El bien y el mal definen por penal

Charlas con mi amigo, el pirata del asfalto

Esta crónica se basa en anotaciones que el autor hizo en 2003, cuando convivía con un expresidiario. Son pedazos de una existencia a los tumbos; una minibiografía escrita bajo la idea -tal vez ingenua- de que un ser humano es siempre más que lo peor que haya hecho.

Facundo García
Facundo García domingo, 18 de abril de 2021 · 06:48 hs
Charlas con mi amigo, el pirata del asfalto
Ilustración: J.G

A veces me imagino que lo vuelvo a encontrar. Ahora que leo diarios más seguido, abro los portales y cada tanto se me hace un nudo en la garganta. Una respiración contenida, que afloja cuando veo que su cara no está en las fotos de la sección policial.

Porque Jorge "el Cabeza" Trento era un chorro. Un chorro veterano. Y ya nadie quiere a los ladrones viejos. Los apuran los guachines, o no les dan bola. No pueden correr, no tienen reflejos y son lerdos hasta para apretar los botones de un teléfono.

Por eso él estaba lo suficientemente solo como para agarrar el fierro y salir por la suya, poniendo en juego lo más grande que tenía, que -como le gustaba repetir- era justamente su cabeza. Cuando no andaba por ahí cagándose la vida, charlábamos y tomábamos vino en tetrabrick.

Pasado el segundo cartón, le costaba disimular la tristeza: “No me importan los balazos. Lo que sería una cagada es caer de nuevo en cana”, me explicaba.

Corría el verano de 2003. Conversábamos hasta cualquier hora en el departamento de dos ambientes en Flores, Buenos Aires: en mi habitación, una gran ventana que daba a la calle y sin cortinas. Desde los edificios de enfrente se veía todo lo que pasara ahí adentro. Del otro lado, un sofá donde dormía el Cabeza y algunos cajones de fruta que usábamos a modo de mesa.

"Yo no entro al cielo ni disfrazado de sodero"

Al Cabeza lo conocía desde antes. Había visto su porte gigantesco -“como chupetín de cincuenta pesos”, ilustraba- y lo había cruzado charlando en la calle.

El día que entramos al departamento que alquilamos juntos, yo tenía que irme hasta la noche. “Andá, que yo me ocupo de ordenar”, prometió el Cabeza.

Todo lo que tenía era un 38, una remera de Chacarita y una foto de la madre

Su mudanza había sido fácil. Todo lo que tenía era un crucifijo, un treinta y ocho con el número de serie limado, una remera de Chacharita y una foto de la madre, a quien no veía desde que había tenido que salir corriendo en un allanamiento, quince años atrás.

Gordo de tanto fideo, el Cabeza vestía con lo que hubiera. Generalmente usaba unos pantalones cortos de la selección de la hoy inexistente Yugoslavia. Se lo habría canjeado un rusito de los que tocaban el acordeón en las calles porteñas después de la caída del bloque soviético.

Okey, vuelvo al departamento. Me imaginé que él haría lo que cualquiera hace cuando entra a casa nueva; que se pondría a limpiar o algo así. No. Cerca de las nueve abrí la puerta y encontré una de las paredes llenas de mangos de afeitadora incrustados. Mangos, o sea la parte por la que se agarra. Miré al viejo como preguntándole si estaba loco. Orgulloso, me pasó un mate y me preguntó "si me gustaba el perchero".

Así fue nuestra amistad: un perchero hecho con basura; un plástico al que agarrarnos para no hundirnos en la nada. Un pibe de clase media que se venía cayendo del mapa y un delincuente acostumbrado a robar camiones.

Era áspero, el Cabeza: 

—A mí no me dejan entrar al cielo ni disfrazado de sodero— bromeaba.

Una fe a prueba de balas

Lo parieron en San Martín, en el conurbano bonaerense. Cuando hacía varios meses que compartíamos el depto, me pidió que lo acompañara a ver a la Virgen de Lourdes de Santos Lugares.

