Duelo nacional

Diego: un alma en llamas que no temió a la política ni al desborde

Desde muy joven, Maradona marcó la diferencia. Con el mismo arrojo con el que encaraba hacia el arco, se animó a las ideas. Opinó sobre su tiempo, nunca fue solo un jugador. Y en esa amalgama entre la cancha y la vida se trazó un mito doliente y petiso. Un titán del subdesarrollo.

Facundo García
Facundo García miércoles, 25 de noviembre de 2020 · 16:44 hs
Diego: un alma en llamas que no temió a la política ni al desborde
Sin comparaciones "El Diego" nunca pasó desapercibido.

La muerte de Maradona no cabrá en las páginas deportivas. Por mil razones. Entre otras, porque tenía una forma de hablar única. Ese ex pibe de la villa encontraba figuras retóricas que, de no haber sido deportista, lo habrían convertido en un poeta. Como si por debajo de la materia expresiva que encontró -el fútbol- hubiese vibrado otra cosa, el caudal de una identidad desgarrada y sensible que nunca tuvo miedo de opinar sobre los temas de su tiempo. 

Hablaba de la misma manera en que manejaba el balón. Frases como "me cortaron las piernas""se le escapó la tortuga" o "la pelota no se mancha" se grabaron a fuego en la cultura popular. Ese brillo, la expresión filosa que emergía de golpe -cual cuchillo en callejón- era tal vez su primer gesto político. Diego no era el boludito domesticado que va con guion al prime time de la tele. Podía salir con cualquier cosa.

Y se iba de boca, vaya paradoja. Siempre rozando el desborde, eludiendo a medias la hoguera que le tendían los bienpensantes. Como una Eva Perón posmoderna y más morocha. También él se asomó al balcón de la Rosada, e hizo que algunos jerarcas del fútbol y el mundo sudaran frío.

Se dirá: pero se codeó con gente detestable. A lo mejor. Lo que no puede negarse es que en casi todas sus intervenciones de contenido político se refirió a los pobres con amor. Quizá porque quería abrazar, a través de la distancia del tiempo, a su madre -la Tota-, que dejaba de comer para que sus hijos se alimentaran mejor que ella y siguieran jugando en el potrero.

Porque la cancha era un laberinto que escondía el pasadizo para huir de la miseria, y Diego buscó esa salida toda su vida. Solo él sabe si la encontró.

Nunca se olvidó de los de su clase ni "veleteó" por conveniencia. Al contrario, se complicaba cada vez que daba una entrevista. Y esa transparencia, con todos los errores que pueda haber tenido, lo ubica en un sitio especial que muy pocos pueden reclamar en este presente pleno de doble estándard y caretaje.

¿Qué habrá hecho Maradona para que algunos lo odien así?

No era neutro. Tenía tatuado al Che Guevara en el brazo, y murió el mismo día que su amigo Fidel Castro. Entre el peronismo como fe política, sus visitas a Venezuela, la adicción a la cocaína, la machirulez y los hijos que dejaba criminalmente repartidos por ahí, el ídolo popular se fue construyendo a fuerza de acumular contradicciones. Como la Historia. Con un atenuante: pagaba ese lugar con su salud y su equilibrio mental. Un cuerpo propiciatorio hecho a la medida de los tiempos y de la Argentina.

Su última gran batalla fue en 2005. Cuando el ALCA era una posibilidad cierta, Maradona fue uno de los que subió a ese tren palpitante que fue hasta Mar del Plata para bancar la negativa de Néstor Kirchner, Lula Da Silva y Hugo Chávez a un mercado común continental dirigido por Estados Unidos. No era una postura cómoda en aquel momento, ni lo fue después. Pero así era Maradona

El Diego también tuvo y tendrá sus odiadores. Si no, no sería el Diego. Es más: quienes lo aman lo hacen, en parte, para que los "contras" se indignen. Y, como escribió alguna vez Osvaldo Soriano en referencia al "Mono" Gatica, ese odio profundo contra alguien que no les ha hecho nada es un fenómeno que conviene no olvidar. ¿Qué habrá hecho Maradona para que algunos lo odien así

Para terminar, una historia individual que -estoy seguro- no debe ser la única. Va: mi abuelo nunca lloraba. Era de esos tipos de antes, que escondían los sentimientos. Dos veces creo haberlo visto lagrimear. Una fue en el Mundial del 86`, cuando jugaba Argentina-Inglaterra. Lo recuerdo y vuelve a ser presente, como si mi abuelo estuviera acá, el televisor viejo y enorme enfrente y la imagen de las camisetas azules y las blancas ahí en la pantalla.

Maradona encara, pasa a todo el equipo contrario y convierte. Mi abuelo se queda en silencio dos segundos y lo escucho suspirar. Yo tengo seis años, el sesenta y pico. Me mira con los ojos llenos de lágrimas y no me dice nada. Pero yo lo entendí, el Diego también. Porque las fintas maradonianas, sus gambetas, se trazaban en el corazón y en la memoria de millones de nosotros, para decir lo que a veces nos costaba expresar. Que nos queríamos, nada menos.

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