#MDZLecturas-Verano 2020

Recuerdos que mienten un poco, por Indio Solari

Las memorias del creador y líder de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, desde sus orígenes en Paraná hace 70 años hasta hoy, atravesando la historia disco por disco, sus comienzos, sus influencias, su independencia militante, en un imperdible diálogo con el escritor Marcelo Figueras.

Redacción MDZ
Redacción MDZ domingo, 12 de enero de 2020 · 07:01 hs
Recuerdos que mienten un poco, por Indio Solari

Fragmento

Capítulo Uno


Cosas de indios

Un guapo del 900 — Chopin no tiene la culpa — Casi Norman — El director(cito) de orquesta — En brazos de Eva — Pichón de terrorista — El más útil de los manuales — Un francotirador — Masas finas — Juguetes marca Solari — “¡Ay, me muero!”

1.

Empecemos por tu padre. ¿Quién era, cómo era?

Mi viejo era un Hombre de Piedra. Capaz de sacar una pistola porque le dijiste pijotero. Producto de otros códigos de conducta, de otros valores. Nació en 1900, se llamaba José Solari y era de La Pampa. Trabajó toda su vida en el correo, donde empezó siendo guardahilos en el sur, hace casi un siglo. Esto lo obligaba a viajar por paisajes que eran la nada misma: inspeccionaba los cables de las líneas telefónicas y telegráficas, armado con una pértiga que le servía para limpiar y desenredar el tendido. Como las tormentas de nieve eran frecuentes y el hielo se juntaba encima de los cables, terminaban cortándose. Y alguien tenía que hacer la reparación.

Hay que imaginarse lo que debía ser el sur más remoto de la Argentina en aquella época: kilómetros y kilómetros de desolación helada, sin gente ni casas ni ninguna otra marca del ingenio humano más allá de los cables. Ahí, cualquier error —si se mancaba tu caballo, si te lastimabas con algo— podía significar la muerte.

Pero a mi viejo nunca le pesó esa vida, al contrario. Le encantaba el campo, camuflarse con ramas para cazar avestruces: les sacaba unas lindas milanesas.

Un día, para arreglar un cable, se subió arriba del caballo que lo trasladaba. No era la clase de laburo en el que contabas con una escalera, lo que hacía falta era un caballo obediente. Pero este bicho hizo no sé qué mierda y mi viejo se cayó.

Quedó cabeza abajo, con una pierna enganchada en la horqueta de un árbol, en medio de la nada. Veía sólo nieve, la tormenta… ¡Todo blanco!

Menos mal que zafó. De otro modo, no habría habido Indio, ni Redondos. Y tampoco existiría este libro.

2.

¿Y tu mamá?

Mi vieja era hija de un vasco francés medio vagoneta, bailarín, qué la dejó en el sur: en Río Colorado, a cargo de unos conocidos —dueños del único hotel del lugar— que se convirtieron en sus padrinos y eventualmente en mis abuelos postizos. La gente que vivía por entonces en el sur era como Davy Crockett: hacía vida de frontera.

Se llamaba Santiago Choy, mi abuelo. Y mis bisabuelos, si no me lo contaron mal, se llamaban Marianne y Pierre au Lemoine. Una familia de origen vasco, del Cantón de Moulins en los Bajos Pirineos, que se había mezclado con otra familia que era francesa, de las inmediaciones de Bayona.

A mi vieja le pusieron Celina Estelita. Se ve que el escriba del Registro Civil preguntó cómo le iban a poner y dijeron Estelita, porque la verían minúscula, y el tipo anotó eso literalmente. Le quedó el diminutivo hasta los 100 años.

3.

¿Qué te contaban de aquella vida de frontera?

Mi abuelo postizo tenía de preferido al indio Peine, que era un viejo ladino. Lo hacía comer con la familia todos los días. A su mujer —mi abuela postiza— no le gustaba un carajo, porque el indio no se lavaba nunca las manos y mi abuelo le servía antes que a todos los demás; le daba siempre las mejores presas, la carne más rica. Entonces inventaron una historia para empujarlo a que se las lavase, sin ofenderlo.

Agarraron una jofaina, la llenaron de agua. Todo el personal aceptó hacer fila, para lavarse las manos con jabón. El indio avanzaba. Pero cuando le llegó el turno dijo, con elegancia: No, gracia. ¡Io no cotumbro!

4.