Compró dos botellas de agua mineral, las cargó en una mochila y salimos. El viaje fue largo, aunque él lo acortó llenándolo de chistes malos que remataba con sus carcajadas sin dientes, aquella explosión que hacía a los demás pasajeros del tren sonreír de incomodidad y miedo.

"Llame ya al cura. Es urgente"

Llegamos a la iglesia. Subimos la escalinata y una vez bajo la frescura de los techos altos, lo acompañé en silencio mientras él rezaba en voz baja. Al rato vi que se levantaba. Encaró a un tipo que andaba ordenando el sagrario y le pidió que llamara al cura. “Es urgente”, dijo.

El otro volvió con un sacerdote que parecía recién salido de la ducha:

–Buen día, señor. ¿Qué anda necesitando?— preguntó el cura.
—Padre. ¿Me podría bendecir esta agua?— pidió el Cabeza, las botellas de plástico en la mano.

El cura bendijo y el Cabeza le pidió que además lo confesara. Así que todavía tuve que esperar un rato bajo el sol. Lo vi salir con semblante beatífico. Ya de vuelta, no habíamos caminado ni una cuadra cuando abrió de nuevo su mochila, giró la tapita de una de las botellas y se tomó, glu glu, el agua bendita. Bebió un trago larguísimo. “¿Qué pasa, que ponés esa cara? ¡esto hace re bien, gil!”.

Volvimos al atardecer. Fumando, sentados en el escaloncito del tren, con las rodillas chicoteadas por los yuyos que pasaban y los párpados afilados, de cara a los últimos rayos de sol.

Blues del ladrón viejo

Para el Cabeza la batalla más difícil venía ahora que para ladrón estaba viejo. El cigarro. Mucha panza. 

Filosofaba con ideas que todavía uso de vez en cuando: “Si hacés algo por necesidad, siempre te encajan alguna obligación”. O si no: "nunca tomes decisiones sin estar bien comido, bien dormido y bien...", bueno, ya imaginarán cómo terminaba la reflexión

Sin entenderlo del todo yo le hacía preguntas y escribía sus respuestas en un cuaderno. Lo veía gastarse en drogas los ciento cincuenta pesos que cobraba del Plan Trabajar. Se iba a la villa en una bici cross que le quedaba graciosísima. Volvía duro. Después dormía cuatro días.

El cabeza tenía sus problemas. 

Y en sus jornadas detox, el Cabeza recuperaba el aura sentenciosa. Podía, por ejemplo, interrumpir la cena y comentar que había conocido a Nelson Mandela:

–Me lo encontré por la calle, saliendo del edificio de la Legislatura. Iba con su esposa y hasta le di la mano.

–¿Y qué sentiste?

–Nada. Después me fui a afanar carne al mercadito de la otra cuadra.

Cómo es robar un camión

Me contó el Cabeza que robar un camión no es moco de pavo. Por supuesto que cuando pegabas uno, vivías como Gardel por cinco o seis meses.

En la victoria se mezclaban el olor de los casinos de provincia, las milanesas con papas fritas y las risas gallináceas de las pibas que laburaban las whiskerías de campo; muchachas que sospechaban un poco de esos morochos con tanta guita pero que después de dos o tres semanas se permitían disfrutar sin culpa y hasta dejaban germinar ilusiones en el brillo de sus ojos achinados.

La piratería del asfalto transitaba otra etapa: no existían el GPS ni los celulares

Hablamos de fines de los ochenta. Provincia de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, San Luis, San Juan, Tucumán, Salta, Jujuy. Desaforando kilómetros a mil por hora. Destrozando cupés Fuego. Perdiendo la cuenta de lo gastado. Mirando sólo las columnas de la izquierda en la lista de los restaurantes.

La piratería del asfalto estaba en otra etapa: el monitoreo GPS no existía y la felicidad era el simple placer de ir con la ventanilla abierta, para olisquear el chaparrón justo antes de que se largue.

“Hay que ser vivo, sobre todo”, meditaba el Cabeza cuando me comentaba todo esto en el departamento. Y se reía solo, acordándose de aquella vez que asaltaron al mosquito.

