Dos años del 7 de octubre: el plan de Trump para Israel, la respuesta de Hamás y crisis en Occidente
El segundo aniversario del ataque terrorista a Israel llega con un plan de paz impulsado por Trump y Blair, rechazo de Hamás, debilitamiento de Europa y el giro estratégico de Estados Unidos hacia América Latina.

Donald Trump y Benjamín Netanyahu.
EFEEl ataque del 7 de octubre de 2023 se produjo en Israel, no en Occidente. La cultura israelí tiene fuertes raíces occidentales —la tradición judeocristiana es, de hecho, uno de los pilares de la civilización occidental—, pero el país está geográfica y políticamente en lo profundo de Medio Oriente, que se rige por otras reglas.
Sin embargo, la mayor matanza de judíos desde el Holocausto es una tragedia que atravesó por completo a Occidente y que expuso la gravedad de su crisis civilizatoria. En estos días, en los que está por cumplirse el segundo aniversario, vimos muchos ejemplos de esa crisis.
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Trump, Netanyahu y el plan de paz de Tony Blair
Donald Trump y Benjamin Netanyahu tuvieron el lunes su cuarta reunión en los poco más de nueve meses de mandato que lleva el republicano. Fue la más importante de todas. Por primera vez, se presentó un plan de paz para terminar la guerra en Gaza y proponer una salida de largo plazo al conflicto en el enclave. Hasta ese día, las negociaciones se habían limitado siempre a treguas temporales.
¿Es un acuerdo favorable a Israel? Sí, como no podía ser de otra manera, dada la superioridad militar, política y económica demostrada frente a Hamás en casi dos años de guerra. Pero, al mismo tiempo, incluye varias concesiones que Netanyahu no quería ceder y que terminan de desmontar la acusación de que Israel está realizando un genocidio en Gaza. Si lo que busca es exterminar a los palestinos, ¿por qué firmaría un acuerdo que garantiza su permanencia en Gaza y crea las condiciones para su autogobierno?
El acuerdo tiene 20 puntos clave. Entre ellos:
Ningún palestino será expulsado de Gaza. Quien quiera irse podrá volver con garantías.
Israel se retirará progresivamente. Gaza quedará desmilitarizada.
Se reconstruirá el territorio con inversiones en infraestructura, hospitales y servicios públicos.
Hamás deberá liberar a los 48 rehenes, desarmarse y renunciar a toda participación política en el futuro del enclave.
Sus miembros podrán recibir una amnistía si aceptan vivir bajo las nuevas reglas o exiliarse sin temor a represalias.
Gaza será gestionada inicialmente por un comité tecnocrático palestino, bajo supervisión internacional. Trump y el ex primer ministro británico Tony Blair —autor intelectual del plan— formarían parte de esa Junta para la Paz.
Eventualmente, la Autoridad Nacional Palestina podrá hacerse cargo, si cumple ciertas condiciones de reforma, algo que Israel rechazaba de plano por el historial de apoyo al terrorismo de sus integrantes. Incluso, el pacto abre la posibilidad de un Estado palestino, tal vez el punto que mayor rechazo genera entre los israelíes, pero que aun así fue aceptado por Netanyahu. Ninguna de estas concesiones es compatible con un país que esté tratando de cometer una limpieza étnica.
Hamás: el obstáculo que negocia
Aunque parece cooperar, el rechazo al acuerdo proviene, como era de esperar, de Hamás. Este viernes, luego de que Trump le diera un ultimátum hasta las 18:00, el grupo terrorista difundió su primera respuesta oficial. Dice estar dispuesto a negociar la liberación de los rehenes, pero no se compromete a nada más que a eso: discutir uno por uno los 20 puntos.
No quieren liberar a los secuestrados, que son su principal escudo humano y carta de negociación. No quieren retirarse del gobierno de Gaza ni, mucho menos, desarmarse. No les interesa un Estado palestino ni el bienestar de los gazatíes. Solo buscan la destrucción de Israel. Su guerra es religiosa y racial: no aceptan —ni van a aceptar nunca— un Estado judío en tierras que consideran musulmanas. Ahí hay que buscar las ensoñaciones genocidas.
No obstante, el acuerdo fue respaldado por la mayoría de los países musulmanes relevantes: Arabia Saudita, Egipto, Jordania, Turquía, Indonesia, Pakistán y Qatar. Este último, principal patrocinador de Hamás, está presionando al grupo para que lo acepte. Doha, donde Hamás tiene su oficina central desde hace décadas, fue clave. Trump firmó un acuerdo de seguridad con Qatar que le garantiza protección —por ejemplo, de otros ataques israelíes como el que intentó, sin éxito, matar a la cúpula de la organización terrorista—.
