Opinión

Claves para los que se van del país, pero no de vacaciones

Preocupado por la gran cantidad de argentinos que deciden, cada día, abandonar el país, el autor reflexiona sobre las actitudes que pueden facilitar el proceso migratorio.

Carlos Gustavo Motta viernes, 21 de enero de 2022 · 15:47 hs
Claves para los que se van del país, pero no de vacaciones
Foto: Pexels

El Aeropuerto Internacional de Ezeiza se convirtió en una sala de despedida en la que los familiares despiden a seres queridos que buscan en otro país una vida distinta. Según datos oficiales de la Dirección Nacional de Migraciones: entre el 1° de enero y el 29 de septiembre cruzaron la frontera hacia el exterior 653.631 personas. Se estima que, más allá de que sólo el 4% reconoció que se trataba de una mudanza, cerca del 25% lo hicieron con intención de irse a vivir a otro país ya sea por trabajo, por estudios o por buscar nuevas experiencias. 

Un proceso migratorio es una experiencia estresante que plantea un conflicto donde el cambio se adueña de toda una dinámica grupal que se aprecia como un reto planteado por esa misma circunstancia. 

La característica principal acentúa la capacidad adaptativa donde en primera instancia se verifica la necesidad imperiosa de ser aceptado a toda costa en el lugar elegido y que se torna dificultoso en niños migrantes donde deben desarrollar habilidades para adaptarse a nuevos colegios o grupos de pares. De todos modos, para un niño “ser el nuevo” puede ser una situación divertida, pero para un adulto, puede vivirse como rechazo.

Hay variables que influyen mucho en el éxito de este proceso migratorio. Un aspecto clave a tener en cuenta es que exista una participación familiar en la decisión de emprender un nuevo rumbo de vida en otro país: todas las opiniones pueden (y deben) ser tenidas en cuenta. Esto permite a los integrantes comprometerse con lo actuado por quien o quienes se van.

Además, al viajar con niños, se vuelve fundamental ponerles límites y conservar un orden interno, pautas horarias y hábitos del lugar elegido: pequeñas cosas que sirven para que puedan adaptarse de modo rápido a nuevas normas.

Otro aspecto fundamental a trabajar para lograr el éxito del proceso migratorio es descentralizar la culpa recurriendo al optimismo y buen humor. Ello surge de una comunicación franca: decir lo que nos duele y escucharlo aunque resulte complicado. Crear un espacio de escucha, quizás en algún momento del día o una vez a la semana. Si no se está en familia, tratar de crear un grupo de pares que actúen de modo solidario sin que se transforme en un grupo melancolizado por el lugar perdido.

En cada proceso migratorio, cada uno debe realizar su duelo de modo distinto. No existen dos duelos iguales. La pérdida que se siente implica una privación en lo cotidiano, echando de menos las antiguas experiencias.

El grupo familiar que se ha ido o la persona propia, puede retornar pero nunca lo hará igual. Lo temporal se pone de manifiesto. Si se viaja con niños, estos han crecido y el tiempo pasa para todos. Para los que se quedan y para los que se van hay vivencias importantes que no se compartirán y eso también debe ser sometido a un duelo. 

Es evidente que irse para no volver traerá consecuencias. A los trastornos ocasionados por hábitos distintos, lenguajes diferentes (aunque en algunos casos se hable el mismo idioma), burocracias de trámites generalizados, sumados a este nuevo orden mundial de la pandemia se le suman los recuerdos personales y cómo estos pueden afectar a nuestro psiquismo. Cuando se extraña en demasía, el nuevo mundo que estamos construyendo tiembla y la incertidumbre puede apoderarse de nosotros.

La migración afecta la configuración de la identidad, a su conformación y a atravesamientos temporales y territoriales provocando estados de desorganización, puesto que quienes emigran pierden mucho de los roles que desempeñaban en su comunidad, en su grupo de trabajo, entre amigos, en los ámbitos educativos y en su familia extensa. Este “ataque” a la identidad se contrarresta en grupos de encuentros que refuerzan sus relaciones y a veces alimentan prejuicios contra el país donde radicó su nuevo destino. Si la lengua del país es diferente se intentará reunirse con familias que hablen el mismo idioma.

El migrante está frente a un nuevo espacio, el que de algún modo ambiciona y al que se tiene que adaptar y paradojalmente, mantiene una relación con su comunidad de origen, alejando así, su rápida adaptación.

Más allá de estas breves variables mencionadas, debemos pensar en nuestro bienestar, el de nuestra propia familia, en nuestro futuro y si hemos decidido irnos por las razones que sean, habitar el lugar es alojarse e incluirse desde los pequeños actos hasta las grandes cuestiones, como por ejemplo, festejar feriados de ese país que nos resultan ajenos y participar activamente de su cultura. Pero sobre todo, seguir el hilo de nuestro deseo que si es compartido permitirá construir una nueva vida, que se ajustará al nuevo comienzo, porque la globalización permite nuevas subjetividades que se despliegan día a día en esta complicada época que nos toca vivir.

*Carlos Gustavo Motta es psicoanalista y cineasta.

 

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