"Mosquito" se les llamaba a esos camiones que llevan varios autos -generalmente cero kilómetro- acomodados en un acoplado que más que acoplado se asemeja a una reja. Este mosquito era un Mercedes que rascaba solitario la Ruta Siete, igual que un rey desguarnecido y fofo.

La banda del Cabeza, Morrongo y Tarifa se había montado en una Chevy del 73. Morrongo era el más serio, con los cachetes curtidos, siempre en silencio y a veces dormido hasta minutos antes de dar el golpe.

Tarifa, el otro cómplice, era más joven. Reía para adentro siempre: nadie le había enseñado que tuviera algún sentido sonreír para afuera. Le decían así, “Tarifa” porque desde chico había aprendido a decir cuánto cobraba su vieja por la media hora y por la hora completa.

Era un 1 de mayo, Día del Trabajador. Cero tráfico en la ruta. Los efectivos de la caminera, a lo sumo, estarían armando el fuego del asado. La Chevy aceleró. 

Pusieron el vehículo al lado del mosquito y le mostraron al conductor las Ithacas, sacándolas por la ventanilla.

Estacioná— había ordenado el Cabeza, los párpados separados igual que un samurái.

El del camión había frenado, haciendo saltitos en ese asiento rebotón que llevaban algunos rodados de gran porte.

—Dame las llaves y bajate— insistió el Cabeza, y el resto de la tropa se dedicó a abrir los coches. Desplegaron la rampa del acoplado y bajaron dos autos a estrenar. Hubiera sido inútil llevarse el camión, porque era difícil esconder semejante dinosaurio.

El sol trepaba el horizonte. Ahora por la ruta ya pasaban familias que iban de camping, con reposeras arriba del techo de los vehículos. “Escuchame bien -se despidió el Cabeza atándole las manos al chofer y vendándole la boca-: te vas a quedar un rato en la parte de atrás de la cabina, ¿tamo? Cuidado porque te vigilo. Movés un pelo, vas al muere”.

Con el tipo tieso adentro del camión, los atorrantes se acomodaron cada uno en un coche. El Cabeza nunca me explicó cómo los arrancaron. ¿El chofer tendría todas las llaves? ¿Alguno sabría cómo lograr que hicieran contacto? Misterio.

Morrongo, el impasible, iba adelante y con el viejo Chevy. Los otros dos en los cero kilómetro que robaron del camión. Habían acordado que se separarían en el primer cruce, para despistar. Había que vender lo afanado esa misma tarde en el desarmadero de cualquiera de los "muchachos conocidos".

Cada cual pisó su acelerador. En la intimidad de cada volante flotaban cálculos sobre qué hacer con la guita. Esperanzas. De envejecer abriendo un almacén de barrio. De volver, triunfantes, a buscar novias perdidas. De seguir comentando las cosas del mundo con asombro de vacaciones.

A sólo unos metros del cruce en el que habían acordado separarse, Morrongo vio por el retrovisor que el flamante Peugeot 504 conducido por Tarifa se ladeaba a la banquina y bajaba la velocidad. Tocó un bocinazo y sacó el brazo haciendo montoncitos con la mano, como preguntando “¿qué te picó?”.

El 504 estaba quieto. El conductor, es decir Tarifa, abrió la puerta y salió a las corridas, agitando las manos. Morrongo frenó la Chevy. Casi inmediatamente pudo ver que al lado del Tarifa también venía al trote, un poco más retrasado, el Cabeza, que se detenía cada cincuenta metros para recuperar el aliento.

—¡Abrime, gil!
—¿Qué pasó?
—No tienen nafta ¡Son autos nuevos!

Terminaron de decir eso y vieron que a lo lejos venía un Falcon, con la sirena policial que les vibraba en el centro del estómago. 

A lo lejos venía un Falcon. 

Cimarrón en mano, ya del otro lado de los años que había pasado tras las rejas, el Cabeza cavilaba: “¿sabés que es lo primero que se te pasa por la mente en esos momentos? Te dan ganas de volver a ser nadie, de ser otra vez un gil del montón”.

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  • Ilustraciones: Julieta García.
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