Eso explica que el emirato esté ahora en el barco de la paz. Pero su influencia alcanza solo al buró político del grupo, no al brazo armado, que está en el territorio con los rehenes a su alrededor.
Europa frente al espejo
Lo llamativo no es el rechazo de Hamás. Lo alarmante es la respuesta de Europa. No ahora, cuando vemos a todos los jefes de gobierno celebrando la iniciativa de Trump, sino durante los dos años de guerra, en los que, cada vez que pudieron, boicotearon a Israel y dieron alas a la campaña de propaganda del extremismo islámico.
Cuestionar los excesos de Israel en la guerra es lícito. Los abusos existen. Las guerras son brutales y los manuales se queman cuando se dispara la primera bala. Pero lo que hicieron varios gobiernos europeos fue ir más allá: algunos lo acusaron directamente de genocidio, otros lo insinuaron, y la mayoría avanzó en un reconocimiento del Estado palestino que nunca habían considerado antes del 7 de octubre. Lo hicieron mientras Hamás seguía rechazando la paz.
La influencia de la izquierda europea, hoy profundamente afín al islamismo político, es central en esta actitud. La adopción de la narrativa de Hamás por parte de sectores que dominan el discurso intelectual, mediático y universitario explica buena parte del problema.
El caso del Reino Unido es paradigmático. Fue uno de los que lideró el reconocimiento del Estado palestino. Keir Starmer, su primer ministro, lo anunció en la Asamblea General de la ONU. Fue uno de los que más cuestionó a Israel, incluso cortando vínculos militares. Todo, mientras en la sociedad británica crecen a la par el extremismo islámico y el antisemitismo, frente a un gobierno cuya obsesión es combatir la islamofobia.
Ese es el contexto en el que dos ingleses judíos fueron asesinados en una sinagoga de Mánchester en pleno Yom Kipur. El autor del ataque fue Jihad Al Shamie, un terrorista británico de origen sirio que fue abatido por la policía. Starmer jura ahora proteger a todos los judíos y reforzó las medidas de seguridad en los templos. Se acordó demasiado tarde. Una secuencia que evidencia la dimensión de la crisis occidental.
La flotilla de la izquierda islamista
Lo que también dice mucho de esa crisis es el show protagonizado esta semana por la llamada "Flotilla de la Libertad". Zarparon 47 embarcaciones desde Barcelona rumbo a Gaza. El objetivo declarado: enviar ayuda humanitaria a los palestinos. El objetivo real: provocar a Israel.
Había cerca de 500 activistas. Entre ellos, Greta Thunberg, que pasó de ser referente ecologista a activista pro-Hamás. Su evolución no es tan extraña: tanto el ecologismo radical como el islamismo impugnan lo que representa Occidente en términos de progreso.
Como ella, viajaban Ada Colau, exalcaldesa de Barcelona; parlamentarios europeos; abogados de derechos humanos, y hasta el nieto de Nelson Mandela. Todos miembros de una élite intelectual de extrema izquierda que, en nombre del humanismo, termina reproduciendo el pensamiento de quienes carecen de toda humanidad.
La flotilla zarpó antes del anuncio del acuerdo de paz, pero decidió continuar su viaje incluso después de conocer sus términos. No querían llevar insumos —muchas de las embarcaciones no tenían absolutamente nada—. Querían presentar a Israel como un régimen criminal que bloquea el ingreso de ayuda humanitaria y secuestra a luchadores por la paz.
La Armada israelí les ofreció una alternativa para que no ingresaran a una zona bloqueada, como ocurre en cualquier zona de conflicto: entregar las vituallas que trasladaban para que fueran canalizadas a través de los mecanismos por los que todos los días ingresan varias toneladas a Gaza. Italia y Grecia se sumaron al pedido. Pero no hubo caso.
Lo que les salió mal es que Israel interceptó todas las embarcaciones sin dejar un solo herido. Deportados los activistas, el montaje quedó frustrado.
Lo interesante es que ninguno de estos activistas estaría dispuesto a desafiar a China, Irán o Rusia, porque allí el precio sería real. Eligen a Israel porque saben que no les va a pasar nada. Y porque el objetivo no es cambiar la realidad, sino construir un relato. Esa minoría delirante, pero influyente, es la que está moldeando la política exterior de Europa.
Una comparación lapidaria
Zigor Aldama, periodista español especializado en asuntos internacionales, que trabajó durante más de 20 años como corresponsal en China, publicó días atrás en su cuenta de X una reflexión imprescindible para entender lo que está pasando en Occidente. Una comparación demoledora sobre el contraste entre Europa y China.
