanos Franco y Alberto Pizzolón junto a los hermanos Fernando y Juan Carlos Pierobon y Gabriel Cabrera), regresaron al contrafuerte del Aconcagua días después del hallazgo histórico, para cumplir con la tarea de desenterrar el hallazgo arqueológico y destinarlo a su conservación, cuidado y estudio.

El comienzo de la odisea

El 23 de enero, en la noche fría de las altas cumbres, salió el equipo liderado por Schobinger, cuyas investigaciones previas a lo largo de décadas se habían centrado, justamente, en la cultura del Imperio Inca. Víctor, quien hoy es uno de los referentes más destacados del país en el mundo de la arqueología, tenía algo de experiencia en terrenos de altura: su papá era ingeniero dedicado a minas y por eso, su cuerpo ya sabía lo que significaba escalar a medida que el oxígeno se vuelve más escaso. Pero lo cierto es nunca había desafiado las alturas en una cumbre de 5.400 metros sobre el nivel del mar.

Mucho menos, conocía los riesgos que guarda la imponente cordillera de Los Andes a más de diez grados bajo cero de temperatura. Por eso, hoy su agradecimiento sigue latente hacia el equipo de andinistas que se atrevieron a sostenerlo en cada tramo a la expedición. "Yo era muy joven y tenía buen estado físico, Pero fueron ellos -los cinco andinistas- quienes nos empujaron para seguir adelante", cuenta el antropólogo mendocino especializado en arqueología. Además de ser el titular de la cátedra de Antropología de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, Víctor es doctor en Ciencias Naturales con orientación en Antropología e investigador del Conicet .

El terremoto que por cansancio nunca sintió

Al describir el momento del hallazgo, es como si aquél joven becario siguiera con su fascinación intacta. "Tardamos un día en llegar a la quebrada, hicimos noche allí para aclimatarnos", dice al rememorar otro hecho que tampoco podrá olvidar Mendoza: el 26 de enero de ese año, a ocho minutos pasada la medianoche, el terremoto de siete grados en la escala de Mercali sacudió a la provincia durante nueve segundos. "Yo estaba tan cansado que no lo había sentido; Me avisaron cuando desperté porque teníamos que seguir con el ascenso", recuerda el investigador del Conicet y docente.

El momento del rescate del cuerpo del niño que ya había comenzado a erosionarse, quedó fotografiado por Víctor.

El día siguiente, es el que significó un capítulo aparte en su historia. "Ver esa estructura, descubrir toda la historia y la cultura que allí se encerraba, fue un momento que nunca voy a olvidar", rememora Víctor y detalla que lo primero que vio el equipo de andinistas y científicos, fue el sendero pequeño de pircas que rodeaban el fardo.

"El cráneo del cadáver del niño estaba sobre la superficie; por eso se estaba erosionando. Estábamos todos maravillados; costó mucho desenterrarlo", cuenta el científico quien poco a poco fue descubriendo la existencia de cinco estatuillas con forma humana y de animales que acompañaban al cuerpo.

Los "custodios" del cuerpo

Recuerda el hombre que era una linda mañana pero que al iniciar el descenso, las ráfagas de viento blanco y la nieve complejizaron la tarea. El cuerpo del pequeño en su fardo funerario fue trasladado por el equipo en una mochila. Al llegar de regreso con el hallazgo arqueológico, en la Universidad Nacional de Cuyo se realizó una ceremonia y se activaron todos los mecanismos necesarios para conservar el cuerpo y el ajuar de manera de evitar el deterioro. Un antiguo laboratorio del Conicet (el Larlac) donó un freezer adecuado para su conservación y cuidado, que desde entonces está a cargo de los/las especialistas del Instituto Nacional de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales (Incihusa) del Conicet. Pero había un desafío más y no menor: Mendoza no contaba con una legislación patrimonial. "Se generó un documento y la UNCuyo quedó como custodia del cuerpo", aclara el arqueólogo y detalla que a partir de allí se llevó a cabo una tarea muy compleja de conservación del cuerpo, el ajuar y los textiles que envolvían al niño.

El equipo que subió al cerro donde se encontraba la pieza en enero de 1985.

Se descubrió, por ejemplo, que el pequeño de ocho años había sido alimentado con maíz antes de ser sometido al sacrificio, tal como indicaban los rituales milenarios mantenidos por el pueblo inca. Investigadores de Barcelona realizaron pasados los años, estudios en el genoma del cuerpo del niño. Los resultados arrojados indicaron que perteneció a un linaje humano que ya no existe.

El sacrificio humano para "conformar" a los dioses

La Capac Cocha, explica el investigador, era una ceremonia impuesta por el Estado Inca, cuando ocurría un evento  muy importante, como un período de sequía o tras la muerte de un líder o un terremoto, por mencionar algunos ejemplos. "Los cerros eran considerados como entidades en sí mismas, eran para ellos donde habitaban los ancestros y los dioses, pero también eran el escenario de las mediciones del tiempo y las observaciones astronómicas que hacían los religiosos. De ese modo, se calculaba, por ejemplo, si habría un buen período de cosecha o no", explica el docente y aclara que eso explica la fascinación del Imperio Inca por el Aconcagua.

En el marco de estas prácticas era que la ceremonia de sacrificar a niños o niñas de pueblos que eran sojuzgados por el imperio tenía tras de sí un simbolismo de poderío. "Se trataba de una propaganda política y religiosa en el marco de un Estado que se expandía a través del uso de la fuerza", profundiza el antropólogo y sienta su postura al explicar que en realidad, el "Niño del Aconcagua" no tiene descendientes directos, sino que forma parte de la historia de la humanidad y de los mendocinos en particular. "Por eso, lo que se debe hacer es conservarlo de manera respetuosa, por lo que se requiere de un consenso más de fondo antes de pensar en su restitución", dice con cautela el científico al hablar del cuerpo del pequeño cuerpo hallado en las alturas de la cordillera aquél 8 de enero, hace casi cuatro décadas.

Archivado en