En la casa de mi madre había una fonola. Un día, mientras sonaba la música clásica que solían poner, vio que una de las indias lloraba. Era la madre de la india que trabajaba en la casa, que había ido de visita. Mi madre la ve así, llevándose el pañuelito a los ojos, y piensa: Lo que es el espíritu humano. Qué sensibilidad la de esta mujer, ante una música universal. Pero como la india seguía llorando, le preguntó si se sentía bien. Y la india le dijo: No, es que ando codida ’e los ojos.

No era que Chopin la emocionaba. Lagrimeaba porque tenía una peste.

5.

Hace unos cuantos años, cuando vivías a tiro de Plaza Irlanda, grabaste a tu vieja —a quien le decían Chicha— contando historias de esa infancia vivida en territorio casi salvaje.

Todavía me hace llorar de risa lo que dijo la vieja cuando le pedí que probase sonido. Cualquiera hubiese tirado uno, dos, tres, probando, hola hola como todo el mundo. Pero Chicha va y dice: ¡Por la abolición de los ejércitos y su misión!

Está claro que no venís de una probeta… Dejemos que la voz de Chicha se haga oír en esta parte del relato.

Mi padre quedó viudo muy joven, tendría 22 o 23 años. Y como no tenía a nadie acá —toda su familia estaba en Francia—, me dejó con los padrinos, a quienes conocía y frecuentaba en Río Colorado. Recuerdo despertar por primera vez en casa de ellos y ver una luz blanca que me impresionó. Gas de carburo, le decían, era la iluminación que generaban con una máquina para todo el hotel. Pensá que hablo de una época en la cual la iluminación del pueblo dependía de los serenos que encendían las farolas al caer el sol… Bajo esa luz alcancé a ver una mesita llena de juguetes, potiches, adornos muy finos, porque en esa casa no había criaturas. Recuerdo unos muñequitos de porcelana preciosos y las primeras paqueterías que me compraron: ropa que hacían traer de Buenos Aires, tapados que hacían juego con los sombreritos…

Tenía dos años y pico, nomás. Es obvio que extrañaba, parece que durante los primeros días no hablé. Unos vecinos vascos tenían a un nene de 12 que trataba de hacerme jugar. Era el único al que yo aceptaba. Como a los tres días dice mi mamita que empecé a llamarlo: Miguel, Miguel… Y eso los alivió, porque mi silencio los estaba asustando.

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En un pueblo tan chico, la diversión de los adultos era reunirse los sábados y hacer garufas con las gallinas de los vecinos. ¡Se las robaban entre ellos! Recuerdo que mamita se levantó una mañana y encontró que no quedaba ninguna. Sólo estaba el gallo, que tenía una cajita de fósforos atada a una pata, con un mensaje adentro. Decía: Desde las doce de la noche que estoy viudito.

El chiste de las gallinas terminó en una tragedia. Una noche le robaron un lechón a un italiano que los denunció y metieron preso a uno de la barra. Lo condenaron y se lo iban a llevar a la cárcel de Viedma. Pero parece que este muchacho tenía una relación oculta con una hermosa mujer casada. Cuando esta mujer supo que se lo llevaban a Viedma quiso seguirlo, irse con él. Pero el esposo la descubrió cuando estaba saltando la pared con una valija para irse. El hombre le imploró, agarró una efigie de la Virgen que solía adorar y por ella le pidió que no se fuera. Pero según contó después, la mujer le hizo pedazos la efigie de la Virgen y agarró un cuchillo de la cocina para apuñalarlo. Ahí él se apoderó del cuchillo… y terminó metiéndole veinte puñaladas. Me acuerdo cuando velaron a la mujer, los chicos del colegio estudiábamos el cuerpo de lejos y decíamos: Mirá, ahí hay una mancha de sangre…, e imaginábamos que se le veían las puñaladas y todo.

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Una vez hubo una creciente fenomenal, se desbordó un lago y tomó todo el valle de Río Negro. Llegó papá a caballo y le dijo a mi padrino: Mirá, Graciano, que viene un agua muy grande. Levantá campamento o me llevo la nena. Cargaron colchones y ropa, alcanzamos a llegar a la estación de tren para salir rumbo a Bahía Blanca pero el convoy no pudo seguir, el agua le cortó el camino. Vivimos un mes y medio o dos arriba de los vagones. Desde ahí veíamos los caballos nadando, los animales que flotaban sobre fardos de pasto, un hombre al que trajo la corriente todo llagado… Estuvimos dos días sin comer, hasta que cazaron un cerdo nadador. ¡Usábamos como inodoros las latas de metal de las galletitas!

