#MDZLecturas-Verano 2020

Solas (aún acompañadas)

María Florencia Freijo propone una lectura interesantísima por la historia, la industria cultural y del entretenimiento, para averiguar en qué momento nació esta diferencia social que nos ha convertido en personas con menos derechos, menos ingresos, menos justicia.

Redacción MDZ
Redacción MDZ lunes, 6 de enero de 2020 · 06:57 hs
Solas (aún acompañadas)
Foto: Télam

Fragmento

Introducción

Solas (aun acompañadas) cierra un capítulo en mi vida, pero también abre la puerta a otro. Había cosas que quería contar, pero tenía que ordenarlas. No quería hacer un libro duro, académico, tampoco quería hacer un libro sin el sostén del conocimiento ya construido. Armé un índice improvisado y me dije: de esto quiero hablarles a las mujeres, pero también quiero contarles el porqué, la historia, el proceso por el que llegamos a sentirnos en soledad. Este libro es para que abrace a la mujer que lo lea, pero también para que la fortalezca en conocimiento, para que le funcione de guía para identificar injusticias, para que la ayude a nombrar el cansancio, para que le permita poner en palabras.

Hace unos meses, pasando un momento personal complejo, pedí en mi cuenta de Twitter que me recomendaran un libro que me abrazara. A los dos días, la escritora Claudia Piñeiro me envió a mi casa Una suerte pequeña. Mi intención era que me dijeran un título para ir a comprarlo, pero lo que me llegó fue una suerte, fue la mirada de otra mujer, el gesto desinteresado que abracé fuerte, como quien encuentra un salvavidas en el mar de la soledad.

Cuando me dispuse a escribir busqué exactamente eso, hacer un libro que sea un remanso; que sea un espacio de encuentro con la verdad, sí, pero que no nos rompa, sino que nos abrace. Que las mujeres puedan pasárselo, que puedan decirles a otras “mirá, acá está la respuesta a ese sentimiento de cansancio constante, a nuestras dudas, a nuestros miedos, acá hay razones, acá hay historias”.

El título Solas (aun acompañadas) surgió porque, pese a que en las páginas hay contenidos históricos, económicos y técnicos, la columna vertebral es el sentimiento de soledad que nos une a todas, ese lugar en donde no nos reconocemos a nosotras mismas. Una soledad que en nuestra cabeza se representa en forma de preguntas, de dudas, de culpas, de miedos, como si tuviéramos todo el peso sobre nuestros hombros. 

En definitiva, ¿para qué queremos saber sobre economía, sobre la historia de la belleza, sobre el rol de las mujeres en el mercado laboral, sobre lo que nos sucede a las que criamos solas o a las que no quieren tener hijos? Queremos saberlo porque intuimos que allí se esconde algo de nuestra identidad. En esos relatos que estuvieron callados, que se nos negaron, está nuestra historia.

La identificación es clave, porque nos lleva a reencontrarnos. El cansancio nos aísla, nos deja todavía más solas, pero nuestra sed de conocimiento nos reúne, nuestra necesidad de entender lo que nos pasa nos acerca.

[...]

Llegar al libro, llegar a vos

Hace muchos años que tengo este libro en la cabeza. No sé desde hace cuánto con exactitud. Solo sé que, cuando atravesé cada una de las violencias que las mujeres sufrimos en nuestras vidas, todas las palabras y emociones que no pudieron salir imaginaban algún día volcarse en papel.

No es fácil encontrarse a una misma en los índices económicos, en los indicadores estadísticos. Sin embargo, es a través de las historias, que los datos de la realidad se hacen carne, en la voz de los relatos.

Los años de trabajo en organizaciones comunitarias, la formación, el Ni Una Menos, las maestras, los muchos libros devorados por quien, más que saber, quiere encontrar explicaciones a su propia vida y, por supuesto, estar a la intemperie de la crudeza de las historias de vida en los barrios hicieron que en algún momento pudiera conectar todo y que viera una gran verdad: aquellas mujeres que me cruzaba diariamente en los comedores, aunque no tuvieran un marido golpeador en sus casas, sufrían violencia de género, porque había un contexto que las reducía a las tareas de cuidados, a la exclusividad de estas y a no poder salir al mercado laboral formal. Esa situación las hacía dependientes y también las volvía invisibles.

Otra faceta de esta realidad que pude ver fue que la violencia del golpe, del grito, de la sumisión, no la padecían solo las mujeres pobres, las mujeres sin educación. Yo la había sufrido siempre. Incluso después de recibirme, incluso después de ser madre, incluso con algún novio. Fue muy duro admitirlo. Desde mi punto de vista, yo estaba en una relación tóxica, de igual a igual. Asumir que era víctima de violencia de género me hizo descubrir la matriz histórica y cultural en la que estamos inmersas, y también que la negamos sistemáticamente, creo que como recurso de protección. Aunque seamos conscientes de la desigualdad en nuestras vidas, tendemos a pensar la violencia de género como algo lejano. Cuando abrimos los ojos no hay vuelta atrás y elegir “ver” puede ser muy doloroso. 

Por supuesto que están peor quienes menos herramientas tienen. Las pobres, las migrantes y las que pertenecen a grupos étnicos diversos sufren una discriminación acumulada. Pero, al final del día, todas compartimos la profunda sensación de desolación, de soledad y de desamparo que nos acompaña desde niñas. Ninguna mujer está exenta de cargar en su cuerpo la impotencia de vivir en un mundo desigual.

 

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