Postales Mendocinas

Entiendo que ayer hubo un estúpido eclipse

Supuse, entonces, que esa penumbra vino para quedarse cubriéndolo todo como un velo ineludible, como un sincero séquito universal ante las penurias. Sin embargo, no: era el tosco eclipse.

miércoles, 3 de julio de 2019 · 14:56 hs

Según parece, hubo un eclipse. 

Es más: a las 17.30, percibí cierto marcado oscurecimiento, que atribuí a íntimas cavilaciones existenciales vinculadas a la situación económica (pensaba yo, que soy periodista, que el día a día, el persona a persona y el íntimo y profundo dolor que provoca esta crisis era intencional e inteligentemente ignorado por la mass media comunicacional argentina, que tiene otros planes de construcción de realidad; pensaba, incluso, que, por ejemplo, decir -si lo dicen- que millones de personas cayeron en la pobreza o que cientos de miles de niñas y niños no reciben buena alimentación era una estrategia de distanciamiento a lo Brecht, y que una sola familia humilde sin nada a la hora de la cena sería capaz de negar toda la fucking maquinaria neoliberal en marcha y por eso mejor no hablar de ciertas cosas). Y atribuí estas cavilaciones a intimidades románticas. 

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En fin, mientras pensaba y sentía resultó que, contra todo pronóstico, el eclipse era verdad.

Supuse, entonces, que esa penumbra omnipresente -como un dios de los de antes- vino para quedarse, cubriéndolo todo como su velo ineludible, como un sincero séquito universal ante las penurias que pasan las noches en nuestros bolsillos.

Sin embargo, no: era el tosco eclipse. Me puse los lentes y miré al Sol y lo vi pálido y cansado, pero no: era la Luna oponiéndose, quitándole el habitual protagonismo, era, finalmente, el mentado eclipse.

Detuve mi coche frente a la escuela Salvador Mazza, en el barrio Alimentación de Guaymallén: allí fui invitado ayer por una profe a proyectar mi documental sobre las cárceles mendocinas y a charlar con los alumnos de esa escuela pública.

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Entré y resultó que las hermosas chicas y los hermosos chicos habían hecho una pausa para tomar un yerbiado en sus vasos plásticos, mientras el eclipse seguía con su valsecito macilento y los alumnos, con el suyo, verde y tibio.

Al rato, charlamos un buen rato, mirándonos a los ojos.

Hablamos de no abandonar la escuela, de apostar por los sueños y terminar la secundaria; de conseguirse un laburo y hacer la universidad; de hacernos la promesa de no dejar de estudiar, de prepararnos para darnos un mejor futuro y, después, dar un futuro mejor a los futuros hijos; quizás, una vida económicamente mejor a la que, con todos su sacrificios, nos dieron nuestros padres.

Y hablamos de que la educación pública es un tesoro que debemos aprovechar y defender y también hablamos de drogas y de esclavos y de encierro y de la poesía y el rock y las maravillas que hay escondidas en cada libro, esperándonos, como un novio espera en el bar a su novia marinera.

Fue una tarde hermosa y me regalaron una caja con alfajores de Churrico, que estaban más ricos que comer pollo con la mano.

Terminé la tarde yendo a Maipú, a la ferretería de don Luis Cornejo, un buen hombre -pescador y memorioso- a encargarle una cortina de totora, ese junco gaucho que te da calor en el invierno y frescura en el verano. Y escuché a los clientes compartir sus emociones, ese talismán que fatigan los humildes para darse fuerzas, unos a otros.

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Y, luego, me detuve en la cancha de Gutiérrez Sport Club: allí jugaba, en la primera, mi hermano Oscar y mil veces fuimos a verlos con mi papá Pocholo y mis tíos Nino y Coco y allí lo vimos ganar el ascenso a primera, con el Botón Rodríguez y el Guitarrón Herrara y el Mudo Castellino y el Miguel Rodríguez y tantos otros. Esa cancha era como un espacio de lo sagrado para mí y jugaba a subir y bajar las tribunas y a espantar palomas de los eucaliptos y mear desde las alturas, mientras soñaba ser el 10 de la selección argentina (no lo fui, claramente, pero, bueno, el D10go lo fue por mí).

El atardecer, con una luz más mortecina de lo habitual, me encontró vagando por la Ruta 60, escuchando “Bocanada”, de Cerati, y comiendo alfajor de chocolate. Y eso fue todo, para mí, respecto del eclipse.

¿Qué esperaban, si esperaban? Hacen muy mal en gastar energías cultivando estólidas esperanzas. Siempre será mejor hacer que creer; siempre sea mejor ir hacia el fuego, como la mariposa, que adormecerse bajo el eclipse. 

Ulises Naranjo.