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De los 4 a los 12 años ya no lo vi más a mi papá. Recién nos reencontramos cuando tuve tipo 15. Después me casé y la relación se hizo más frecuente.

Mi padrino era dueño de un hotel importante, que tenía confitería y cine. Me recuerdo sentada encima de una mesa, viendo un tren en la pantalla. Venía la locomotora y yo pensaba que se me echaba encima. Un paisano se asustó… ¡y salió disparando!

Había una maestra pensionista del hotel que me quería mucho. Yo desayunaba con la señorita Cornejo, ella era muy recta y cariñosa. Me llevaba como oyente a sus clases, decía que era muy despierta. Yo quería escribir como las chicas grandes, tener todos esos útiles. Entonces trataba de hacer lo mismo que ellas, igual que ellas. Pero la señorita Cornejo me ponía tareas más simples. Como yo me rebelaba, un día me llevó al patio en penitencia. Y en lugar de quedarme ahí, yo me escapé: me fui al hotel.

Ahí me vio mi padrino y me dijo: ¿No te habías ido con la señorita Rufina? Mamita, que lo entendió todo, me llevó de regreso a la escuela pero me escondió y se metió en la clase a preguntarle a la señorita Cornejo dónde estaba yo. La maestra dijo que me había portado mal y salió a buscarme al patio… ¡donde yo no estaba! Casi se muere de un infarto.

Es que yo era muy conversadora, y ella para callarme me retorcía el pico, los labios. Años después seguía diciendo: Esta pícara era diabla, cuando chiquita. Y yo le contestaba: La culpa de que yo sea bocona es suya, porque usted me torcía el pico.

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Papito compró un hotel en Choele Choel y nos fuimos, viajando en una volanta.

Al otro día de llegar salí a caminar sola. Era la nena nueva. Me encontré con chicos de una familia judía, con los que me puse a jugar. Esa familia tenía una joyería, y cuando me llevaron al negocio vi un anillito y una cadena y me dije: Voy a comprar todo esto. ¡Y el hombre me lo dio! Cómo sería la ingenuidad, la confianza en el otro que había en esas épocas… Y me aparecí en el hotel de anillo y de cadena. Cuando me preguntaron de dónde los había sacado, respondí: Yo les dije que después iban a ir ustedes a pagar…

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Este hotel no tenía cine pero igual recibía compañías de teatro todos los años. Me acuerdo de Olinda Bozán. A veces se escapaban sin pagar, cuando la temporada no iba bien. También me acuerdo de Narcisín Ibañez Menta, que era por entonces un niño prodigio e iba de gira con su padre. Yo era muy artista también, me aprendía todos los cuplés… Un día me disfracé con mosquiteros y canté El relicario. Cuando terminé la canción, me sorprendió un aplauso. Eran los artistas de una de esas compañías, que me habían estado espiando y le pidieron permiso a mi papá para que cantara en la matiné del domingo.

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Cuando nos fuimos a vivir a Choele Choel, yo ya tendría unos 4 años. Era un pueblito, ocho o nueve casas de un lado y otro tanto del otro. La calle principal era un arenal, el Ford no podía pasar, sólo pasaban el Buick y el Hispano Suizo que tenía la estanciera de la zona. Otra estancia estaba en manos del coronel Belisle, que quizás la heredó de la Campaña del Desierto. Bah: “heredó”… (Ríe.)

Como teníamos hotel, los visitantes ingleses —en general, gente vinculada con los ferrocarriles— paraban ahí, que era donde se hacían los banquetes. Recuerdo que nos visitaron Ángel Gallardo, que era presidente del Consejo Nacional de Educación, el Príncipe Umberto…1 De tanto en tanto llegaban viajantes de Gath & Chaves, Harrods y otras tiendas de la época, con baúles llenos de mercadería.

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Los Lehmann me llevaban de vacaciones. En esa época, cuando te portabas mal te contaban la leyenda del curita. Así te amenazaban: Ojo, que te va a venir a buscar el curita…. Decían que aparecía una sombra gigantesca con forma de cura y los perros se echaban a ladrar. Una vez me retaron y yo, sugestionada por ese asunto de la sombra, la vi pasar…

Cuando tenía 8 o 9 me metí a ayudar a una india de 120 años que había en el pueblo. Era un montoncito de huesos, la cubrían con un poncho. Yo la tomé como si fuera mi protegida, le llevaba comida, le lavaba la cara, la peinaba, pero ella no salía nunca de esa posición en cuclillas junto al fueguito. Vivía en una enramadita, una choza de jarillas. Me llevó cautiva el Rosas, contaba. ¡Pero decía siempre lo mismo! Me gustaba estar con ella, le había tomado cariño. Un día se enteró la prensa de que yo la cuidaba y terminó saliendo la historia en La Nueva Provincia de Bahía Blanca. Dos páginas le dedicaron, bajo el título: “La niñez en acción”.

