Opinión

Venezuela, México y el principio de "no influencia"

La opinión de Jorge Millán para MDZ:

miércoles, 20 de febrero de 2019 · 13:29 hs

Cuando el 23 de enero pasado, Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional venezolana, se proclamó presidente interino de Venezuela, varios países se apresuraron a reconocerlo como único interlocutor válido de ese país. Ello implicaba desconocer la figura de Nicolás Maduro quien, pocos días antes, el 10 de enero de 2019, había asumido su segundo mandato presidencial surgido de unas elecciones (10 de mayo de 2018) catalogadas por la oposición venezolana y gran parte de la comunidad internacional de ‘poco transparentes’. De ahí que se catalogue a Maduro como un ‘usurpador’ en las actuales funciones presidenciales.

Entre los países que reconocieron a Guaidó como presidente interino (hasta que se realicen elecciones presidenciales libres y transparentes) están los Estados Unidos (el primero en reconocerlo), los países del llamado Grupo de Lima (Argentina, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Guatemala, Guyana, Honduras, Panamá, Paraguay, Perú y Santa Lucía) y, en días posteriores, Australia, España y Alemania, entre otros.

Entre los países que no reconocen a Guaidó como mandatario interino están Uruguay, Irán, Cuba, Turquía, Rusia, China y México. Algunos de ellos por razones de afinidad ideológica, otros por razones estrictamente políticas y económicas.

Pero, ¿por qué México sigue reconociendo a Nicolás Maduro? Porque México está haciendo aplicación de la denominada Doctrina Estrada.

Genaro Estrada (1887-1937), además de periodista, escritor y diplomático, fue canciller de México entre 1930 y 1932. Fue él quien presentó ante la Sociedad de las Naciones (más tarde Naciones Unidas), lo que él llamaba ‘la doctrina mexicana’. Según Estrada, quien fuera presidente de la Academia Mexicana de Derecho Internacional, no debía ser bien visto por la comunidad internacional que un país se pronunciara sobre la legitimidad de los gobiernos de otros países en los casos en que esos gobiernos llegaran al poder por fuera de lo que sus respectivas constituciones contemplaban (gobiernos ‘de facto’), y su consecuente reconocimiento.

La segunda parte de la Doctrina Estrada alude al derecho de los países a nombrar agentes diplomáticos en esos países con gobiernos ‘de facto’ y, como contrapartida, el derecho de los estados a aceptar a los agentes diplomáticos designados por esos países.

Esa podría ser una de las críticas susceptibles de ser formuladas a la doctrina ya que si bien, según ella, un determinado país debe abstenerse de emitir opiniones respecto de la legitimidad del gobierno de otro país y su reconocimiento, implícitamente lo estaría haciendo al designar o al retirar embajadores o a aceptar o no al diplomático que se designe. Nótese que en la ceremonia de asunción de Nicolás Maduro, el pasado 10 de enero, no estuvo presente el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, ni su canciller, ni siquiera la embajadora de México en Caracas, Eréndira Araceli Paz Campos, sino que el representante mexicano en la ceremonia fue el encargado de negocios en Caracas, Juan Manuel Nungaray, es decir, un funcionario de baja jerarquía. Esa circunstancia, en el lenguaje de la diplomacia, ya dice bastante sobre el parecer del gobierno mexicano.

Cabe señalar que en mayo de 2018, al proclamarse Maduro triunfador en las elecciones, el gobierno mexicano, presidido entonces por Enrique Peña Nieto, llamó ‘a consultas’ a la embajadora en Caracas en señal de protesta; se sabía que las elecciones habían estado ‘amañadas’ o manipuladas. El presidente actual, López Obrador, firme defensor de la doctrina Estrada, no ha restituido a la embajadora en el cargo ni ha nombrado nuevo embajador.

Es por los motivos señalados que México, aún siendo integrante del grupo de Lima, se negó a reconocer a Juan Guaidó. Para México, según su actual política exterior, se trata de un asunto interno venezolano ante el cual procede rigurosamente el principio de no injerencia.

Al elaborar lo que Estrada llamó ‘doctrina mexicana’, lo hizo pensando en la necesidad de que los gobiernos no dependan del reconocimiento de otros países, especialmente si éstos son poderosos e influyentes.

Aplicando la ‘doctrina mexicana’ al caso concreto de Venezuela, es este país el que debe solucionar por sí solo el problema mediante el diálogo entre el gobierno y la oposición, sin la injerencia de terceros países.

En verdad la situación es muy compleja. Todo el mundo sabe, incluso Maduro y sus adláteres, que las elecciones en las que Maduro resultó vencedor no cumplían con los estándares internacionales de transparencia. Es por ese mismo motivo que la oposición se abstuvo de participar en ellas; de antemano se sabía quién iba a ser el ganador. Son tan grandes los intereses en juego que a Maduro y la camarilla de militares que lo secundan no les interesa la comunidad internacional, ni la democracia (devenida en dictadura), ni siquiera el mismo pueblo venezolano, como lo ha demostrado con el bloqueo a la ayuda humanitaria internacional. La consigna es, como sea, mantenerse en el poder.

Posiciones como la de México le hacen mucho bien a la continuidad de la pseudorevolución.

Es que México debe sincerarse con la comunidad internacional y admitir sin ambages que tiene un grave problema interno. México huele a sangre. La desaparición (y muerte) de los cuarenta y tres estudiantes normalistas de Ayotzinapa, las más de dos mil fosas clandestinas descubiertas desde 2016, la guerra entre los cárteles de la droga, los secuestros, las desapariciones forzadas, los desplazados que huyen de la violencia, el reclutamiento forzado de niños y jóvenes por los traficantes de armas y drogas, constituyen por sí un grave problema. La doctrina Estrada, desempolvada por López Obrador, le viene de maravillas; es como decirle al mundo ‘yo no me inmiscuyo en sus asuntos, ustedes no se inmiscuyan en los míos’.

Jorge Millán

Abogado. Universidad de Mendoza.

jorge.f.millan@gmail.com