Aclaración importante: no es un propagandista. De hecho, acaba de volver al país tras dejarlo en 2021 por el endurecimiento del autoritarismo del régimen. Pero lo que vio al regresar lo obligó a escribir.
Describió una Europa irrelevante geopolíticamente, con niveles de vida en retroceso, falta de oportunidades, inseguridad creciente y una natalidad en caída. Todo agravado por una educación mediocre y unas políticas migratorias fallidas. Una región atrapada en la cultura de la conformidad, mientras en China predomina una mentalidad de ambición y progreso, sin lugar a las estupideces propias del narcisismo ideológico.
En 1999, cuenta Aldama, ir de Shenzhen a Pekín en tren llevaba 28 horas. En 2025, ese trayecto se hace en 8 horas. Y sin retrasos. Hay 11 líneas de subte. Es una ciudad limpia, moderna, segura. El contraste con Bilbao, la ciudad natal de Aldama, es total. No solo no avanzó nada en materia de infraestructura en el mismo período, retrocedió en cuestiones esenciales como la puntualidad y la frecuencia de los medios de transporte.
Estados Unidos en guerra
Frente a esa decadencia, Estados Unidos parece buscar otro rumbo. Trump no oculta su desprecio por la Europa actual. Se lo dijo en la ONU: los europeos están llevando sus propios países a la ruina. Por eso, Washington reconfigura su estrategia. Y el nuevo eje es América.
Esta semana se realizó una cumbre inédita en Quantico, Virginia, la sede central del cuerpo de marines. Más de 800 altos mandos de las fuerzas armadas estadounidenses participaron. Trump fue claro: la prioridad estratégica es el hemisferio occidental.
Eso incluye una nueva cultura de defensa basada en la fuerza: prepararse para la guerra, incluso si el objetivo es evitarla. Es una mirada que apunta de lleno al narcoterrorismo, a los carteles y a los regímenes que los amparan.
En el centro aparece Venezuela. Trump dijo que fue "muy peligrosa" en los últimos años. Peligrosa es la palabra clave. Se la considera una amenaza a la seguridad nacional. El mensaje: el régimen de Maduro no puede seguir en el poder. Hay consenso dentro del gobierno para actuar. Fruto de eso es la carta enviada al Congreso en la que se informa que Estados Unidos está en guerra.
Es un “conflicto armado no internacional”, que en rigor quiere decir contra entidades no estatales. Son los carteles que previamente habían sido declarados organizaciones terroristas. De esta forma, el Gobierno busca un encuadre legal para las acciones que se vienen en contra de Maduro y de otros actores que no tienen nada que ver con el régimen venezolano.
Milei, la Argentina y el factor electoral
En ese contexto, Trump sigue enviando señales de respaldo a Javier Milei. El próximo 14 de octubre será recibido en la Casa Blanca, en su primera visita oficial. Será el segundo presidente latinoamericano en tener ese privilegio en el segundo mandato de Trump. El primero fue el salvadoreño Nayib Bukele.
Pero los gestos vienen con advertencias. Un grupo de senadores demócratas envió una carta criticando la ayuda a la Argentina. Denunciaron que la quita temporal de retenciones perjudicó a los productores agrícolas estadounidenses. Una posición cínica: cuestionan una baja que duró pocos días, cuando en Estados Unidos ese impuesto ni siquiera existe.
El Tesoro, a través de Scott Besant, salió a aclarar: harán todo lo posible por apoyar a la Argentina, pero no habrá entrega directa de fondos. Hablaron de un swap, no de un préstamo.
La reacción fue inmediata. El precio de los bonos argentinos subió y bajó al ritmo de los anuncios. Porque, más allá del apoyo de Trump, hay escepticismo. En Estados Unidos y en el mercado esperan las elecciones del 26 de octubre. Quieren ver cuánto respaldo tiene Milei. Si el resultado muestra debilidad y un regreso del peronismo, el respaldo podría evaporarse.
Todo está sujeto a eso: a un puñado de votos que pueden cambiar de un partido a otro en distintas elecciones, marcando un rumbo completamente diferente. Eso mismo ocurre en Estados Unidos, que vive la mayor polarización interna de su historia, por la que ingresó en el primer cierre de gobierno desde 2019. Es lo que pasa cuando no se llega a un acuerdo bipartidista que permita aprobar un nuevo presupuesto o enmendar el vigente. Lo interesante es que esa polarización extrema es la muestra de que el fenomenal cambio de enfoque que está imponiendo Trump podría revertirse fácilmente en tres años, cuando los estadounidenses vuelvan a votar y, probablemente, muchos de ellos se hayan cansado de Trump.