Doña Mauricia, le decíamos. A su hijo le decíamos Mauricio también, y la nuera era la Mauricia…

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Era de apegarme a todas las chicas que despreciaban en la escuela, yo las protegía. Me daban dinero para fruta en el recreo y yo les compraba a ellas. Así andaba, llena de piojitos y mi mamá protestaba: Siempre cerca de los piojosos, vos….

A los 12 nos fuimos a Río Colorado, mi papá cambió de rubro y se dedicó a la hacienda. De ahí me mandaron a un colegio de monjas en Bahía Blanca, cinco años bastante severos. Separaban a las pupilas —o sea, a nosotras— de “las externas”. Discriminaban mucho a las artesanas, que eran las que trabajaban para pagar su educación. Cuando querían castigarte, te mandaban a comer con ellas. ¡Galletas surtidas, y gracias!

Después ya me casé. A mi marido lo mandaron al lago Puelo, lo que después fue El Bolsón. En ese época vivía por ahí un americano loco que inventó que había aparecido un plesiosaurio en la zona… ¡Venían todos en Mercedes Benz a verlo! Tomaba mucho, este tipo. Andaba siempre armado y como gracia disparaba a los tacos de los zapatos de la gente o la embocaba con un lazo a lo cowboy. Terminó bebiendo kerosene, se intoxicó y murió. Le decían El Gringo Sheffield, o algo parecido.

6.

¿Qué sabés de la historia de amor de tus viejos?

No mucho. Seguramente se conocieron bailando, como se usaba en la época. Según decían todos, tenían buena reputación en las pistas. Bailar era algo que se tomaban en serio.

Pero la familia postiza de mi vieja no veía con agrado a este empleaducho del Correo, que además era bastante mayor que ella. Pese a su falta de aprobación, el asunto siguió adelante. Y mi viejo progresaba. Cuando nací ya era jefe en Paraná. En esa época, ser jefe del Correo era como ser director de la sucursal del Banco Nación del pueblo. ¡Casi un cargo ministerial!

Tenés un hermano bastante mayor que vos.

Me lleva casi diez años. Somos dos personalidades totalmente opuestas. Uno fue militar, carrera completa: liceo, colegio, ejército… Y yo fui hippie.

Se llama Jorge Antonio Omar. Y a mí me pusieron Carlos. Mi vieja mandó a mi viejo a registrarme. Ella quería ponerme Norman Alberto. ¡Lo habrá sacado de algún libro!

El mismo libro que habrán leído los padres de Leonard Cohen, imagino. Porque a él le pusieron Leonard Norman Cohen.

Mirá vos… ¡No sabía! Pero mi viejo, cuando llegó al Registro Civil, me puso Carlos Alberto. El muy turro le dijo todo que sí a mi vieja. No le discutió. ¡Y después hizo lo que quiso!

Me lo imagino volviendo a casa, y al escuchar que mi vieja me llamaba por el nombre que había elegido, cortándole el mambo: No, Norman no: decile Carlitos.

7.

Viendo las fotos, queda claro que te parecés más a tu vieja.

Yo salí a los Choy. Mi hermano es más moreno y más alto, salió a mi viejo. La tez de mi viejo no era cetrina pero tampoco tan blanca como la de mi mamá, que era una leche.

Mi viejo era descendiente de genoveses. Los italianos tienen un clima propicio para tostarse fácilmente, son pueblos que han sido cruzados por distintas turbas.

Chicha entre los indios de verdad.

Chicha se desprende de los marjales sureños.

Chicha desafía aguas bravías, ma non troppo.

The Solari Kid, lanzado al galope.

Adivinen cuál es Solari. (Pista: cerca de las faldas adoradas.)

Bendito tú eres entre todos los adultos.

Era un hombre muy serio pero no se daba cuenta. Mi vieja le preguntaba: ¿Te pasa algo? Y él: No, no, ¿por qué me decís? Yo pensé que estaba sonriendo.

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